18/10/2024 09:54

Hace unos años, discutíamos en nuestra comunidad filosófica acerca del modo correcto de definir al tiempo histórico que nos toca vivir. Para algunos, el término “Posmodernidad” bastaba para alumbrar la esencia de una realidad histórica que se caracterizaba por el eclipse de las grandes ideologías. Otros, siguiendo al sociólogo polaco Zygmunt Bauman, preferían hablar de “Modernidad líquida” para referirse a una escena caracterizada por el cambio constante, por la fluidez, por la falta de consistencia: un epítome de permanente incertidumbre. Alguno otros en cambio – entre los que me incluyo -, optábamos por hablar de criptoidealismo como un tiempo de solipsismo larvado, sin la potencia del gran idealismo del siglo XIX, pero nieto espurio de este, y, por consiguiente, negador de las esencias permanentes.

Nuestro tiempo está signado por un subjetivismo babé, como esas tortillas en la que no coagula el huevo. En síntesis, el criptoidealismo es un idealismo no consciente de sí, los sedimentos de aquel movimiento poderoso, de enorme influencia en las conciencias, aún penetran en las almas y en las instituciones. Lo notable es que, con el crecimiento exponencial del subjetivismo, inversamente proporcional, decrece la espiritualización de la persona. Con lúcida mirada diagnóstica lo han visto Theodor Adorno y Max Horkheimer cuando en su Dialéctica del Iluminismo (1944), sostenían que con la reificación del espíritu también habían sido adulteradas las relaciones internas entre los hombres, incluso la de cada uno con su propia subjetividad. El antiguo animismo había vivificado las cosas, pero la nueva técnica reifica las almas.

Una de las invenciones revolucionarias que han cambiado para siempre nuestro peregrinar por este valle de lágrimas – disculpas por la expresión barroca -, es el mundo cibernético y la infinita capilaridad que se abre en él. Un ejemplo paradigmático en este sentido, son las llamadas redes sociales, las cuáles si bien por un lado amplían el horizonte de nuestros contactos, por otro lado, crípticamente (y este es el secreto que debe ser siempre velado), son fieles a su nombre: “redes”, es decir, mallas de encierro. Las redes sociales potencian la endogamia subjetiva.

En medio de este escenario surge un término fetiche: algoritmo. Aparentemente, el término proviene del latín tardío algobarismus, y este, a su vez, del árabe ḥisābu lḡubār, que significa “cálculo mediante cifras arábigas”. Otras fuentes indican que la palabra algoritmo alude a “al-Khwārizmī», sobrenombre del célebre matemático Mohamed ben Musa. Khwārizmī. Lo cierto es que el término, tomado de la antigua matemática se ha reconvertido conforme a los nuevos lenguajes e intenciones digitales, que nunca son neutros. Sucintamente, el algoritmo es una fórmula que permite a las redes sociales recabar información sobre el comportamiento del usuario para, a partir de esos datos, priorizar aquello que va a mostrar.

Somos la intimidad que ventilamos, las pasiones torpes que colgamos en los tenderos que dan a la calle, la radiografía pública de lo que nosotros mismos generamos. De este modo, la persona humana se transforma en “data”, intimidad ofrecida a los poderes sistémicos, al tiempo que levanta las paredes de su propio gheto. Las redes sociales a través del instrumento del algoritmo, reeditan una y otra vez aquellas burbujas de aislamiento con las que nos cantaron el arrorró en la coyuntura coronavírica. Las redes sociales nos hacen rizar el rizo de aquello que queremos ver y oír. Ya lo hemos dicho alguna vez, el hombre contemporáneo anhela el entretenimiento, que es el reverso cutre del verdadero sentido de la fiesta. El hombre que está “entre-tenido” es aquel que nunca está en él, no mora en su riqueza interior, sino que está “tenido entre”: al entretenido, lo están teniendo.

¿Cómo se ve puede ver esto en una imagen concreta? En materia política, por ejemplo, aquellos que en nuestra Argentina consumen cantinela opositora, creerán que la revolución social está a la vuelta de la esquina. Los que escuchan los cantos de sirena del rockstar que ocupa la Casa de Gobierno, creerán a su vez, fervientemente, que vamos hacia la redención definitiva. Asimismo, algunos paisanos de buena voluntad, que viven en la intrahistoria de sus lecturas y micromilitancias, estarán prestos a rubricar con su convencimiento, las profecías sobre el inminente despertar del espíritu criollo.

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Juan Manuel de Prada, que siempre tiene ocho adjetivos cuando a mí se me caen tres, escribió en ABC hace más de dos años, que nunca como en este tiempo se había logrado inculcar en las personas las mismas inquietudes que interesan a los manipuladores. Es verdad, el imperio del subjetivismo babé, goza de muy buena salud.

Diego Chiaramoni

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Diego Chiaramoni
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Lau.Pucela.07

La metáfora del subjetivismo «babé» me ha hecho reir pero es bien gráfica, una interioridad chirla. Escueto, crítico,claro. Enhorabuena.

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