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Aquel año de 1885 fue trágico para España y especialmente para Madrid porque fue, entre otras cosas, el año de la Gran Epidemia de Cólera que se llevó por delante s miles y miles de madrileños (119.493 muertos y 395.986 invadidos), entre ellos el propio Rey, don Alfonso XII.

Pero, además la situación política era un volcán a punto de erupción, como consecuencia del resurgimiento de los republicanos, un verdadero desastre económico y un Rey que tras la muerte de su primera esposa y prima, doña María de las Mercedes, había perdido el Norte y se había hundido por entre los burdeles de la capital.

Bien, pues en ese ambiente de angustia civil, se produjo un hecho que vino a agravar el Estado de la Nación: el asesinato del recién nombrado Obispo de Madrid, el primero que se creaba, el Obispado de Madrid-Alcalá, separándolo del de Toledo, del que dependía desde hacía varios siglos.

Pero, para conocer lo que fue aquel asesinato y aquella muerte me place reproducir el magnífico relato que escribió y publicó el año 2018 don Tomás Gismera Velasco.

El asesino fue el cura Cayetano Galeote.

Su Ilustrísima, cuando el tren procedente de Pozuelo de Alarcón se detuvo en la estación de Norte, en aquel caluroso 2 de agosto de 1885, esbozó una sonrisa que, a las claras estaba, venía forzada por la situación. Llegar a Madrid, poco antes de las cinco de la tarde, procedente de las frescuras de Ávila, cuando Madrid se ahogaba en una de las más mortíferas epidemias de cólera y el clero madrileño veía con ojos turbios la llegada del hombre que, como primer obispo, debía de poner orden en la diócesis no era, ni mucho menos, la mejor bienvenida que podía darse a don Narciso Martínez Vallejo-Izquierdo. Aun así, Su Ilustrísima ofreció aquella simpática sonrisa a los ministros, al Alcalde de la ciudad, a los concejales, a los clérigos…

Se dejó besar el anillo y, tras las palabras de rigor, de bienvenida y agradecimiento, subió a la carroza que lo tenía que llevar a la iglesia de Santa María, desde donde debía de iniciarse la procesión que, a pie y bajo palio, lo conduciría a la catedral de San Isidro, en la calle de Toledo.

Entre el acompañamiento no faltaban personajes de Guadalajara, puesto que aquel hombre, llamado a ser el primer obispo de la nueva diócesis madrileña había salido de tierra de Guadalajara, de un pueblecito molinés, Rueda de la Sierra. Desde Molina llegaron a Madrid unos cuantos comisionados; y en el acompañamiento también figuraba el doctor Creus, y don Alejo, su primo y su secretario.

Procesión fúnebre del traslado de los restos del Obispo, del Palacio a la Catedral

 

La procesión iniciada a las puertas de Santa María y con final en la catedral daba cuenta de la magnificencia del momento histórico que Madrid vivía. Lo contaron los periódicos de la época: El orden de la procesión fue el siguiente: Guardia civil a caballo; cofradías y Sacramentales con 20 estandartes y 2 pendones; 19 mangas (cruces) parroquiales y música del Hospicio; la manga de la parroquia de Santa María; seis seminaristas de Toledo; individuos del clero de Madrid en número de 300… Después marchaba el señor Obispo, con mitra y capa pluvial, el báculo en la mano izquierda; con la derecha iba bendiciendo al público, que se arrodillaba a su paso; las varas y cordones del palio eran llevadas por individuos del Ayuntamiento…

Tras las solemnidades de rigor en la catedral, se retiró con los suyos a sus habitaciones del palacio episcopal, a unos pasos de la catedral, en la calle del Sacramento. Cuando se echaron las sombras, con su primo, don Alejo, se echó a la calle y pasó la noche de casa en casa y puerta en puerta, cometiendo una de aquellas locuras que sólo se le podían ocurrir a un obispo recién tomada posesión de su obispado, o a un rey soñador. Pasó la noche visitando y dando consuelo a los moribundos atacados por aquella epidemia de cólera que amenazaba con diezmar Madrid. Un Madrid que, después de lo mucho que se dijo de él, conocía sobradamente a su nuevo obispo. Su biografía llenaba páginas de prensa, para que nadie dijese que no se les contaba de quién se trataba:

