24/11/2024 01:11
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Antes de adentrarnos en su biografía política creo conveniente repasar los orígenes de su vida personal y los cimientos de su gran actividad profesional.

Alejandro Rodríguez Álvarez (estos son sus apellidos naturales), más conocido como Alejandro Casona, nació en Besullo, Cangas de Narcea, Asturias, en 1903.

Pero, dejemos que sea él mismo quien se presente:

«Yo soy de una aldea asturiana, una aldea muy pequeña llamada Besullo, perdida en las montañas. Ahora ya no está tan perdida, porque tiene una carretera, que yo no conozco todavía. El Besullo de mis mayores era aldea perdida, pero no en el sentido de Palacio Valdés, sino perdida realmente en el paisaje, en el monte, donde era muy difícil llegar.

Besullo, fundamentalmente, era una aldea de labradores, pastores y herreros. Mi abuelo era herrero; tenía un mazo romano. Se conservan aún algunos mazos romanos en Besullo.

Me imagino cómo estaban ellos, desnudo el torso y machacando y calentando hierro hasta ponerlo al rojo blanco, que casi aúlla cuando lo meten en agua fría.

De niño, una de las cosas que más me impresionaban era el trabajo del herrero. Hoy me parece que si no fuera escritor y me dijeran qué quería ser en la vida, yo no sé… creo que quisiera ser herrero, como era mi abuelo.

Entre las gentes de este Besullo mío había una gran tradición oral de romances viejos, que se están perdiendo mucho. Cuando yo era niño, y tengo bastantes años, esta tradición oral se conservaba muy viva todavía. Aquellas gentes, después de las faenas del campo, se ponían a recitar o a cantar esas viejas melodías, muy lentas y muy extrañas, que yo ahora sé lo que son, claro: romances famosos de los siglos XIV, XV y XVI, con temas de lobos, pastores, príncipes, encantamientos. Sobre todo, dominaban los temas de encantamientos.

La niebla contribuye a que todas las cosas no tengan un límite seguro, sino una esfumatura, para que no se sepa dónde las cosas empiezan y terminan. En una palabra, que no hay distancia. Usted ve un carro muy lejos y resulta que no está tan lejos, que está muy cerca; o ve una cosa muy cerca y luego resulta que está lejos. Cuántas veces nos ha parecido que estábamos a una gran altura y luego comprobamos que es mentira, que ha sido todo efecto de la niebla, y que uno está en un sitio completamente llano. Estas cosas hacen que el carácter asturiano esté en la lírica un poco, como el galaico y el portugués, que son las tres grandes zonas de lirismo de España.

Yo soy de una familia pobre, y los niños aldeanos no tienen juguetes; pero yo tengo un juguete sensacional, fabuloso, en la infancia: un castaño. Era un castaño al que llamaban «La Castañarona». Cuando se le da el nombre femenino quiere decir allí más grande. Era un castaño… ¡no sé!… No puedo calcular el tamaño. Lo recuerdo tremendamente grande, con el tronco hueco por completo por un rayo, sin ramas. Cabíamos dentro de él siete u ocho niños. Allí jugábamos, subiendo por el tronco, pasando de un brazo a otro. Jugábamos un poco como Peter Pan, un poco como conejos dentro de un árbol. Era prodigioso, porque un día «La Castañarona» era un castillo; otros días, un barco; a veces, un palacio; en ocasiones, un bosque. Siempre, en definitiva, un juguete maravilloso que era muy difícil que un niño de ciudad pudiera tener y nosotros, niños de aldea, poseíamos sin lugar a dudas.

Hemos tenido una bruja, porque en Asturias y en Galicia hay brujas de verdad. Ahora ya no sé; pero cuando yo era chico las había.

