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Según Victor Stoichita, en Vértigo Alfred Hitchcock resignificó el mito de Pigmalión como el hombre que ha resultado cautivado por el poder de las imágenes que ha creado, al punto de que le han robado la capacidad de discernir la diferencia entre realidad y fantasía. Para Slavoj Zizek, el filme Vértigo representa a la perfección la enajenación que las imágenes pueden desencadenar en la mente de quien no distingue la realidad de su fantasía: “Cuando un sujeto sufre una pérdida aterradora, como la muerte del ser amado, esta pérdida lo define de una forma positiva; toda su vida pasa a ser una vida sin esta persona amada, pero ¿y si tras perder al ser amado el sujeto descubre que no era lo que parecía ser, sino una falsificación, de modo que, después de la pérdida, el sujeto se ve privado de la pérdida misma como momento estructurador de su vida y se encuentra en el vacío. Algo así sucede en Vértigo, de Hitchcock: tras perder a Madelaine, Scottie descubre que lo que ha perdido nunca existió, que fue una falsificación representada para él desde el principio?”. Así es exactamente la relación del sujeto contemporáneo con la realidad: no puede abstraerse con ella, puesto que vive inmerso en su flujo, pero tampoco puede confiar en las imágenes, puesto que sabe que son falsas. En definitiva, acaba construyendo, inevitablemente, en cuanto que consumidor, un mosaico delirante por el que se deja arrebatar, legando su servidumbre y confiando su libertad al amo que mejor le ha sabido seducir. Su propio ego proyectado en los canales que el sistema capitalista ha puesto a su disposición.
Guy Debord escribió que “La alienación del espectador en favor del objeto contemplado se expresa de este modo: cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo en relación con el hombre activo se hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de ser suyos, para convertirse en los gestos de otro que los representa para él”. De esta forma podemos resumir la relación entre consumo y espectáculo: el mundo reducido a la entidad de imagen y el hombre sometido al yugo que supone la participación en ese sistema: es un observador pasivo, cuando no se encuentra ejerciendo de productor explotado y, por lo tanto, también de sujeto activo. El adicto y el depresivo, como el consumidor frustrado o fracasado (puesto que el consumo ya no es suficiente para justificar la vida) que subyace en ambos, se caracterizan por carecer de control sobre el flujo exterior del mundo y tampoco sobre el flujo interior. La adicción y la depresión no son más que la reacción lógica cuando el consumo deja de ser una terapia eficaz: entonces la vida pierde, para el sujeto contemporáneo, todo su sentido. El consumismo es la respuesta de carácter materialista y pasiva al vacío sin centro que caracteriza nuestra época: donde todo es flujo, donde todo remite a todo sin que haya un trasfondo definitivo o un centro claramente identificable, donde el espacio se ensancha para aparecer con una enorme profundidad, donde lo imprevisible irrumpe y pide paso con un sonoro portazo. Puesto que, siguiendo a Agamben, “Si la realidad debe eclipsarse en la probabilidad, entonces la desaparición es el único modo en el cual lo real puede afirmarse perentoriamente como tal, sustrayéndose a la sujeción del cálculo”.
El cine de Hitchcock es una obra maestra del vouyeurismo: gente mirando a otra gente mirar a otros. Su forma de mostrar el deseo dentro de la sociedad norteamericana sólo es comparable en esos años a la de otro europeo en suelo estadounidense: Vladimir Nabokov y su novela Lolita (1955). A mediados de los años 50 y principios de los 60, Hitchcock dirigirá Vértigo (1958), Psicosis (1960) y La ventana indiscreta (1954), tres películas donde la mirada masculina deseante resulta esencial. En las tres películas tenemos un personaje principal pervertido, observador e incapaz de distinguir la realidad del flujo de imágenes que tiene ante sí. Más tarde, en los años 70 y 80, Brian de Palma hará también tres películas igualmente relevantes que continúan la estela hitchcockiana acerca del deseo: Impacto (1981), Doble Cuerpo (1984) y Vestida para matar (1980). Son tres formas de refundir las películas de Hitchcock con una presencia más explícita del sexo, de la violencia y también de algunos recursos técnicos. Con la llegada de los años 90, películas como El club de la lucha (1999) o American Psycho (2000), ambas basadas en novelas de, respectivamente, Chuck Palahniuk y Bret Easton Ellis, unirán de manera inextricable sexo y violencia. Ello fue posible gracias a películas hoy bastante comedidas pero entonces anti-puritanas como El graduado (1967), Malas Tierras (1973) o El cartero siempre llama dos veces (1981). Otras películas relevantes de esa misma década son Instinto básico (1992), Boogie Nights (1997) o Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989): tres ejercicios de metaficción y de autorreflexión que parodian y homenajean lo pulp a un tiempo.