Hijo de humildes, pero honrados labradores… Apreciado de todos…

Traslado del cuerpo de Martínez Izquierdo desde el palacio Episcopal a la Catedral madrileña

 

Don Narciso, de niño, ya lo prepararon para entrar en religión. Al menos dos parientes eran eclesiásticos, o lo fueron, por lo que la religión en la casa se vivía de forma excepcional. También los tiempos llamaban a ello. Sus parientes lo educaron, le enseñaron. También el joven mostró cierta devoción al estudio. Lo enviaron a Sigüenza, tras el paso por Molina de Aragón, cuando ya la edad le permitía ingresar en el Seminario diocesano. En Sigüenza se hizo sacerdote, tras el paso por algunos pueblos de Zaragoza, entre ellos Ateca, donde aprendió latín, y tras sentir el dolor de ver morir a la madre cuando apenas contaba con 12 años de edad. Estudió con aprovechamiento los Fundamentos de la Religión, Teología Dogmática, Lugares Teológicos, Historia y Disciplina Eclesiástica, Sagrada Teología… Cuando salió de Sigüenza en la década de 1850, era una eminencia no sólo en el estudio, también era un verdadero erudito en oratoria, a pesar de que, recuerdan quienes lo conocieron, era poco hablador.

De Sigüenza a Toledo, de Toledo a Sigüenza, de Sigüenza a Granada, de Granada a Salamanca. En medio de todo ello los cambios que sufrió España. Sus revoluciones. Las que destronaron a una reina, proclamaron a un rey que dejó el reino a los cuatro días, como quien dice; que proclamaron a otro rey, heredero de aquella reina… Y en aquel río revuelto de la política a don Narciso le propusieron entrar en ese mundo. Diputado, Senador… orador siempre.

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Capilla ardiente de Martínez Izquierdo, en el palacio Episcopal

 

En 1873 fue nombrado Obispo de Salamanca, y en Salamanca se encontraba cuando fue nombrado, en 1885, primer Obispo de Madrid. No parecía muy lógico que Madrid, la capital del reino, dependiese de otro arzobispado, de Toledo. Que Madrid, la capital del reino, no tuviese, todavía, Obispo propio, o Cardenal, o Arzobispo propio. Con fecha 7 de marzo de 1885 se expidió por el Papa León XIII la bula de creación de la diócesis de Madrid-Alcalá.

Dice Antonio García Figar: “Cuando más engolfado se encontraba el Sr. Martínez Izquierdo en sus trabajos apostólicos, formando proyectos para el futuro, entre otros la edificación de una gran basílica en Alba (de Tormes) para trasladar a ella el cuerpo de Santa Teresa, vino a sorprenderle una comunicación reservada del Nuncio de Madrid, anunciándole su promoción a dicha diócesis. En Madrid se recogían algunos eclesiásticos y religiosos a quienes la vida sacerdotal repugnaba, formando un buen grupo de disolutos al frente de los cuales y como cabeza visible, había a la sazón un apóstata, y no falto de ingenio. Las relaciones con el trono y el gobierno eran delicadas por las tendencias revolucionarias anticristianas e inmorales de los dirigentes de los partidos; el pueblo madrileño, bueno en sí, y hasta devoto, sentía demasiado a lo vivo la influencia de los nuevos giros liberales que se daban a las costumbres, de manera que el cargo nada tenía de apetitoso, y sí mucho de molesto, duro e insoportable”.

A pesar de ello lo aceptó con resignación, con un “hágase la voluntad de Dios. Si Dios quiere que vaya a Madrid, iré a Madrid. Tendré paciencia”.

A mediados del mes de julio de aquel año de 1885 dejó Salamanca para no regresar. Era, por otra parte, el segundo Obispo natural de la provincia de Guadalajara que en este siglo XIX ocupaba aquella diócesis. El anterior lo fue don Antolín García Lozano, natural de Atienza, quien la ocupó apenas unos pocos meses. La muerte le sorprendió poco después de su llegada a la capital del Tormes, en 1852.