A esta mujer todo el mundo la señalaba con el dedo, y se le tenía un poco de miedo, un miedo respetuoso, porque sabía de hierbas y de palabras mágicas. En definitiva, cosas raras con las cuales hacía curaciones o ensalmos. La gente sabía que eso, religiosamente, no estaba muy bien visto y era un poco peligroso; pero, en cambio, era muy útil cuando el cuerpo duele, cuando hay necesidad de un consejo. Los niños la queríamos mucho. Algunos, muy brutos, la tiraban piedras desde lejos para cumplir esa especie de deber que tiene el niño de tirar piedras a los locos y a las gentes que están al margen de lo normal. Y a los perros. De todas las maneras, nosotros la queríamos mucho, y cuando se murió—yo era muy niño—supe que no se la enterraba como a los demás, que había una fórmula distinta para aquella mujer. Creo que se la enterró debajo de un árbol, y esto me dio mucho que pensar.

Estudié el bachillerato en Gijón, mejor dicho, los dos primeros años. Gijón, para mí, fue un descubrimiento sensacional: el mar, la vida urbana, los tranvías.

Yo recuerdo haber ido algunas veces de excursión con los chicos que se escapan hasta el Musel para ver salir los barcos que van a América. ¡Qué lejos estaba yo de pensar que en esos barcos un día tendría yo que ir y estar tanto tiempo en América! Fui muy aficionado al tema de América, porque, como buena familia asturiana, en la mía había mucha gente que había amasado lo que se llama una fortuna en América. Bueno, una fortuna era que volvían con cuatro mil duros y se compraban una casita muy modesta donde vivían hasta que se morían.

En Cuba, en Méjico, en la Argentina, en todos sitios hay gentes de Besullo. En Buenos Aires me ofrecieron una comida los residentes de la aldea de Besullo. Como mi pueblo tiene cuarenta casas, yo esperaba que los residentes en Buenos Aires fueran diez, catorce personas, y resultó que eran como unos quinientos los que asistieron al banquete. Muchos más que los vecinos de Besullo. Eran mis paisanos que habían ido a Buenos Aires y que habían tenido hijos allí. En mi pueblo hay familias de veinte hijos, de los cuales viven en Besullo uno o dos, y los restantes viven en la Argentina. Es asombroso pensar la cantidad de asturianos que hay por esas tierras de América.

Mi padre y mi madre eran maestros los dos. El maestro siempre ha sido entre todos los cargos públicos de España, el peor pagado, de modo que llevaban una vida muy modesta, muy modesta. Lo difícil es que en las circunstancias en que vivían no podían tener una escuela en el mismo sitio juntos. Tenían que vivir obligadamente separados y entonces los chicos teníamos que estar unas veces con papá y otras veces con mamá, como si fuera un matrimonio divorciado.

Pues, como decía, mis padres tenían que separarse para poder ganar más dinero, pero siempre procurando que uno estuviera cerca del otro. Así fueron a Gijón, así fueron a Palencia y a Murcia y, finalmente, a León, el pueblo de mi madre. Porque mi madre era leonesa.

Era la historia, era la geografía, era la literatura lo que más me interesaba. Y ya, en cuanto se trataba de cosas: árboles, metales, fórmulas de triángulos, notaba que me interesaba poco. Necesitaba vida. Y en Gijón empecé a leer.

El primer libro serio, que me deslumbró, fue «La vida es sueño», de Calderón, que tenía mi padre en una vieja edición. La guardaba como un tesoro, con miedo a que sus hijos la alcanzáramos. Aquel libro me daba la sensación de que debía tener algo prohibido, algo extraño; pero no tenía nada de prohibido. Era, sencillamente, una buena edición que no quería que tocáramos.»

En 1922, a los 19 años ya está en Madrid, como alumno oficial de la Escuela de Estudios Superiores de Magisterio y 4 años después obtendría el título de Inspector de Primera Enseñanza. Después, ya casado con su compañera de estudios, Rosalía Martín Bravo, pasaría dos años en el Valle de Arán y en el pueblo de Les (Lérida) nació su única hija, Marta Isabel. Pero, aunque el magisterio y la enseñanza eran su vida ya desde aquellos años le nació la pasión por el teatro y hasta había creado un grupo de teatro infantil. En ese periodo Casona adaptó «El crimen de Lord Arturo» de Oscar Wilde, que fue estrenada en 1929 en Zaragoza por la compañía de Rafael Ribelles y María Fernanda Ladrón de Guevara (fue allí donde apareció por primera vez firmando como Alejandro Casona, en recuerdo de la «Casona del Maestro» de su pueblo natal).