La ofensa por las opiniones discrepantes de la nuestra sólo manifiesta nuestra debilidad mental, nuestra incapacidad para argumentar: todo son opiniones, dice aquel que niega la verdad. Se trata de no ofender: de crear productos para todos los públicos, políticamente correctos. El consenso moral es el signo más evidente del dominio del capitalismo sobre nuestras mentes: no queremos perder un sólo espectador por culpa de un comentario sincero. Nuestros avatares virtuales son más definitorios acerca de nuestra personalidad que nuestros actos, en el mundo de la imagen. Para una inmensa capa de la población, especialmente para la gente joven, resulta mucho más relevante lo que sucede en la realidad virtual de las redes sociales que en el mundo real de los hombres de carne y hueso. El avance constante de la Técnica a causa del progreso científico y la incorporación ausente de meditación que hacemos de ella en nuestra vida incitados por el afán capitalista de innovación, nos han conducido hacia la deshumanización.
El paradigma políticamente correcto es el paradigma perfecto de la hipocresía virtual. Es el temor a ser ofendido y deseo de ser ofendido, confluyendo. Y, también, la sádica necesidad de ofender amparándose en el anonimato. Porque, según Edoardo Albinati, “La intimidad: temor y deseo. Quizá sean dos maneras diferentes de manifestar sentimientos parecidos, o se trate de una cuestión de conciencia. Se desea lo que se teme en secreto y se teme lo que inconscientemente se desea. Hay quien ve una oposición radical entre el principio masculino y el femenino, pero puede que sean solo maneras distintas de vivir y manifestar la misma afectividad, las mismas emociones, sueños, deseos, miedos y sentimientos; únicamente se trata de ver en qué orden se colocan estas propensiones, cuáles son visibles e incluso exhibidas, y cuáles se ocultan. Es posible que mientras que las chicas desean la intimidad, pero inconscientemente la temen, a los chicos les asuste una intimidad que, en el fondo, desean, aunque no estén dispuestos a admitirlo para no parecer sentimentales. La incomprensión nace de esta dualidad, de este sentimiento en que miedo y deseo se entremezclan y que es la clave ambigua del sexo. Miedo. Que alternamos con el deseo con el paradójico resultado de huir de lo que realmente queremos y de desear parecernos a quienes tememos”.
Peter Watkins es un falso documentalista y teórico del cine ha denunciado la homogeneización de los discursos en los medios audiovisuales. Para él, los intereses políticos y sociales han conseguido domesticar nuevas vías creativas, produciendo una dominación total de la industria sobre el arte. El objetivo de Watkins es poner de relieve “la pasividad generalizada del público hacia la forma en que los medios audiovisuales masivos flagrantemente se comportan como los defensores de ideologías violentas, abusivas y jerárquicas, y a la falta catastrófica y permanente de conocimiento público acerca de lo que estos medios audiovisuales de masas están haciendo con nosotros”.
Es la gran lección de la Escuela de Frankfurt: aquella que encarna en autores como Adorno o Benjamin los últimos vestigios de una cultura Europea ancestral que sería sustituida con el nacimiento de una burguesía posterior al Mayo del 68. El arte y la cultura, según este punto de vista, nos permiten analizar la sociedad pero aparecen como ámbitos distanciados de la realidad cuando se quiere dar el paso desde el diagnóstico a la acción. Cuando la política ha pasado a ser a política, como dice bien Adriano Erriguel, todo lo demás pasa a convertirse en político: lo privado y lo personal. Empezando por el ámbito de lo cultural que hoy supone el epicentro de los grandes debates ideológicos, esto es, teológicos, de nuestro tiempo. Nuestra cultura domesticada y domesticadora permite que el intelectual realice, a través de su trabajo, una labor crítica pero considera intolerable que se quiera convertir todo ese material en solución, esto es, en alternativas a la Modernidad. También las élites intelectuales están domesticadas.
Si los totalitarismos se relacionaban estrechamente con los movimientos de vanguardia artística de su época no es por casualidad. La Unión Soviética apostó, en sus inicios, por varios grandes realizadores y teóricos del cinematógrafo dado su convencimiento del poder de manipulación para con las masas. La Modernidad, no lo olvidemos, se desarrolla paralelamente al nacimiento de la estética, y en buena medida esa disciplina teórica nos permite conocer también una cara que normalmente es escamoteada en los libros de Historia sobre los más importantes acontecimientos, desde el punto de vista social, de los últimos siglos.
