
Desde hace varios meses, ha sido frecuente la aparición en la prensa de artículos relacionados con las tierras raras. En ellos, se ha destacado el papel esencial que tienen estos elementos en la industria y en la economía, así como lo importante que sería (para España y para la Unión Europea) disponer de un yacimiento que permitiese disminuir la dependencia de los suministros provenientes de China. En este contexto, el foco está puesto en el yacimiento de Matamulas (Ciudad Real), descubierto desde hace años, y cuya explotación no ha podido ser iniciada, ni tampoco continuar la exploración en áreas aledañas, por la oposición de parte de la población local, alentada por grupos ecologistas.
Recientemente, la plataforma Sí a la Tierra Viva ha pedido públicamente al presidente de Castilla-La Mancha (la administración responsable de otorgar los permisos de exploración y explotación, puesto que las competencias están transferidas a las autonomías) que no autorice esta clase de minería. El argumento principal de la oposición a este proyecto minero se centra en la toxicidad de la monacita por su nivel de radioactividad, pero ¿existe allí realmente ese riesgo?
Los detractores del proyecto han aducido como argumento las nefastas consecuencias medioambientales en algunas explotaciones de monacita en otros lugares del mundo, donde el mineral posee un elevado nivel radioactivo. Pero, ¿realmente existe ese peligro en la explotación que se plantea en Castilla La Mancha? Entre los ejemplos esgrimidos y el proyecto de Matamulas, existe una diferencia sustancial (además del tipo de procesamiento y de las prescripciones de protección medio ambiental exigidas) que de forma absoluta y radical impide extrapolar esos riesgos al yacimiento de Ciudad Real: el tipo de mineral.
En las informaciones difundidas a la opinión pública se habla siempre de monacita, en general, como si se tratase de un mineral uniforme, con propiedades y características homogéneas en todos los lugares, cuando la realidad es muy diferente. La monacita, fosfato de tierras raras, comprende un grupo de minerales con composiciones muy diversas y aunque las variaciones en las proporciones de los elementos contenidos son enormes (como les ocurre a las personas, no hay dos iguales), se pueden agrupar en dos grandes familias. En primer lugar, las monacitas amarillas, las más frecuentes, generalmente provenientes de rocas graníticas, que contienen mayoritariamente tierras raras “ligeras”, como el lantano y el cerio, junto con proporciones elevadas del elemento radioactivo torio (8 % en promedio) y, en menor medida, de uranio.
Y, en segundo lugar, las monacitas grises, mucho menos frecuentes y desconocidas (su descubrimiento fue relativamente reciente). Este tipo de monacita aparece asociado a materiales sedimentarios, son ricas en tierras raras más “pesadas” como el neodimio, samario o el europio con valor económico mucho más elevado y poseen contenidos mucho menores de torio y uranio (menos del 1 % entre ambos elementos).
Esta diferencia de composición hace que las monacitas grises, al contener cantidades ínfimas de uranio y de torio, tengan un impacto radiológico en su entorno totalmente inapreciable. En este contexto, es interesante mencionar que los primeros hallazgos de monacitas grises en Castilla -La Mancha fueron realizados en Montes de Toledo por el departamento de Geología de Minas de Almadén y Arrayanes en los años 80 del pasado siglo, aunque en aquellos momentos las tierras raras aún no estaban de moda y no se prestó gran atención al hallazgo, que pasó desapercibido para la opinión pública. En cualquier caso, se trataba de minerales muy similares a los de Matamulas, tanto en morfología, como en composición y contexto geológico. Cuando las monacitas grises fueron descubiertas, la primera comprobación que se realizó sobre el terreno, mediante el conocido contador Geiger, fue medir el nivel de radioactividad en la zona. Y los valores que se detectaron fueron bajísimos, despreciables al estar situados dentro del rango de los denominados valores de fondo.
Debe recordarse, porque suele existir algo de confusión al respecto, que la radioactividad no es una invención humana y forma parte de la naturaleza. En cualquier lugar y en cualquier objeto, desde la sal que guardamos en la cocina hasta en el suelo de las macetas en nuestros balcones pasando por nuestro propio organismo, se detecta la presencia de un cierto valor de radiación, natural y espontanea, que varía ligeramente de unos lugares a otros, pero que es totalmente inocua y que se conoce como valor de fondo. Pues bien, en las áreas donde se descubrió la presencia de monacita en Montes de Toledo, al igual que ocurre en el entorno del yacimiento de Matamulas (tal y como ha sido verificado por el Consejo de Seguridad Nuclear) , los valores de radiación que se detectan están dentro del rango de estos valores de fondo.