La República le cogió ya en Madrid, donde había obtenido plaza como inspector, y ya era un asiduo tertuliano de los cafés literarios (entre ellos, el «Pombo» de Ramón Gómez de la Serna) y como todos los escritores e intelectuales celebró la caída de la Monarquía y la llegada de la República, aunque para él la política era algo ajeno y más el tejemaneje de los partidos. No obstante, por su clara vocación didáctica inspirada en el ideario de la Institución Libre de la Enseñanza, le había granjeado buenas amistades en el Ministerio de Instrucción Pública. De ahí que no sorprendiera que cuando el Gobierno Provisional decidió poner en marcha unas «Misiones pedagógicas» para llevar la cultura a los pueblos de España, Bartolomé Cossio, el Presidente del Patronato creado en mayo de ese mismo año de 1931 (la República se había proclamado el 14 de abril) le nombrara a él como director del «Teatro Ambulante» o «Teatro del Pueblo» y a esa nueva misión le dedicaría los 5 años siguientes.

¿Y qué eran aquellas «misiones pedagógicas», a la que un año después se sumó Federico García Lorca? Así las presentó Bartolomé Cossio:

«Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros».

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Los objetivos de las «misiones» eran:

–         Fomentar la cultura general mediante bibliotecas populares, organización de lecturas, sesiones cinematográficas para conocer otros pueblos, sesiones musicales de coros y orquestas, audiciones por radio, exposiciones de arte con museos itinerantes.

–         Orientación pedagógica con visitas a escuelas para conocer su situación con la posterior celebración de una semana o quincena pedagógica y cursillos para maestros, en los cuales les muestran o enseñan cómo dar clases a los niños y los materiales de los que disponen.

–         Convocatoria de reuniones en los pueblos para revisar la estructura del estado y sus poderes.

El propio Alejandro Casona las describiría así años después:

«A semejanza de la Carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable de aire libre, primitiva y jovial de repertorio. Formado por estudiantes y consagrado a auditorios sin letras, no podía ser de otra manera. Durante los cinco años en que tuve la fortuna de dirigir aquella muchachada estudiante, más de trescientos pueblos- en aspa desde Sanabria a la Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana- nos vieron llegar a sus ejidos, sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una educadora experiencia… Era un teatro como el que pasa en la carreta del Quijote: sencillo, montado casi siempre en la plaza pública, con un escenario levantado con maderas toscas por los propios muchachos artistas. Los trajes eran muy sencillos, realizados con un gasto mínimo de unas pesetas, y el carácter general de este teatro era la belleza, predominantemente lírica, aliándose con las antiguas canciones populares corales y los romances tradicionales. El camión que nos conducía hacía su aparición en una aldea, tocábamos los heraldos como compañía de cómicos «en el Corral de Doña Elvira» y en pocos momentos estábamos ya en función, regalando a aquella pobre gente olvidada un poco de recreo y bienestar espiritual. Después obsequiábamos algunos volúmenes para fomentarles una biblioteca y hacíamos un poco de música folklórica del siglo al que se remontaba nuestra representación.»

Sin embargo, las «misiones pedagógicas» no fueron sólo teatro y cultura, porque también allí se metió la política. Sobre todo cuando llegó al Ministerio de Instrucción Política el socialista Fernando de los Ríos, que lo primero que hizo fue encomendarle una labor muy parecida a su «ahijado», Federico García Lorca, con la Barraca. Porque a partir de ese momento junto con la «gente del teatro» llegaban también los «asesores políticos» (luego les llamarían «Comisarios»), que aprovechaban los viajes para hacer propaganda de la República y dar a conocer el marxismo con su lucha de clases y sus ansias revolucionarias.

