01/10/2024 18:25
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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de ¡un caballo! ¡mi reino por un caballo! Y «Barbary», el caballo de Ricardo II. 

 

¡UN CABALLO!…

¡MI REINO POR UN CABALLO!

Confieso que Shakespeare ha sido la gran debilidad de mi vida y que «Hamlet», «El rey Lear», «Macbeth», «Otelo», «Julio César», «Antonio y Cleopatra», «Romeo», «Coriolano», «Lucrecia» y «Troilo» son mis mejores amigos y compañeros. Confieso que nada ni nadie me hizo sentir como este inglés universal que a imitación de Dios recreó en sus personajes todas las pasiones humanas… Y, sin embargo, tengo que aceptar que hasta ahora no me había dado cuenta de su gran pasión por los caballos. Indudablemente Shakespeare amó a los caballos con la mismísima pasión que amó a sus entes de ficción. Sobre todo en su juventud, cuando, antes de alcanzar los treinta años, quiso dar vida a la propia Historia de Inglaterra y descubrió la «tragedia» que puede ser el hecho de vivir…

Vamos a hablar del caballo más famoso de la literatura universal junto con el quijotesco Rocinante…, aquel caballo del rey Ricardo III que costó todo un reino y por el que cambió de cabeza la misma Corona de Inglaterra.

«¡Un caballo! ¡Un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!». ¿Quién no ha oído o pronunciado estas palabras alguna vez en su vida?… Y ese caballo ¿cómo era?… Y ¿quién fue Ricardo III?… Y ¿cuándo escribió Shakespeare esta tragedia y la famosa escena del caballo?… Veamos:

La Historia dice que Ricardo III fue rey de Inglaterra entre 1483 y 1485, que su reinado fue un período de terror increíble, durante el cual el asesinato llegó a ser la cosa más normal del mundo y la famosa Torre de Londres, la antesala del cielo y el infierno. Ricardo, duque de Gloucester y hermano de Eduardo IV, nació el 2 de octubre de 1452 y murió un día de 1485, a los treinta y tres años de edad, tras la batalla de Bosworth y a manos del conde de Richmond, el futuro Enrique VII. Todo ello sucede en tiempos de la Guerra de los Treinta Años o de las Dos Rosas (la rosa blanca de los York y la rosa encarnada de los Lancaster). Según la Crónica de Hall, Ricardo era bajo de estatura, con los miembros deformes, la espalda gibosa, el hombro izquierdo más alto que el derecho, la expresión de la mirada dura y, además, perverso, colérico, envidioso y sobre todo vengativo, ambicioso y traicionero… O, como le hace decir de sí mismo el propio Shakespeare:

 

«… yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción; desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza; deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo; terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro…»

 

William Shakespeare escribió La tragedia de Ricardo III en 1593 y curiosamente antes de la de Ricardo II. Contaba entonces veintinueve años. Poco después escribiría Romeo y Julieta (1596), Hamlet (1600), Otelo (1604), El rey Lear (1605), etcétera. El famoso dramaturgo, padre y madre del teatro moderno y quizá el más grande de todos los tiempos, murió en 1616, justo diez días más tarde que Miguel de Cervantes y Saavedra, a quien llegó a leer en vida.

Y ahora hablemos del caballo de Ricardo III, aunque antes, ¡Dios!, no me resisto a leer una vez más lo que dice sobre la conciencia el asesino de Jorge, el duque de Clarence, casi al comienzo de la obra:

 

«¡No quiero tener nada con ella; es una cosa peligrosa! Hace del hombre un cobarde, no puede robar sin que le acuse, no puede jurar sin que le tape la boca, no puede yacer con la mujer de su prójimo sin que le denuncie. ¡Es un espíritu ruboroso y vergonzante que se amotina en el pecho del hombre! ¡Todo lo llena de obstáculos! Una vez me hizo restituir una bolsa de oro que hallé por casualidad. Arruina al que la conserva; está desterrada de todas las villas y ciudades como cosa peligrosa, y el que tenga intención de vivir a sus anchas debe confiar en sí propio y prescindir de ella…»

 

