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Mientras que el demagogo dice aquellas mentiras que el pueblo quiere oír, la función del moralista es expresar aquellas verdades que el pueblo no quiere escuchar. Y ahora el pueblo desea seguir ignorando que se halla en el umbral de una nueva etapa apocalíptica, creada por los Señores del Poder y suministrada por sus esbirros y mandarines.
El humo de los incendios y el hedor de los cadáveres apilados por la guerra envuelven los campos y las ciudades en Ucrania y Oriente Próximo. Y, en lo que nos atañe, la prensa española lo comenta fingiendo escandalizarse mientras oculta que, en las décadas de la Transición, España no ha escapado de la herejía ni de la ruina. Durante el reinado de los dos últimos borbones, vasallos de los nuevos demiurgos, la situación se ha hecho desesperada. Y aunque de momento no existan conflictos sociales ni algaradas populares sangrientas y las víctimas disfruten de una paz ficticia, la fuerza moral, económica e internacional de la nación está rota, a expensas de los vientos internacionales, que son amenazantes.
La prensa española, esa mafia mediática vendida a la canalla oligárquica, ignora a propósito que reina el silencio del espíritu entre las ruinas urbanas y sobre los campos abandonados. Los españoles, sin alma, sin futuro y sin esperanza, se arrastran consumiendo los últimos restos de la tramposa sociedad del bienestar, los últimos fulgores de un horizonte que se oscurece. Españoles que al encontrar en el camino gente desconocida pasan sin mirarse, recelosos; turba que ve alejarse el sol incapaz de impedirlo y que al llegar la profunda noche se conducen por ella como muertos verdaderos. Si esto acaba como parece, ni una gota de sangre les quedará que no tiemble.
Entre guerras de todo signo y ganancia a las que los españoles acuden sin motivo, rompiendo su sabia neutralidad activa del último siglo, la tragedia flota por el cielo de la patria. Un drama doméstico y una catástrofe general de horror y sangre que la multitud no acaba de identificar. Un incremento de enfermedades inducidas y suicidios derivados. Un drama doméstico y social que se caracteriza por penosos conflictos familiares (conyugales, filiales, etc.), laborales y sociales. Y una tragedia de horror y sangre que apunta hacia los asuntos donde intervienen la venganza, la crueldad, la felonía, el terror, el crimen; donde habitualmente imperan la corrupción, la violencia física, la perfidia, el desenfreno, la locura, el holocausto de la infancia, el libertinaje más atroz.
Preferencias que ponen de manifiesto una inclinación morbosa hacia temas de ferocidad melodramática y grotesca. Inclinaciones reveladoras de que los españoles han encaminado sus pasos por erróneos senderos, desoyendo al prudente moralista y siguiendo los engaños de traidores y demagogos. La depravación existente constituye un síntoma brutal del hondo temor imperante. ¿Qué depresiones han cruzado o qué sujeciones han encontrado sin saberlo para perder hasta tal punto la esperanza de seguir adelante y acabar con sus victimarios?
A la primera herida que les causaron los abusos y los crímenes de los malhechores, debieron poner inmediatamente pies en pared y enfrentarse a los ruines puñales esclavistas. Ahora ya es tarde, y de la mano del capitalsocialismo, el creciente desasosiego desarrollado en la sociedad española por ultrajes e iniquidades ha exacerbado los bajos instintos de un submundo de tarados mentales y morales, acrecentando el gusto que estos sentían hacia sus bestiales exhibiciones.
El resentimiento y el morbo que este grupo de psicópatas y pervertidos revela se remonta a los orígenes mismos de la aciaga Transición al darse carta blanca al saqueo de las personas y del Estado, al autorizarse los pelotazos financieros y los espectáculos de perversión sexual, al consentirse la humillación del idioma común, el asalto de la justicia y de las fronteras, la repulsiva cultura LGTBI, los centrifugadores despropósitos autonómicos, la emasculación de los ejércitos y de la policía, y toda la parafernalia dirigida a la reglamentación del crimen y de su impunidad. Y así, a causa de la complacencia, de la exagerada devoción o de la propia implicación de los círculos áulicos y sus agentes, con constantes incitaciones y reclamos, los engendros se han ido tornando cada vez más ásperos.
En consecuencia, el crimen y la depravación y su esplendoroso porvenir quedó indisolublemente ligado, como tantos otros escándalos, a la suerte de la desgraciada Transición, de modo que la sociedad ha tenido que compartir el amargo destino de ésta. Y de nada han servido las objeciones que, desde los comienzos, una minoría ha enunciado contra estas costumbres degradantes. Y ahora, aquella gente que nunca quiso compartir la lucha y las fatigas de las víctimas, creyéndose invulnerable a las abominaciones de sus ídolos de barro, reelegidos una y otra vez; aquella gente, como digo, que, tras el señuelo hedonista, se ofreció por sí misma a vivir una vida soez, sin atisbos de gloria, se encuentra al borde del foso y a punto de sentir, si no lo ha sentido ya, el frío que antecede a la miseria o a la muerte.
Ahora, como digo, el humo de los incendios y el hedor de los cadáveres apilados por la guerra envuelven los campos y las ciudades en Ucrania y Oriente Próximo. Un avance del Apocalipsis, si algo no lo remedia. Y ante ambas guerras, los españoles -el mundo- se dividen, sin caer en la cuenta de que las guerras no se hacen para que viva o progrese el pueblo, y menos los espíritus libres, sino para que los amos de la Tierra puedan vivir mejor aún de lo que viven; siempre, por supuesto, en nombre de la paz. Esa paz bajo cuyo nombre el pueblo no sólo es traicionado, sino también enviado al conflicto como carne de cañón.
Porque el origen de toda guerra es el amor a sí mismo y a sus riquezas o supremacías que tienen los poderosos del mundo, un apego que se convierte en soberbia de lo poseído y codicia de lo que tienen otros. Por eso se pelean entre sí y se quitan sus reinos y sus recursos, no como los pájaros que bajan a pelearse entre ellos por el gusano, sino valiéndose de las hormigas que son para ellos la humanidad. Peleas no de tordos y picazas, sino de falcónidos, gerifaltes y buitres, que luchan desde sus alcázares como enconados enemigos, tratando de destrozarse fieramente y dejando muchos despojos plebeyos sobre la tierra.
Ya que los jueces terrenales que nos hemos dado son incapaces de hacer justicia -ellos sabrán por qué-, los espíritus libres, como en los más relevantes episodios bíblicos, piden venganza a Aquél capaz de juzgarlo todo. El fiel destino, cumplidor de las disposiciones del cielo, es tan poderoso que, así afirme o niegue el hombre tal o cual cosa, sucederá en un día lo que no ocurrió en mil años y así están todos nuestros actos sometidos al examen del azar.
Pero nunca las gentes de bien tendrán la dicha de admirar esa justa venganza que, según creen algunos, tiene la Providencia escondida en sus arcanos. Nunca existirá el final de las tragedias que, con todas las armas posibles, incluida la lanza de Judas, es decir, la traición, están provocando esos Guías pacíficos y dialogantes, tanto contra nuestra patria desde zarzuelas y moncloas, como contra el resto del mundo desde onus, otans, oms y demás fanáticos altares de sacrificios.
Sólo cuando cada hombre ame a sus hermanos como a sí mismo, la verdadera justicia endulzará el deseo de los libres de ver encadenados a los diablos, y dejarán de existir las hecatombes. Es decir, amables lectores, siempre existirá el dolor. Porque la inmensa mayoría de los seres humanos no aman a su prójimo como ellos se aman y porque en la Naturaleza no hay premios ni castigos, hay consecuencias.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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