Sus virtudes las estamparon por todas partes: afable, virtuoso, cariñoso, comunicativo, modesto, atento…

Escenificación del atentado contra Martínez Izquierdo, según la Ilustración Española y Americana

 

Aquello de las visitas a los coléricos, puesto que la epidemia se prolongó hasta el otoño, le dio el sobrenombre de “el obispo de los pobres”. Ya que repartía de su propio peculio limosnas entre los necesitados a los que visitaba sin previo aviso. Lo que aumentó su popularidad, al tiempo que, ordenando el desorden que entonces reinaba en el nuevo obispado, comenzó a ganarse unos cuantos enemigos. Enemigos ocultos, que son los peores, porque no se les ve venir.

No tuvo mucho tiempo para desarrollar su labor, apenas seis meses después de su llegada un cura, con la cabeza alborotada, Cayetano Galeote, en lo que iba a ser uno de los primeros y grandes fastos del obispo en Madrid, el domingo de Ramos, se abrió paso entre el público que aguardaba a su Ilustrísima a las puertas de la entonces catedral de San Isidro, “paso, paso”, cuentan que gritaba, y, a bocajarro disparó contra don Narciso tres disparos con un pequeño revólver que se trajo de Cuba. El motivo estaba en que el obispo, según aquel, le había relevado de su cargo en una iglesia madrileña y después, según el asesino confeso, no lo quiso recibir.

Madrid entero se conmocionó con el suceso, ocupando durante varios días las primeras planas de la prensa, pues don Narciso no falleció en el acto, sino que estaría agonizante, en la sacristía de la iglesia, por espacio de casi treinta horas, con el seguimiento periodístico:

“Tristes recuerdos deja el día 18 de abril, domingo de Ramos de 1886. Al descender de su carruaje alrededor de las diez de la mañana, y subir las gradas de la iglesia de San Isidro, hoy convertida en catedral, se le acercó el presbítero D. Cayetano Galeote y Cotilla y le disparó a quema ropa tres tiros de revólver. Herido gravemente el Prelado concluyó de subir la última grada, sin volver la cabeza, y cayó desplomado sobre las losas del atrio, en donde fue recogido por sus familiares y varias personas que presenciaron la catástrofe.

Se suspendieron los Oficios, y mientras se preparaba un lecho al herido, la gente desocupó aterrada el templo, llevándose sin bendecir las palmas, los ramos de oliva y romero. Minutos después, la noticia de aquel horrendo crimen se sabía en los barrios más apartados de Madrid; y un gran gentío, atraído por la curiosidad o el interés, afluía hacía la calle de Toledo, teniendo que evitar la aglomeración algunos guardias civiles de caballería.

No obstante la alarma y la confusión que las detonaciones produjeron en la muchedumbre, el venerable herido fue trasladado inmediatamente a la contaduría de la iglesia, colocado en una silla y luego en un colchón, reconocido inmediatamente por algunos facultativos, y segunda vez por el Dr. Creus Manso, pariente y médico de cabecera del ilustre Prelado: por desgracia, las tres heridas eran gravísimas y dos de ellas fueron consideradas por los médicos, desde los primeros momentos, como heridas mortales”.

No del todo cierto lo que los medios contaron, pues luego se dio cuenta a través de diversos informes que de haber sido operado a tiempo, el señor Obispo podría haber salvado la vida, a pesar de la escasez de medios que entonces disponían.

Y continuaban los relatos: “El virtuoso Prelado rindió su espíritu a las cinco y cuarto de la tarde del siguiente día 19”.

Una vez muerto fue conducido en procesión al palacio episcopal, donde se organizó la capilla ardiente:

“El acto de la traslación al palacio episcopal, inmediato a la iglesia de San Justo se efectuó a la una de la madrugada en pobre camilla de la casa de socorro del distrito; la capilla ardiente fue instalada en una pieza del entresuelo, con rejas a la calle de la Pasa”.

