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POLÍTICA CLARA
Por Hispanicus
Son muchas las voces que nos llegan desde los países de habla inglesa pidiéndonos los ilustremos sobre las verdaderas características del régimen español, ya que los comentarios parciales de sus órganos de opinión no les dejan percibir la realidad española, al contrastar a diario la contradicción entre cuanto se publica y lo que refieren los extranjeros de buena fe que pasan por España.
Esto demostrará a mis amables lectores la falta de sinceridad de los órganos de opinión, sujetos tantas veces a la mala fe de directores, redactores o propietarios.
Todos los sistemas políticos han perseguido análogo fin: lograr el máximum de bienes para sus nacionales, llegando a justificar el fin, los sacrificios realizados para alcanzarlo.
Desde los tiempos más remotos, la marcha de la civilización viene siendo una progresiva limitación de la libertad. El orden, la paz y el progreso no hacen más que imponer sacrificios y limitaciones a los antiguos conceptos sobre esta materia. Por esto nadie debe extrañarse que, cuando el libertinaje se desborda, para lograr un orden y bienestar haya que sacrificarle muchas veces convencionalismos inoperantes.
Cada vez que el mundo cae en un período de decadencia y se duerme sobre los viejos tópicos, las revoluciones sobrevienen sacándolo del marasmo. Este es el caso de España. Hemos pasado una revolución, y para dar un salto de gigante en nuestro resurgimiento hemos roto con los viejos tópicos y lugares comunes que no nos servían ya para andar por el mundo.
Que los viejos políticos de aquí o de allá, aferrados a sus posiciones, lloren la pérdida de sus sinecuras o se enfrenten malhumorados con las nuevas ideas, es una cosa; que las suyas se hayan hecho inútiles por viejas y caducas, es otra. Nuestra política no puede ser más clara.
Cada país ha de juzgar a sus sistemas de Gobierno por los beneficios que le rinda o sea capaz de ofrecerle; lo que no puede aceptarse es que cuando los resultados son pésimos para una nación quieran las otras convencerle de las excelencias del sistema.
Si examinamos la Historia de España bajo el régimen liberal y parlamentario, encontramos la inestabilidad más grande que un sistema político pueda tener: revoluciones, guerras civiles, crisis políticas continuas, pérdida del más grande y justificado de los Imperios e incluso peligro de desmembración del propio solar. Bajo el aparente signo de la libertad los españoles vivieron en régimen de excepción y en perpetua crisis de libertades.
¿Qué hubieran juzgado de sus respectivos regímenes los distintos pueblos del Universo si en su haber tuvieran una partida de desdichas como las que el régimen liberal y parlamentario español registra?
No se puede juzgar del régimen situación de los otros pueblos sin conocerlos, sin analizar el carácter e idiosincrasia de los mismos, sin estudiar su historia y sin poder apreciar sus obras. Y aun así, lo que en una nación aparecería como excelente y pudiera para otra considerarse harta nefasto.
En el caso de aquella graciosa anécdota de los que discuten de si el alcohol es bueno o malo para el reuma, y que termina con el reconocimiento de que para el reuma es muy bueno y para el paciente muy malo. O aquel otro pasaje, lleno de humorismo, de nuestro gran escritor Fernández Flórez sobre el guiso de la langosta en vivo, tan agradable para los comensales y tan terrible y cruel para el crustáceo.
Hace precisamente sólo unos días una revista inglesa, “The Fortnightly”, nos asombraba con una “proposición de bases para una política británica en España”, de una mentalidad muy semejante a la de la graciosa anécdota y que podría aceptarse como muy buena para el reuma, en este caso la Gran Bretaña; pero, desde luego, muy mala para el paciente: España.
Hemos de agradecer a su autor sinceridad tan aleccionadora para nuestra Nación, y que revela cuán arraigada está esa mentalidad siglo XIX entre las conciencias británicas. Pero el caso es que no estamos en el siglo XIX ni España es una nación de quince millones de habitantes, sino de casi veintiocho; ni se encuentra en plena decadencia, sino en período franco de renacimiento; ni Inglaterra es ya la nación más rica y poderosa del Universo que no le importe lo que piensen las otras.
En la política entre los pueblos hay que construir sobre realidades y no sobre viejas quimeras. Muchos son los españoles que juzgan a Inglaterra a través de esos ciento cincuenta años que míster Atkinson rememora, considerándola incapaz de rectificación ni enmienda. Yo, no; yo juzgo que si Inglaterra obró así durante esos ciento cincuenta años es porque así convenía a sus intereses y por haberlo permitido el proceso de decadencia de la nación española bajo el sistema liberal y parlamentario, que la hacía incapaz de una reacción viril; pero que al haberse perdido aquella supremacía universal y encontrarse ante nuevas realidades, el interés habrá de sobreponerse sobre el orgullo, llevándola a un cambio completo de su política con España. Y rectificando un pasado, que si un día pudo servir hoy ya no sirve ni le honra.
Muchos son los ingleses de alta categoría intelectual que comparten este juicio y que, como yo, creen que si fracasase este noble propósito la nación inglesa sería la que más perdería con el yerro.