Para Zizek la socialdemocracia es el placebo del capitalismo para evitar la sublevación popular, dado que no cancela la lucha de clases sino que la confirma en dos grupos claramente diferenciados: emprendedores y proletarios, donde a través de la socialdemocracia se quiere reducir todo a una sola categoría: los emprendedores. Erradicando por completo a los proletarios y su cultura popular. El proletario se convierte en “emprendedor de sí mismo” y asume las consecuencias psicológicas de esa alienación autoimpuesta a cada instante, según la expresión de Byung-Chul Han: “El lamento del individuo depresivo: nada es posible, solamente puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que nada es imposible”.
Suponiendo que la historia de algún género literario haya corrido pareja a la de la propia Modernidad, sin duda esa ha sido la historia de la novela. Es natural, por lo tanto, que la tentativa finalmente fallida de Nuevo Mundo que ha querido encarnar el Imperio político, económico y cultural estadounidense tratara de apropiarse desde el primer momento de ella. Para un norteamericano con intereses culturales (algo no tan frecuente), Moby Dick (1851) de Hermann Melville hace las veces, a un mismo tiempo, de La Odisea de Homero y de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605) de Miguel de Cervantes. Pero es que los norteamericanos han logrado, a través de la colonización del imaginario global, que su “anticultura” se convierta en una nueva forma de cultura occidental. A principios del siglo XXI y ya desde hace varias décadas todos somos, en mayor o menor medida, culturalmente norteamericanos. La mitología es supervivencia; el relato, dominación: cuéntales tu historia y no te olvidarán; impón una visión del mundo y controlarás su forma de pensar. Los medios culturales y de comunicación han permitido en ese sentido algo insólito: la homogeneización total.
La novela es el género europeo por excelencia. Su tema de estudio es la genealogía, el transcurso del tiempo, la alargada sombra que el pasado ejerce siempre en nuestro presente y en nuestro futuro. Sólo que en Estados Unidos, ese proceso sufre un proceso análogo al que Occidente mantiene con la historia: en el siglo XVI había nacido una concepción utópica de la historia que en vez de situar la Edad de Oro en el pasado, a la manera del mito universal del Paraíso Perdido, situaba el mismo en el futuro; nacía, así, el culto del Progreso, encarnado especialmente en las posibilidades ofrecidas por el Nuevo Mundo. Por eso es que la inocencia, la pureza y la candidez componen el tópico esencial de su literatura. En el momento de ser arrebatada: no hay posibilidad de albergar una utopía real en este mundo. La asunción de ese fracaso compone el aprendizaje fundamental de la historia reciente: nadie entendió eso como un ruso, Vladimir Nabokov, al inmortalizar la perversa historia de amor que vive Humbert Humbert en Lolita (1955).
Los pensadores más lúcidos de la sociedad norteamericana acostumbran a proceder del extranjero: de Alexis de Tocqueville a Salman Rushdie, pasando por tantos otros. Su gran herramienta, más allá de cierta tendencia digresiva propia del ensayismo, ha residido en valerse de la narración acerca de lo observado. La inexistencia de una historia consistente de los Estados Unidos, al menos en contraste con el viejo continente Europeo, generó la necesidad de convertir la breve historia de los Estados Unidos en mitología. Se inició entonces una auténtica colonización cultural mundial a través del imaginario colectivo encabezada por una interminable lista de geniales narradores multidisciplinares (cine, publicidad, medios de comunicación) principalmente dedicados a la ficción literaria y, con especial énfasis, al arte de la novela.
El talante europeo es argumentativo: se plantea las preguntas últimas y a partir de las respuestas que les brinda genera discursos con pretensión de validez universal. En su lugar, el talante norteamericano es eminentemente narrativo: una musculatura verbal que recorre el hueso de los hechos despojando de toda retórica superflua a los acontecimientos. Todo lo que nos rodea es digno de ser narrado, dicta la lógica moderna, puesto que todo ello puede ser transformado en material de evasión para el pensamiento: puro acontecimiento descarnado. El grado máximo de dicha concepción de la comunicación escrita reside en la industria del entretenimiento. Crear mitos, crear una cultura, crear una identidad. En una palabra: narrar. Sobre ese lema no explícito pero igualmente insoslayable se ha cimentado una concepción artística norteamericana que ha sabido impregnar otras muchas escalas sociales y, finalmente, extenderse a otros modelos culturales ejerciendo la dominación. De nuevo: la novela, arte supremo de la narración por el hecho mismo de narrar, se ha elevado a la quintaesencia de la identidad cultural moderna.