Y dos días después de su muerte, desde el palacio episcopal fue llevado en procesión de nuevo a la catedral de San Isidro para recibir sepultura en medio de la conmoción general de Madrid, que se echó a las calles para acompañar el cortejo, presidido por las primeras autoridades del reino, en representación de la Corte, de luto aún por la muerte reciente del rey Alfonso XII, y de Madrid, y por sus hermanos Juan y Alejo, con su capa parda representativa de los hidalgos castellanos, en nombre de la familia. La procesión fue semejante a la que apenas seis meses antes lo llevó en volantas a la catedral, para ser el primer obispo de la nueva diócesis. Sólo que esta era de duelo:

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“La conducción del cadáver desde el palacio a la catedral se efectuó a las cuatro de la tarde y fue un acto imponente: todas las calles de la carrera, San Justo, Cordón, Sacramento, Mayor, Ciudad Rodrigo, Constitución y Toledo; todos los balcones, estaban llenos de gente, que saludaban con respeto el ataúd descubierto, llevado en hombros de ocho sacerdotes; todos miraban conmovidos aquel rostro sereno y majestuoso, aquella frente llena de sabiduría y altos pensamientos pocos días antes, aquella mano que pocos meses antes bendecía al pueblo en los mismos sitios, y aquella boca que pronunció al caer sobre las losas del atrio de San Isidro la frase magnánima y piadosa dirigida al matador: “yo te perdono”, mientras el otro gritaba: “ya me he vengado”.

Presidían el duelo el Nuncio de Su Santidad; los ministros de Gracia y Justicia, y de la Guerra; el Marqués de Santa Cruz y un gentilhombre de cámara de Su Majestad; el Gobernador de Madrid y sus dos hermanos, D. Juan y D. Alejo, que llegaron a Madrid el día anterior, vistiendo ropas modestas y larga capa de paño pardo; y era espectáculo curioso el de aquellos dos honrados labradores asistiendo en su humilde traje de gala al suntuoso entierro del hermano que se elevó a las más altas dignidades y a quien honraban en muerte las grandezas todas de la Nación.

Los estandartes de las cofradías, las cruces parroquiales, el clero y la comitiva, entraron en la catedral: un sepulcro abierto recibió el venerable cuerpo del primer Prelado de Madrid, y la losa, todavía sin nombre, le cubrió para siempre.

El juicio a Galeote se llevó a cabo unos meses después, con la presencia en las distintas sesiones de un nutrido grupo de periodistas que dieron cuenta de las locuras del cura asesino, para el que se pedía la pena de muerte. El propio Cayetano Galeote pidió defenderse a sí mismo, y durante horas y horas trató de demostrar que su acción había sido justa y ordenada, y lo que había hecho lo hizo porque lo tenía que hacer.

Entre los periodistas, de los más sonoros nombres patrios, se encontraba también Benito Pérez Galdós, quien con maestría novelística narró todas las sesiones para la prensa argentina.

Galeote fue condenado a muerte, a pesar de que recurso tras recurso, por cuenta de abogados a los que Galeote negaba sus derechos, se consiguió que se aceptase su demencia, siendo encerrado de por vida en el manicomio de Leganés, en el que falleció a muy avanzada edad en 1920, tras protagonizar unas cuantas situaciones dramáticas, con fugas del manicomio y persecuciones policiales incluidas.

Don Narciso Martínez Izquierdo, que ha pasado a la historia por su trágica muerte como primer Obispo de Madrid llevó a cabo, a lo largo de su vida, una enorme obra en beneficio de sus administrados y de la iglesia. Su vida, a pesar de los muchos textos que hablan de ella, se traza en dos obras fundamentales: “Vida del Excmo. E Ilmo. Sr. Doctor Don Narciso Martínez Izquierdo”, de Antonio García Figar (Madrid, 1960), y ante todo en la reciente biografía debida a Francisco Martínez de Coro: “Martínez Izquierdo, Diputado, Senador y Primer Obispo de Madrid-Alcalá”. También el crimen de Galeote ha ocupado sus páginas literarias, relatado por Benito Pérez Galdós en “El crimen del Cura Galeote”; y más recientemente por el firmante, en: “El crimen del Cura Galeote. Asesinato del Primer Obispo de Madrid”.

Don Narciso Martínez Izquierdo, primer Obispo de Madrid, nació en Rueda de la Sierra (Guadalajara), el 29 de octubre de 1830; murió en Madrid, el 19 de abril de 1886, a consecuencia de las heridas recibidas por los disparos efectuados por el cura Cayetano Galeote el 18 de abril de 1886, Domingo de Ramos.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.