Por encima de este pasado tan aleccionador, que Mr. Atkinson ha tenido la oportunidad de recordarnos, España lleva siglo y medio sin guerras con la nación británica, y no es poca la suerte que Inglaterra recoge con este hecho. En las guerras modernas interviene toda la nación y dejan aquellas tan grandes y profundas cicatrices que es tarea casi insuperable el tratar de borrarlas, y las generaciones crecen con la ilusión de la revancha y los mutuos recelos impiden, incluso mediante actos de generosidad, el cancelarlas. Cuando las guerras eran ideológicas, la España católica fue, durante muchos años, enemiga de la Gran Bretaña. Hoy nos parecería una gran tropeza que, transcurridos varios siglos y desaparecidas las luchas de este carácter, se pretenda resucitarlas bajo la bandera de un fanatismo político, por el que difícilmente se muerte o se combate. Pues esto parecen pretender cuantos aspiran a convencer a la opinión pública de los pueblos de incompatibilidades entre las naciones a pretexto de sus diferencias en el campo político.
Las diferencias ideológicas no suelen justificar por sí solas la lucha entre los pueblos, como proclaman a voces las distintas y tan dispares ideologías que se registran en el campo de los aliados.
Existen en la vida política del mundo períodos de incertidumbre y de transacción en que, al desgaste de los viejos sistemas, han de suceder otros más modernos y vigorosos, tras los inevitables tanteos y vacilaciones, hasta lograr una orientación perfecta. Ni el caso ruso deja de ser más que un período de transición entre el viejo mundo de los Zares y el que saldrá tras las enseñanzas de esta contienda, ni lo fueron el alemán y el italiano, ni el de aquellos países ocupados que se debaten en débiles ensayos antes de tomar su orientación definitiva. La verdad no la da la suerte de las batallas. Lo que sea bueno y eficaz para los pueblos tomará carta de naturaleza, y unos y otros acabarán adoptándolo. Y lo que sea malo, perjudicial o injusto, unos y otros acabarán sacudiéndoselo.
No es el problema de España distinto del que se viene presentando a muchos otros países ante el proceso de descomposición de lo que hemos llamado hasta ahora liberal y parlamentario. La pluralidad y atomización de los partidos ha conducido a estos sistemas a una vía completamente muerta y no permiten ya encontrar los partidos suficientemente fuertes para poder gobernar en régimen de mayoría. Su número y sus enconadas diferencias han convertido los Parlamentos en ingobernables, produciendo la inestabilidad y esterilidad de los Gobiernos. Para intentar paliar esta situación se acude a la fórmula, tan gastada, de los Gobiernos de coalición, en que en un programa mínimo, factor común a los coaligados, debería permitir el gobernar durante una corta etapa; pero la realidad nos dice que cada paso que el Gobierno intenta dar suele convertirse en un nuevo motivo de escisión entre los coaligados y que cuando, como excepción, llegan los representantes a algún acuerdo no tardan en ser desautorizados por los propios representados.
El proceso, tan frecuentemente registrado, no puede ser más natural: no cabe unificación en las cabezas si existe división y guerra latente entre las masas; la fórmula, por carecer de sinceridad, está privada igualmente de eficacia.
Los resultados de este intento de unificación que vemos perseguir a los aliados en las naciones ocupadas no pueden ser más precarios. Ni la propia presencia del enemigo común sobre los territorios de estos países logra desarmar las pasiones enconadas de los naturales.
España, más sincera, ha comenzado por reconocer el fracaso e ineficacia de los viejos sistemas y ha efectuado esta misma unificación que las naciones pretenden, pero en su base, en las masas políticas españolas, llevada a cabo sobre cuanto les une y es común: los principios de la fe católica, el servicio de la Patria y el bien general de los españoles. No se trata de un programa de derechas ni de izquierdas, que una minoría vencedora imponga a las otras, sino de un programa nacional y eminentemente social levantado sobre lo que es anhelo común, y en el que los españoles intervienen a través de las organizaciones naturales de la familia, del Municipio y del Sindicato. Existen unas Cortes Españolas en las que reunidos, siguiendo nuestras viejas tradiciones, los representantes de los Municipios, los Sindicatos y las instituciones nacionales, se discuten libremente las leyes, cuyos frutos se recogen en este resurgimiento español y en esta sabia legislación que ha permitido a la Nación guardar su paz y superar el período más difícil de la vida del mundo.
La asistencia unánime y clamorosa de toda la Nación hacia el Régimen español en cuantas ocasiones se presentan no es en lo más mínimo desfigurada por la disidencia personal de unos insignificantes grupos de políticos de profesión, despechados por el abandono de sus viejas clientelas.
Si en cualquier momento España quisiese demostrar al mundo la asistencia formal, unánime y entusiasta de la casi totalidad de la Nación, nadie absolutamente podría discutírselo.
Lo importante es este hecho real e indiscutible: que España, con un adelanto de nueve años a tantos otros pueblos, ha superado las mismas inquietudes y ha sabido dar una dirección firme a su política, que ha rendido a la Nación días de paz y de resurgimiento en medio de un mundo desquiciado, y que si los regímenes políticos han de juzgarse por sus frutos, nadie, sin mala fe, podrá negar que el de España ha sido pródigo en bienes para sus naturales.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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