Fue una de las primeras desilusiones del asturiano Casona, pues estaba convencido que aquellas pobres gentes sólo necesitaban cultura, aprender a leer y a escribir, sobre todo a leer, y por ello siempre buscó los pueblos más apartados y lejanos del mundanal ruido. Todo lo contrario que Lorca y su «Barraca», que sólo viajaba a los pueblos donde hubiese un teatro, aunque fuese pobre, humilde o estuviese en semirruinas. Al menos así lo matizaba Casona al hablar de las diferencias que había entre su «Teatro del Pueblo» y la «Barraca» de Lorca: 

«…La Barraca iba a poblaciones castellanas que tenían un teatro un poco decente, un poco sin cultivar, o de malos repertorios. Allí daban Lope bien presentado, modernamente hecho. Nosotros íbamos a llevar el teatro a los campesinos analfabetos que no sabían lo que el teatro era y que, por tanto, lo veían por primera vez. Por esa razón nuestro repertorio tenía que ser forzosamente más simple, piezas cortas con música y pequeñas danzas. Lo difícil era crear este repertorio, que no existía. Así pusimos en escena los Juicios de Sancho Panza en la ínsula Barataria, y otras cosas que estábamos seguros que iban a merecer una atención del pueblo, del pueblo auténtico, del pueblo aldeano, del pueblo sin libros, del pueblo virgen al que le llegaba por primera vez el teatro. Hoy habrá llegado ya la radio, el cine, la televisión. Entonces no había llegado todavía eso.»

Sí, al principio, y oficialmente, las «Misiones» fueron sólo un vehículo de teatro y cultura, pero muy pronto se transformaron en un vehículo político, ya que junto o al lado de la octavillas y carteles anunciando las obras que se iban a representar en cada pueblo aparecían otras de muy distinto carácter: «Abajo los ricos», «La tierra para el que la trabaja», «Mueran los curas», «Viva Rusia», «Libertad, Igualdad y República» o «No al Ejercito, no a la Guardia Civil».

Sí, también al principio los voluntarios eran universitarios, estudiantes de Magisterio o jóvenes ilusos que se entregaban en cuerpo y alma y sin pedir nada a cambio, pero aquellos ilusos fueron siendo sustituidos por otros jóvenes politizados que salían de las Juventudes Socialistas o de las Juventudes Comunistas (todavía no se habían unificado).

La Izquierda Marxista se dio cuenta enseguida que aquellos «viajes» por la España profunda podían ser una siembra para la deseada Revolución a imitación de Rusia.

Pero, Casona no recibió muy bien el giro que tomaba «aquello» y sin dejar su inmenso trabajo como Director del «Teatro del pueblo», volvió a lo suyo y lo suyo era escribir. Así que robándole horas al sueño repasó, corrigió y amplió las 12 leyendas mitológicas que había ido escribiendo en sus años anteriores y con un título genérico, «Flor de leyendas», las envió al Premio Nacional de Literatura y el Jurado por unanimidad le concedió el primer premio de ese año de 1932. Las «Leyendas» de Casona son, quizás, de lo más bello que saliera de su pluma. Éxito especial tuvo la pequeña biografía (porque, incluso se llevaría después al cine) que le dedica a uno de los grandes de la conquista del Nuevo Mundo: Francisco Pizarro. En su honor me complace reproducir la primera página de aquella biografía:

«Por encima de las murallas asoman sus ladrillos rojos el castillo morisco de Trujillo. En torno, hasta perderse de vista, un inmenso berrocal rodeado de encinas; y entre las masas redondas de granito, charcales de agua sucia y pastos de yerba verde.

En un atardecer de primavera de 1493. Ya han comenzado a desfilar los primeros rebaños que emigran anualmente a las sierras de Castilla y de León, llevando por los caminos de la Mesta los rabeles extremeños y los romances de lobos. Hacia Castilla caminan los rebaños merinos y los pastores de ásperas voces zamarras. Y hacia Andalucía, trajinantes y soldados que este año difunden por las majadas una asombrosa noticia más soñadora que los viejos romances. Dicen que aquel loco genovés que salió de Moguer el verano pasado con tres carabelas ha descubierto una tierra maravillosa al otro lado del Mar de las Tinieblas; esta primavera ha regresado a España y ha presentado ante los reyes señales ciertas del descubrimiento: oro, algodón, pájaros de colores, plantas y animales nunca vistos, y unos extraños hombres de las islas adornados con plumas.