Shakespeare habla del caballo por primera vez en la escena III del acto V, cuando Ricardo vela su última noche y los dos ejércitos están ya en formación de combate esperando el choque decisivo… Entonces el rey dice:

 

«…¡Llenadme un vaso de vino!… ¡Traedme una luz!… ¡Ensilla mi blanco Surrey para la batalla de mañana!… Y cuida de que la madera de mis lanzas sea sólida y no pese demasiado!…»

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Luego, y tras las apariciones de los espectros, amanece («el sol no quiere dejarse ver hoy. ¡El sol frunce el ceño y enneblina a nuestras tropas!») y se produce el momento crucial de la tragedia (o sea, la batalla de Bosworth, que pone fin a la guerra de las Dos Rosas)… Es la escena IV, la última de la obra y una de las que más fama dieron a Shakespeare entonces, ahora y siempre…, aquella en que se gritan, más que se dicen, estas cosas:

 

«CATESBY. -¡Socorro! ¡Socorro, milord de Norfolk! ¡Socorro! ¡El rey ha hecho prodigios sobrehumanos de valor, oponiendo un adversario a cada peligro! ¡Su caballo ha caído muerto y combate a pie, buscando a Richmond por entre las fauces de la muerte! ¡Socorro, milord, o de lo contrario la batalla está perdida! (Fragor de lucha. Entra el rey Ricardo.)

REY RICARDO. -¡Un caballo! ¡Un caballo!. ..¡Mi reino por un caballo!

CATESBY. -¡Retiraos, milord; yo os traeré un caballo!

REY RICARDO. -¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur y quiero correr el azar de morir! ¡Creo que hay seis Richmond en el campo de batalla! ¡Cinco he matado hoy en lugar de él!… ¡Un caballo! ¡Un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!»

 

Son las últimas palabras del rey antes de morir a manos del conde de Richmond, que, naturalmente, ese día gana la Corona de Inglaterra… Son las palabras más famosas de la obra shakesperiana (junto con aquellas de Hamlet): «¡Mi reino por un caballo!»… Ese caballo al que Shakespeare llama Surrey, sin aclarar si ése es su nombre o simplemente se trata de «un surrey», es decir, un animal de la cuadra del conde de Surrey, el hijo del duque de Norfolk, que esa noche también estaba en el campamento real. En cualquier caso conviene tener presente que la palabra Surrey viene a significar en su traducción algo así como «carro ligero de cuatro ruedas», lo que encaja muy bien con las características físicas del caballo: un animal ligero de cuatro patas…, de donde puede deducirse que ciertamente Surrey fuese el nombre del famoso equino que costó un reino. 

«BARBARY»

EL CABALLO DE RICARDO II

Antes de adentrarnos en el segundo caballo shakesperiano de esta serie, quiero contar una circunstancia biográfica del más grande dramaturgo de todos los tiempos. Algo que justifica de sobra la gran pasión «caballeril» que se palpa en cualquiera de sus obras… e incluso la escena cumbre del Ricardo III comentada en el capítulo anterior («¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!»).

¿Por qué y de dónde le venía o le vino al gran Shakespeare su amor a los caballos? ¿Y cómo llegó a conocer tan bien las distintas clases y razas equinas?… Confieso que estas interrogantes fueron para mí durante un tiempo como un misterio, pues no me encajaba que un escritor de ciudad ensimismado en el conocimiento del alma humana pudiese ser al mismo tiempo un experto en caballos (lo que demuestra claramente en la escena VII del tercer acto de Enrique V…). Hasta que descubrí estas palabras en las páginas de uno de sus biógrafos:

«Cuando arribó a Londres -escribe Theofilus Cibber- hallábase sin dinero ni amigos; y, como forastero, ignoraba a quién ni a qué acudir para sustentarse. Como no se usaran coches en aquel tiempo, tenían por costumbre los hidalgos ir a caballo al teatro. Shakespeare, que se encontraba sumamente pobre, púsose a la puerta del edificio, y allí se procuró algún dinero guardándoles los caballos mientras duraba la función. Tan diestro y diligente se mostró en la guardería, que al poco tiempo le fue imposible acudir por sí solo a los muchos caballos que se le confiaban. Entonces dio en pagar a algunos muchachos que le ayudasen, y que en seguida fueron conocidos por los muchachos de Shakespeare…»

