20/09/2024 19:38
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Erase una vez, en un país nada lejano pero extraordinario, un grupo de amiguetes, unidos por la incompetencia, ruindad e ineptitud, salpicada con grandes dosis de psicopatía en algunos de sus miembros. Se dedicaban “en exclusiva” al, cero productivo, activismo callejero. Revindicaban derechos y libertades descabelladas y generaban gran crispación social. Asiduos a la Escuela de Frankfurt, esgrimían con cierto arte, la capacidad de vaciar las cabezas de las “buenas gentes” y llenarlas de culpa, angustia, impotencia y miedo.

Un año fatídico, tras repetidos intentos, robar unos cuántos votos y ante el horror de muchos, consiguieron alcanzar el poder pasando así, a mangonear desde lo alto y a lo grande. La resistencia los conocía como “los progres”.

Antes de alcanzar el poder, no daban ni golpe, viviendo de las ayudas del estado. Después, otra vez, a base del Estado (es decir el pueblo) vivían a cuerpo de Rey, aunque, paradójicamente, aborrecieran esta figura. Para no perder sus sillas, su principal ocupación residía en inventar realidades con las que, a través del miedo, conseguir la obediencia de una gran masa a la que, previamente, habían arrebatado el pensamiento propio. Bajo esos gestos, una clara intención: convertirlos en sus propios policías del pensamiento. Y crearon un gran ejercito que controlaba todo el territorio.

Había que reconocerles su talento. Por un lado, para convertir al pueblo en individuos sumisos, inseguros, dependientes, que, voluntariamente, entregaban su poder.  Por otro, para sacarse problemas del sombrero y vender soluciones que, lejos de remediar nada, crispaban la convivencia y separaban a las familias.

Eran tan buenos actores, que hacían creer que lo estaban dando todo, que su preocupación por el pueblo era real. Desde el “encorbatado estirado” hasta el “rapero chepado”, pasando por “la señora de” al “del ministerio a la óptica” o “yo nunca estuve allí, aunque si fui, pero esto no es lo que parece”. Cada uno en su estilo, iban desparramando veneno almibarado en la dosis justa para solo intoxicar y dejar atontado al pueblo. Pero, la avaricia es muy mala y crece exponencialmente como el meollo de la historia, haciendo que se pueda ir de la mano, la dispensación de cianuro y estramonio.

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Como así fue.

Del lejano oriente, comenzaron a llegar mensajes de alarma de una amenaza real. Ellos reían mientras sus pandemias y catástrofes inventadas, copaban las noticias calumniando al peligro verdadero.

La alarma se activó en occidente, pero ellos continuaban embriagados de sí mismos, burlándose de todos aquellos que avisaban del peligro.

Eso si, de puertas para adentro, temían por ellos.

Esta amenaza real, ponía en serio riesgo la única salud que les importaba, la de su retórica vacía, la que les mantenía en el poder. Se acercaba el día F, la fiesta mayor del reino donde se adoraba a la que, hasta ahora, se había mostrado la herramienta más efectiva para envenenar al pueblo, la flauta de Hamelín mas afinada: la M·OCHO.

Nada ni nadie podía boicotearla y mucho menos una “corona mandarina”.

La soberbia totalitaria que les caracterizaba les impelía a desobedecer las directrices dictadas desde instancias superiores al reino. El desprecio más absoluto hacia el bienestar de sus parroquianos terminó de cocinar el plan. Activaron a todos sus títeres en los medios locales y nacionales para instar a la población a movilizarse, desplazarse desde sus domicilios seguros a las grandes cajas negras que ellos mismos iban a conformar, llenas de demagogia, eslóganes llenos de despropósito y odio.

Y así lo hicieron.

Cientos de miles en todo el país, desde los pueblos a las capitales de provincia culminando en la capital del país, cantaron y danzaron al son de la flauta.

Juntando sus voces y sus células, crearon grandes cajas negras.

Comieron y bebieron. Volvieron a casa. Felices y enfermos.

La única amenaza real vivida en décadas asoló todo el territorio. La soberbia y el totalitarismo están reñidos con el interés genuino por el prójimo. La población se tuvo que encerrar en sus hogares mientras sus seres queridos morían solos en los hospitales. Las calles vacías comenzaron a llenar las cabezas del pueblo.

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Despertaron las almas. Elevaron el vuelo nuevas ideas. Los corazones su unieron. Prevalecieron los buenos. Unidos derrocaron a este Gobierno apodado “Cucal” por su letalidad, para quien las “buenas gentes”, no eran mas que cucarachas que envenenar y exterminar.

Ellos, garrapatas chupocteras, sanguinarias, se creían más fuertes.

Subestimaron a su pueblo.

Les creyeron cucarachas sin recordar que éstas sobreviven hasta a una guerra nuclear.

Y no solo sobrevivieron a la pandemia.

En su dolor, vencieron al miedo.

Y fueron libres.

Y la corona asiática, paradójicamente, mató al totalitarismo.

Nunca se había antepuesto la propaganda política desde una psicopatía rabiosa a la integridad del conjunto de los españoles. Nunca, hasta ahora.

Ustedes votaron. Todos caemos. Juntos, levantaremos.

En nuestra mano está no repetir el cuento.

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