La asombrosa nueva se comenta por ciudades y caminos; y hombres aventureros acuden de todas las regiones a conocer al descubridor, a ponerse a sus órdenes, llenos de sueños y ambiciones, para una segunda expedición que saldrá a finales del verano.

Marchan los rebaños hacia Castilla. Pasan los aventureros hacia Andalucía. En el berrocal de Trujillo, un niño de ojos tristes, asombrado de romances y deslumbrado por las noticias de la tierra nueva, queda solo, sentado en un berruco, entre su piara de cerdos. Se llama Francisco, y es hijo bastardo del Capitán Pizarro que lucho en Italia bajo las banderas orgullosas de Gonzalo de Córdoba. Tendrá 14 años; va descalzo, harapiento, remendado de colores, al aire los brazos y la cabeza alta y rapada. Su madre lo abandonó al nacer en el atrio de una Iglesia; no ha sabido nunca lo que es ternura, alegría de niño ni hogar caliente. Se ha criado solo entre sus cerdos, que cuida para ganarse un mendrugo de pan. Nadie le enseñó a leer ni escribir, ni lo aprenderá jamás. Tampoco habla apenas, a fuerza de estar siempre sólo.»

También sacó de su baúl de sueños la obra que había escrito durante su magisterio en el Valle de Arán y que inútilmente había intentado estrenar: «La sirena balada»… y sin pensarlo mucho la envió al acreditado Premio Lope de Vega que otorgaba el Ayuntamiento de Madrid. ¡Y le dieron el primer premio! La obra acabaría estrenándose el 17 de marzo de 1934, de la mano de la Grandísima Margarita Xirgú, con un  éxito arrollador, casi tan grande como el que había tenido justo un año antes las «Bodas de Sangre» de Lorca.

Aunque todavía tuvo más éxito «Nuestra Natacha», que se estrenó en Barcelona en 1935. Según los críticos «fue un éxito sensacional, no de pureza literaria y poética como «La Sirena balada», sino un escándalo público, de grandes ovaciones, de aplausos, de manifestaciones, de locura…». Para algunos la obra es bastante autobiográfica y casi un discurso político en la que hay alusiones a revueltas estudiantiles, rechazo a los uniformes y a la jerarquía de clases, crítica feroz  contra un señorito que viola a una chica humilde, penas de unos desdichados reclusos que malviven en un reformatorio, un adolescente que usa la violencia física como arma desesperada ante las injusticias… «Los hombre libres, – dice uno de los personajes – no toman nada ni por la fuerza ni por limosna. Que aprendan a conseguirlo todo por el trabajo»

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Era la culminación de Casona, porque a partir de ese momento los oscureció a todos y la República, más bien la Izquierda Marxista, se volcó con él y se apropió de su fama.

Y así le llegó el 18 de julio y la Guerra Civil. Para Casona, como para Lorca (los españolitos los habían enfrentado ya como a Joselito y Belmonte) fue un mazazo. No eran hombres de violencia ni de armas, como lo eran otros integrantes de su generación, el que más Alberti. Así que en cuanto pudo (desgraciadamente Lorca no pudo o no quiso hacer lo mismo) se unió a la compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado Montes y programan una gira, primero por Francia y luego por México, Costa Rica, Venezuela, Perú, Colombia y Cuba. Lo que había visto en Madrid y en Valencia, y como se fusilaba en las carreteras o en los cementerios, era demasiado para un alma poética como la suya. «No puedo más, Federico, no puedo más, este país se ha vuelto loco, aquí ya no hay más que odio, ¡esta no es mi República!» – le dijo a su amigo Federico Carlos Sainz de Robles el día que se despedía de él casi con lagrimas en los ojos. No volvería hasta 25 años después.