Los dos últimos siglos de Occidente han sido, en lo cultural, norteamericanos. Esto es, narrativos. Aunque la propia literatura europea del siglo XIX ya anticipó dicho giro, abandonando un modelo arquetípico de la narrativa para adoptar, a cambio, uno psicológico; fue la ficción anglosajona, proveniente de Laurence Sterne y en buena medida culminante en James Joyce, la que introdujo el cambio definitivo. De una concepción trágica de la narración se ha pasado a una recreación tragicómica que pretende abarcar la vida. Es el paso de una ficción breve, catártica y de sentido a una ficción contingente, inabarcable y abrupta. Aunque la novela fue inicialmente española y en cierto sentido europea, fueron los epígonos anglosajones de Cervantes los que mejor supieron entender el potencial inexplorado de la novela; al menos, hasta el desarrollo de una narrativa norteamericana sólida.
Frente a los ejercicios prosísticos y filosóficos propios de la novela clásica europea, el éxito cultural estadounidense ha consistido en, hasta la fecha, dos siglos de indiscutible dominio, más allá de la inmarcesible valía de algunos grandes nombres europeos de la novelística, de una escuela implícita caracterizada por la solidez verbal, el virtuosismo técnico y la capacidad única para trasladar su condición de “hombres hechos a sí mismos” (Self-made man) a la narrativa: son gentes capaces de crear un mundo gigantesco a la medida de su voluntad y de su ego. Si la vida, desde Heráclito, no es más que el fluir de un cambio constante; la ficción, desde esta concepción centrada en la acción y la estructura sobre otros elementos estéticos predominantes en concepciones previas, se basa en la preeminencia del argumento como sucesión de acontecimientos recogidos por la voz narrativa. Se trata del paso de una solidez filosófica propia de la cultura donde confluyen Atenas y Jerusalén a la vacuidad de una cultura donde más allá de lo visible sólo aguarda la nada. Sólo que la vacuidad puede ser tan agradable como el sabor de una hamburguesa con queso.
Si la concepción tradicional del arte implica que la obra artística es el recipiente concreto de un conocimiento metafísico; una concepción moderna, desacralizada, huera, entiende que el arte no remite a nada: es mero continente vacío cuyo contenido se justifica en sí mismo. Por eso es que la narración prima sobre el discurso: no puede existir causalidad en el arte porque tampoco hay nada más que casualidad en la vida. Si a dicha técnica estrictamente formal le arrebatamos el entramado artificial de su estructura no encontraríamos nada: se agota en su propia existencia, sin mayores pretensiones. Lo que, en confluencia con una necesidad vanguardista de innovación constante, deriva en el culto a la sublimación de la forma. Es aquello que certificó William Gaddis en Los reconocimientos (1955): no hay anagnórisis posible cuando la técnica ha alcanzado tal grado de complejidad y autonomía. En palabras de Kurt Vonnegut, “En ningún otro lugar ha tenido el número cero más valor filosófico que en los Estados Unidos”.
Sólo queda el oficio de narrar: contar para cobrar, mientras aún se pueda. Con ello se cierra el círculo incoado con Heródoto: la Historia con mayúscula no es más que un conjunto de historias humanas minúsculas, sí, pero lanzadas contra el olvido. Poesía. Como mitología de quien no quiere olvidar aquello que ya pocos saben. Sólo en la narración cabe hablar del tiempo sin distorsionar su funcionamiento: comprobando sus consecuencias más tangibles sobre lo vivo. La contradicción que toda teoría filosófica soslaya es en buena medida el principal motor de funcionamiento de la ficción. Porque la vida, tal y como dirá siempre el narrador, supera con creces todo afán cerrado de conceptualización.
Si, como han afirmado Alfonso Berardinelli o Antoine Compagnon, todo gran escritor moderno es, en esencia y partiendo de modelos tan reconocibles como Baudelaire o Strindberg, un escritor antimoderno; profundizar en las grandes novelas de nuestro tiempo no es más que recoger testimonios literarios de primera mano que levantan la voz contra él. De manera explícita pero también de manera implícita; al fin y a la postre, narrar distintas existencias que tienen lugar en la modernidad también es narrar de qué forma la vida en dicho período de tiempo equivale al fracaso en un marco donde el ideal de autoconocimiento y la vocación trascendente han sido reducidas a la categoría de entelequias. Por ello, simplificar la función social de la ficción calificándola de “simple entretenimiento” más o menos sofisticado en cada caso, como se pretende hoy, supone una forma velada (o no tanto) de tratar de desautomatizar su potencial subversivo. Convertir la lucha por el imaginario en mera batalla cultural significa reducir a la política algo que resulta mucho más profundo: un combate arquetípico cuya existencia milenaria es incuestionable.
