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Pasó sus últimos días postrado en una silla de ruedas. Era incapaz de mover un músculo. Su cuerpo estaba sembrado de llagas a causa de la falta de movimiento. Ciego, sordo y mudo. No podía ni leer ni escribir: sus dos grandes pasiones a lo largo de toda su vida. Era llevado por otros a la Iglesia los domingos. Dicen que allí aún sonreía, y que rezaba a oscuras y en silencio. El desarrollo definitivo de la parálisis había coincidido con el regreso a su ciudad natal, Florencia. Allí, en la ciudad de los artistas de su amado Renacimiento, moriría el 8 de julio de 1956. Tenía 75 años. No era un hombre acabado. Nunca lo fue.

Papini era uno de esos escritores cerebrales que, a diferencia de Hemingway, dedicaban muchas más horas de su vida a leer y a reflexionar que a cazar elefantes o a conquistar señoritas. Por su condición autodidacta y su vocación de un saber universal, Papini desarrolló un tipo de conocimiento omnívoro totalmente opuesto al que practican hoy los especialistas y demás ralea de académicos universitarios. En vez de ir a la Universidad fue a educarse a la biblioteca pública: los resultados hablan por sí solos. Con veinte años inició un movimiento cultural revolucionario junto a varios amigos anarquistas. Eran herederos del filósofo Nietzsche, del anarquista Kropotkin y del teósofo Rudolf Steiner. En 1907 apareció su primera obra importante: El crepúsculo de los filósofos. Allí cargaba contra buena parte de los filósofos más respetados del momento, dejando patente una altura de miras al alcance de muy pocos de sus contemporáneos. Sería el principio de una transición filosófica profunda hacia un modelo intelectual radicalmente opuesto. Fundó y dirigió distintas revistas y periódicos desde su juventud, y se manifestó como un autor interesado en la política y muy cercano a movimientos vanguardistas como el futurismo de Marinetti. Más adelante le dedicaría un libro a Benito Mussolini. Se estaba produciendo en su vida y en su obra una transición desde el ateísmo nietzscheano a un tradicionalismo conservador que, paradójicamente, encontraba en el fascismo una exaltación patriótica articulada sobre el glorioso pasado romano con el que el erudito latinista Papini se encontraba en sintonía.

En 1912, con 31 años, publica su autobiografía de juventud: Un hombre acabado. Se trata seguramente de su mayor obra narrativa. En ella recoge los extravíos ideológicos y biográficos de su juventud al tiempo que retrata un mundo y una generación que resultarían devastados en la Primera Guerra Mundial. De alguna forma es una cartografía de sus pasos desde la iconoclastia vanguardista hasta el tradicionalismo católico en el que ingresó haciendo valer la profundidad de su pensamiento. Tras la gran experiencia bélica europea, Papini cambió sus convicciones de forma radical. El hombre que había insultado a Dios y ridiculizado a Jesús como el mejor continuador del vilipendio nietzscheano contra la “moral de los esclavos” se arrepintió y acabó convertido en el mejor escritor de hagiografías de su siglo. En torno a 1920 Giovanni Papini formalizó su conversión al catolicismo. Escribió en Historia de Cristo (1921) una biografía de Jesús fiel a los Evangelios pero con toda la potencia de su talento literario y de su pensamiento filosófico. Se trata de uno de los grandes libros dedicados a la figura de Jesús de Nazaret en toda la historia. Aunaba el talento nietzscheano para aullar con las palabras con la doctrina del catolicismo ortodoxo. En calidad de teólogo, Papini luchó con fiereza contra el diablo. Estaba convencido de su existencia y de su perversa influencia en el mundo. Era consciente de que la batalla entre Dios y el diablo se celebra a diario no sólo en el mundo exterior sino también en el mundo interior de cada hombre. La vida en esta tierra es un combate constante entre el Bien y el Mal. Por haber servido tantos años al Mal supo que su bando estaba junto al Bien y renunció al odio para entregarse al amor.

En 1931 escribió su libro más divulgado: Gog. Se trata de una sátira bajo la forma de un falso epistolario donde van apareciendo todos los grandes personajes de su tiempo a la vez que retrata a la sociedad italiana de la época desde la ironía. Su consagración llegó en 1935 cuando le fue concedida una cátedra universitaria. En 1937 entraría por la puerta grande en la Real Academia de Italia bajo el auspicio fascista. Durante la Segunda Guerra Mundial se vio obligado a abandonar su casa de Bulciano donde vivía junto a su esposa Jacinta e ingresó en la Orden Franciscana. Un final paralelo al del sacerdote Lope de Vega. Aunque Papini terminaría escribiendo un libro llamado Juicio Final que, por su profundidad y su ambición, haría mejor una analogía con la Divina Comedia de Dante.

En Un hombre acabado, Papini comienza narrando una anécdota que me hizo sentir un escalofrío subiendo por el espinazo al momento de leerla, de pie, dentro de una librería de viejo —nunca mejor dicho— de Madrid. Cuando era niño y volvía en los veranos al pueblo de sus padres, Papini se cruzaba a unas ancianas arrugadas —con ecos lejanos de las tres brujas shakesperianas de Macbeth—, que decían con voz carraspeante al verle: “Este niño es un viejo”. En el reconocimiento vital de esa imagen mi bibliófilo interno quiso espejear con el bibliófilo que ya era Papini entonces. Salvando las distancias, ambos hemos sido siempre un par de “viejos”. Solo que Papini jugó con la apariencia del título del libro —Un hombre acabado— para narrar a través de sus experiencias no sólo un tránsito personal sino esa lección vital, muy incorrecta en estos tiempos de eutanasia, según la cual “mientras hay vida, hay esperanza”; por dramática e indigna que pueda parecernos dicha vida.

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En 1952 empiezan los síntomas de una parálisis progresiva y degenerativa que no tardaría en ser diagnosticada. Papini nunca fue un escritor beato de esos que se dedican a alimentar las buenas conciencias de la burguesía católica a cambio de 30 monedas de plata. Su mayor arte era el de “filosofar a martillazos”. Pasolini, en muchos aspectos influido por Papini, dijo que “escandalizar es un derecho y escandalizarse es un placer”. Tengo para mí que eso lo aprendió del autor de El libro negro. En su obra Los fantasmas de mi cerebro, el escritor católico José María Gironella se desnuda. Se trata de uno de los escritores españoles más leídos de todos los tiempos, exitoso gracias a su trilogía novelística ambientada en tiempos de la Guerra Civil y de la larga posguerra. En el libro citado se despegaba de su estilo realista y eminentemente narrativo para sumergirse en la profundidad inhóspita de la mente humana. Es una colección de escritos heterogéneos, al estilo de Gog, en torno a un mismo tema. El primero de ellos está dedicado a los últimos días de Papini en Florencia. Gironella evoca con gran talento literario como Papini, que había sido un gran ateo en su juventud, mantenía inamovible su fe a pesar de las duras circunstancias vitales que padecía. Porque había dejado el nihilismo atrás y había comenzado una vida nueva. Hubiera dicho otro gran florentino como era Dante Alighieri: Incipit Vita Nova.

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