
A los autodenominados rojos les gusta divulgar que han nacido para ayudar al pueblo. Ya se sabe: la igualdad, la libertad, la fraternidad… y todo eso. Pero, como su propaganda está repleta de milongas, en cuanto se alzan con el mando se olvidan de promesas, anuncios y proclamas y se dedican a lo suyo, que es apropiarse de la bolsa común y alargar la mano a sus secuaces para ayudarles a subir. Esto es, negar todo bien a los buenos y dar a sus favorecidos cuanto quieren y está en su gusto: a los ladrones las riquezas, a los cobardes los triunfos, a las berceras y bardajes los honores, a los soberbios las honras, a los ambiciosos las dignidades, a los adictos de la plebe las migajas, a los ignorantes los aplausos, y a los mentirosos e insidiosos todo, porque hay que conservar el linaje.
Tienen la pasión avasalladora del poder, pero no para dedicarla a la empresa de mantener el genuino concepto de Estado, sino para satisfacer su sed insaciable de riquezas y su prepotente rodillo sociopolítico. Y para conseguirlo una de sus prioridades es rodearse de advenedizos sin conciencia que les sean absolutamente incondicionales. Porque una de sus funciones más singulares es la del nepotismo, esa morbosa inclinación a la privanza de todo tipo de resentidos y delincuentes, los cuales, siguiendo el ejemplo de sus protectores, se apuntan con presteza al fabuloso enriquecimiento. En la secta roja, como en todas las facciones, se protege a los favorecidos con rigor, siempre que estos cumplan a rajatabla la correspondiente omertá. Porque en toda camarilla que se precie, tanto es menester atender a la cosa elogiada o vituperada como al que elogia o vitupera.
Estos amigos, más sus militantes de entre el vulgo, demócratas de aluvión, no tienen gusto ni voto político, pues viven del ajeno, que la gran mayoría gustan de lo que ven gustar a otros. Alaban lo que oyen alabar a los «putos amos», y si les preguntas en qué está lo bueno de lo que celebran, no saben decirlo, de modo que viven por otros y se guían por entendimientos ajenos, pues su ausencia de lucidez les impide tener juicio ni voto propio. De ahí que hablen más que razonen y rehúyan toda controversia doctrinal, alimentándose de consignas y arrimándose a sus guías. Nunca los verás acompañados de sí mismos ni pasearse pensando. Ni menos hablando con Platón u otros sabios equivalentes. De modo que les resulta imposible alcanzar la estimación propia, y ceden su ignorancia y su malicia a la secta que los acoge para, aprovechándose de su proliferación, colaborar en la degradación cívica.
Es bien conocido que los grupos políticos donde vivaquean los rojos y sus adherencias son muy peligrosos, infestados siempre de ladrones y, aunque esto se sabe, no pocos toman sus caminos, haciéndose al cabo todos ladrones, incluso robándose entre ellos. Porque entendiendo una buena parte de la sociedad cuál es el camino de los perdidos, se apuntan a él, conscientes de que a su lado podrán medrar sin dar un palo al agua. ¿Puede comprenderse tal abominación? Y viendo entre ellos algunos personajes con cierto relieve, si se les pregunta se excusan diciendo unos que allí no están, que allí les ponen; o persisten otros en continuar con la matraca ideológica, moliéndose y moliendo, sin avanzar un paso nuevo ni llegar jamás al centro, porque de lo que se trata, en definitiva, es de seguir habitando la cueva del tesoro, ese pesebre tan sombrío como rentable, que la propaganda de turno, además, lo transforma en palacio dorado, ejemplo de honradez.
Ninguno de estos prosélitos de pesebre halla la salvífica meta doctrinaria, pues ni existe ni es en realidad lo que les preocupa, sino la voraz codicia, y así, todo se les va en iniciar la senda para luego detenerse, sentándose en un sillón que podía ser o no ser el soñado, pero pasando cómodamente en él sus horas. El caso es que nunca acaban sus enredos, paran y arrancan y vuelven a parar, no acertando a dar un paso, pero mamando siempre de la ubre estatal. No obstante, algunos hay que, pese a la experiencia histórica, siguen presumiendo de haber tomado la ruta solidaria por la que ningún humano ha caminado nunca (volvemos a lo de la igualdad, solidaridad, etc.), mas no logran encarrilarse por ella, si bien, hallándose perdidos, para volver al punto de partida gustan destrozarlo todo, sufriendo su capricho los demás.
En la Iglesia Roja, envidiosa de la excelencia y de los sabios, y pécora madrastra de la patria, no van de la mano los premios con los méritos, ni los castigos con las culpas. De modo que el más ruin jabalí se come la mejor bellota, y al jumento más necio le conceden el más distinguido bastón de mando. Y a los muchos yerros, añaden un profuso agitprop para ocultarlos. Con lo cual todo va a malas y a locas, en tanto se va degradando la convivencia y destruyendo la nación.
Porque, apropiándose del Estado, los más pervertidos consiguen confundirlo todo. Hay miles de personas valiosas esperando una responsabilidad, pero los rojos, en viendo un personaje noble, huyen de él como el conde Drácula de los crucifijos, y gritan desquiciados: «¡Hierros a ése y estigma a quien lo ayude! Es un hombre noble; no conviene». Y así consiguen que haya muchos en esta sociedad que prefieran mantenerse en la ignorancia a sufrir a un maestro; y en persistir en el vicio a asomarse a la virtud. Y acaban haciéndose mamporreros del rojerío. Por eso es inútil porfiar con los rojos o con sus sucursales y excrecencias. No hay que tratar de reducir al contumaz o al sectario, lo mismo que no se debe ejercitar la medicina con los muertos. Los inconmovibles ante la virtud, los escapistas ante la razón, los fanáticos del dogma y los sádicos en la dominación, es decir, los rojos en su auténtica pureza, son enemigos del género humano.
Autor

- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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