La depresión en nuestras sociedades inmersas en la lógica cultural del capitalismo avanzado no es un problema individual de mentalidades enfermas, sino que es un signo del insoportable malestar del ser, esto es, la consecuencia de un desarraigo perenne en el marco de un mundo sometido a un cambio constante. En esa búsqueda constante de estímulos intelectuales había una ansiedad por la enormidad de un mundo inabarcable que se quiere comprender; detrás del trabajo incansable y perfeccionista de David Foster Wallace y de Mark Fisher, se halla una depresión vitalista a consecuencia de la incapacidad para evitar el fallo o el fracaso. La depresión, entonces, no era un paralizante, sino un estimulante: esa “destrucción creadora” inherente al capitalismo de la que hablaba Schumpeter y que pretende hacer de todos nosotros individuos creativos, precisamente porque nada de lo que queramos crear le resultará suficiente. Nos han convertido en emprendedores de nosotros mismos: a un mismo tiempo empleadores y empleados. Y estamos pagando las consecuencias psicológicas.
Sin embargo, la incapacidad de Foster Wallace y de Fisher para superar la depresión no debe hacernos caer en el anti-intelectualismo, aquel que rechaza la reflexión porque sea inútil, desagradable y hasta desesperante; sino que debe ser una invitación a seguir pensando, porque el pensamiento es la dignidad de la experiencia. En palabras de Zizek, “El pensamiento filosófico propiamente dicho empieza cuando somos conscientes de hasta qué punto este proceso de abstracción es inherente a la realidad misma: la tensión entre realidad empírica y sus determinaciones nocionales abstractas es inmanente a la realidad, es un aspecto de las cosas mismas. La vida sin teoría es gris, una realidad plana y estúpida; sólo la teoría la torna verde, verdaderamente viva, revela la compleja red subyacente de mediaciones y tensiones que le insufla movimiento”.
Mark Fisher ha sido el sociólogo más agudo a la hora de retratar dialécticamente la ansiedad producida por la excesiva carga en el trabajo y la depresión a causa de la falta de perspectivas de futuro, reducidas en ambos casos a problemas psicológicos desligados de las problemáticas sociales derivadas del capitalismo, a los que se pueden sumar las adicciones descritas por Foster Wallace. En palabras de Byung-Chul Han: “Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Nuestra época en este sentido es neuronal: trastornos como la depresión o la hiperactividad definen el panorama patológico de comienzos de siglo. En cuanto a nuestras sociedades, ya no vivimos en una época bacterial o viral, en la que la violencia venía de la otredad o de lo extraño. En nuestro mundo, la violencia es neuronal y, por tanto, inmanente al sistema”.
Tanto Foster Wallace como Fisher hablaron públicamente de la depresión, de la tentación del suicidio y de las enfermedades mentales. Cuando alguien se suicida, existe la tentación de buscar una explicación fácil, evidente, consoladora: “se mató por esto”. En el caso de un autor, más aún en el caso de uno con la profundidad intelectual con la que Foster Wallace o Fisher miraban al mundo, esa tentación pasa por atribuir el suicidio a las conclusiones extraídas en su obra. No es así. Un autor es antes que escritor, hombre. Ambos eran maridos y padres de familia: más o menos perfectos, como lo somos todos, pero también eran eso. Mucho más que escritores. Y, por lo tanto, aunque existe la tentación de convertir en mártires a dos enfermos, debemos sentir una profunda piedad por su sufrimiento.
La romantización de la muerte de la que han sido víctimas les habría repugnado a ambos. Ninguno apostaba por la derrota, ambos amaban, a su manera, la vida; sencillamente sus personalidades lastraron la continuidad de su obra. A pesar de la tentación periodística, no debemos leer su obra en clave de obra ficcional: es decir, no debemos comenzar a leer a Foster Wallace o a Fisher con la idea de su suicidio en mente sino que debemos olvidarnos de su suicidio hasta haber comprendido en profundidad su obra. Como toda gran obra, el trabajo de Foster Wallace y de Fisher permanece abierto. Y lejos de arrojarnos en brazos de la derrota, intimidados por el trágico final de ambos pensadores, nos anima a seguir pensando la realidad cultural de nuestro tiempo. La lucha por el imaginario está hoy más viva que nunca.
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