Así pues, cuando la plataforma Sí a la Tierra Viva se opone al proyecto de explotación en Matamulas aduciendo la existencia de riesgo por la toxicidad radiológica, está haciendo trampas. En efecto, los ejemplos de contaminación en otros lugares que se aportan como referencia comparativa, son explotaciones de monacita amarilla o de otros minerales como la bastnasita (carbonato de tierras raras). Ambos minerales son muy radiactivos por su contenido en uranio y torio, con unos niveles que no son comparables a los mínimos valores que se detectan en Matamulas. Es decir, que se está introduciendo un temor que no se ajusta a la realidad, porque no se puede hablar de un modo general sobre las consecuencias de la minería de las tierras raras o de la monacita, sin considerar y calibrar las características específicas de cada tipo de mineral.
Pero no es este el único engaño que la plataforma Sí a la Tierra Viva introduce en sus comunicados, porque el eslogan elegido (no a la mina, sí a la vida) encierra otra gran mentira, como si la continuidad de la vida y la explotación minera fuesen excluyentes, algo que es radicalmente falso. Este tipo de mensajes son muy del gusto de algunos grupos ecologistas, que tienden a plantear disociaciones excluyentes, muy efectistas, aunque carezcan de fundamentos. En Salave (Asturias), se ha planteado una situación similar a la de Matamulas ante la explotación subterránea de un yacimiento de oro, y en este caso el lema elegido ha sido oro no, vacas sí, borrando de un plumazo la compatibilidad mantenida durante dos siglos entre la minería subterránea del carbón y la ganadería lechera más emblemática de España. Pero, además, no son sólo las vacas quienes pueden continuar con su actividad normal por encima de una mina subterránea. Si no, que se lo pregunten por ejemplo a los ciudadanos de la villa industrial y turística de Gijón, que llevan más de cien años disfrutando de una playa situada encima de las galerías de una mina de carbón. O a los de Johannesburgo, con un área metropolitana de nueve millones de habitantes, en cuyo subsuelo se explota el oro a más de mil metros de profundidad.
Es cierto que la explotación de Matamulas no sería subterránea y precisaría que, de manera temporal y transitoria, el suelo fuese removido de su emplazamiento, excavando hasta unos pocos metros de profundidad. Pero la tecnología y la maquinaria hoy disponible (además de que así lo prescribe la actual legislación minera vigente), permiten rehabilitar totalmente el lugar de la explotación cuando ésta haya finalizado. Existen muchos ejemplos en el mundo donde se puede pasear por encima de una antigua explotación y donde, gracias a la moderna tecnología, los vestigios de la actividad minera son totalmente inapreciables porque el paisaje ha sido completamente restaurado. Y los ciudadanos de Castilla – La Mancha no pueden dudar de esa realidad, porque desde hace décadas tienen en su territorio un ejemplo modélico y pionero de esa tecnología. Para quien no lo conozca, basta con desplazarse a Puertollano (no muy lejos de Matamulas), y comprobar como la antigua mina de carbón de ENCASUR, una enorme cantera, muchísimo más grande y profunda que el somero hueco que sería necesario excavar para extraer las monacitas, está hoy rellena y cubierta por una excelente plantación de olivos.
Es decir, que si el mineral no presenta la toxicidad radiactiva que afirman los ecologistas y la explotación no tiene por qué suponer el punto final de la vida habitual en la comarca, ¿cuáles son las razones reales que impiden la puesta en explotación del yacimiento de Matamulas? A la luz de lo expuesto y sin dudar de la buena voluntad de las personas que se oponen a la explotación, buscando lo mejor para su futuro, cabe preguntarse si están adoptando las decisiones correctas. ¿No sería más adecuado y conveniente que los grupos ecologistas aportasen ideas, contribuyendo a un óptimo desarrollo medioambiental del proyecto, en lugar de hacer una oposición frontal basada en argumentos falsos? ¿No estará perdiendo Matamulas una magnífica oportunidad de desarrollo ante el beneplácito de China, la principal beneficiada de esa postura?
Enrique Ortega Gironés, geólogo de Minas de Almadén entre 1982 y 1996
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