Ya, ya sé que la crítica moderna y los más concienzudos «especialistas en Shakespeare» no consideran seria esta «leyenda» y argumentan con su «formación campera» durante la infancia en Stratford o su innata predisposición a todo lo «natural» (plantas, animales domésticos, pájaros, reptiles, etcétera…); pero, a mí me sirve. Sobre todo conociendo al personaje y sabiendo la pasión que ponía en cuanto ocupaba su mente un solo instante. ¿No es cierto también que nadie ha podido demostrar su presencia en España y que, sin embargo, sus obras están llenas de palabras en castellano e incluso de clases de vinos españoles?… Cinco años de «guarda de caballos» justifican muy bien su posterior amor a los mismos y su experiencia al describirlos…, aunque nos cueste aceptar que el gran Shakespeare sólo fue un «cuidacaballos» durante todo un lustro.

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Al final de la tragedia de Ricardo II, cuando el rey ha sido ya depuesto y está a punto de morir, Shakespeare escribe esta bella escena:

 

PALAFRENERO. -¡Salve, príncipe real!

REY RICARDO. -¡Gracias, noble par!… ¿Quién eres y cómo vienes aquí, adonde nadie se acerca, excepción del sombrío perro de guardia que me trae el alimento para permitir que viva en mi infortunio?

PALAFRENERO. -Yo era un pobre palafrenero de tus cuadras, rey, cuando reinabas; y viniendo de viaje a York, después de muchas dificultades, he obtenido, al fin, el permiso de poder contemplar el rostro del que fue mi real amo. ¡Oh! ¡Cómo sangraba mi corazón cuando contemplaba el día de la coronación a Bolingbroke montado sobre el roano Barbary, aquel caballo que con tanta frecuencia montabais, aquel caballo que yo domé tan cuidadosamente!

REY RICARDO. -¿Montaba a Barbary? Dime, gentil amigo: ¿qué aire ofrecía el caballo debajo de él?

PALAFRENERO. -Tan orgulloso que parecía desdeñar la tierra.

REY RICARDO. -¡Tan orgulloso de llevar en sus lomos a Bolingbroke! Ese rocín había comido el pan de mi real mano; esta mano fue la que con sus caricias le dio aquel orgullo. ¿No pudo haber dado un paso en falso? ¿No pudo arrojarle al suelo (ya que el orgullo debe caer) y haber roto el esternón del hombre orgulloso que usurpaba su lomo? ¡Perdón, caballo mío! ¿Por qué hacerte reproches, ya que tú, creado para ser dominado por el hombre, has nacido para llevarlo? No fui yo hecho caballo, y a pesar de ello soporto mi carga como un asno espoleado y rendido por el picador Bolingbroke.

Lo que demuestra, mejor que ninguna teoría, que Shakespeare conocía y amaba a los caballos… porque mucho hay que amar a un caballo para pedirle ese perdón que el rey lanza a Barbary sólo por haber dudado de él. Además le califica de «roano» (o «ruano»)… Es decir, que sabe que el color clasifica y distingue a los equinos… y nos dice que le ha dado de comer en su mano y que a sus caricias se deben el orgullo y la altanería. Después Shakespeare introduce esa palabra de picador y uno ya se queda sorprendido, pues ello hace pensar que en 1595 el escritor sabía y conocía la suerte del picador al estilo español.

En otro lugar de la misma obra, Shakespeare hace caracolear a este Barbary en público y de sus palabras se desprende no sólo admiración, sino alegría. Tanta o más alegría que el Delfín de Francia muestra cuando en Enrique V dice, refiriéndose a su caballo: «¡Qué larga es esta noche! No cambiaría mi caballo por ningún otro que marche a cuatro patas. ¡Ah, es el caballo volador, es Pegaso que echa fuego por las narices! Salta sobre la tierra como si sus entrañas fuesen ligeras como estopas. Cuando le monto, me remonto, soy un halcón. Hace trotar al aire. La tierra canta cuando la toca. El cuerno vil de su herradura es más musical que la flauta de Hermes» …

«Su relincho -dice el real personaje- es como el manto de un monarca, y su marcha arranca la admiración».

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.