En 1939 el final de la sangrienta Guerra Civil le coge ya instalado en Buenos Aires, donde ha sido contratado por una empresa que sólo quiere que el autor escriba. Sí, y allí escribiría gran parte de sus obras: «Las tres perfectas casadas», «La Dama del Alba», «La barca sin pescador», «Los árboles mueren de pié», «La casa de los 7 balcones» y otras que triunfaron en los teatros argentinos y de toda la América hispana. Es la etapa dorada del asturiano, pues bien se encarga la Internacional Comunista, a pesar de su derrota estrepitosa en España, de apoyarle y ensalzarle como a un verdadero héroe de la izquierda. Son los años de «El batallón de talentos» que había puesto en acción Moscú para agrupar a los escritores del exilio y aprovecharse de su fama. Como diría más tarde el propio Sender podía ser o la gloria o el infierno del escritor, si eras fiel a las directrices comunistas y apoyabas todo lo que fuera de Izquierdas te subían a la Gloria, si te apartabas de esas directrices o las rechazabas te expulsaban del Batallón de los talentos y te declaraban la «Ley del silencio».

Casona fue presentado durante los años del exilio como uno de los líderes de ese batallón y aupado hasta situarlo en la cumbre del teatro mundial. No había términos medios: o con migo o contra mí.

Tal vez por eso no sorprendió lo que pasó cuando a la postre y después de 25 años Casona volvió a España, su España. Según sus biógrafos a última hora se le despertaron tales ansias de volver que ya ni sus éxitos americanos ni su acomodada situación en Buenos Aires le satisfacían. Tanto que en 1960 envió a su mujer a España para que comprobara «in situ» cómo era la España de la Dictadura. No quería creer que a esas alturas del siglo, y cuando ya estaban enterrados los fascismos y los aliados de la Guerra Mundial vivían en plena democracia, en España permanecieran todavía el hambre y la miseria, las cárceles llenas de presos, los disidentes atados con cadenas y el Dictador pisando cadáveres por las calles. Y eso fue lo que desmintió su mujer, la fiel y callada Rosalía Martín Bravo, a su regreso. La España de 1962 no era eso y además se llevó el convencimiento de que Casona sería recibido con los brazos abiertos.

Por tanto no es de extrañar que el 22 de abril de ese año presenciara el estreno en el Teatro Bellas Artes de Madrid «La Dama del Alba» (en Buenos Aires se había estrenado el año 1944), con un éxito de público y de crítica increíbles… y que ya no parara de estrenarse obras suyas en todos los teatros de España, con la obras de ayer, las que le habían encumbrado durante la República y las que había escrito durante el exilio. Casona se sintió rejuvenecer y, según él mismo, el aire español volvió a darle vida a sus pulmones.

Sin embargo, a ese rosal de bellas rosas le salieron también sus espinas. Porque hubo un sector, el que jugaba a la oposición interna a Franco, que se sintió defraudado. Quizás porque le habían encumbrado tanto por sus ideas republicanas y su izquierdismo, y esperaban que a su regreso se subiese a su carro opositor al franquismo, y se encontraron con un hombre conservador y un autor que estaba en otra galaxia. Ellos esperaban un teatro comprometido y explosivo contra la dictadura y se encontraron con un teatro poético, lleno de vida espiritual donde la ilusiones y las realidades se enfrentaban hasta con sonrisas en los labios… y eso no les gustó. Y automáticamente los «dirigentes» de aquella oposición de juguete se puso en su contra y comenzó a minar su fama y su prestigio. José Monleón, Ricardo Domenez y Jesús Fernández Santos acusaron a su teatro de escapista y de evasión y lo arrojaron del «batallón del talento».

Monleón, que por entonces dirigía «Primer acto», la revista «Gurú» del Teatro escribió estas palabras: «El esquema polémico de Casona era, evidentemente, primario. Hablaba del teatro político-social como si a él le estuviesen pidiendo sus detractores un teatro directamente revolucionario; no era eso, precisamente. Lo que se había puesto en cuestión eran sus ideas, su filosofía, su visión fatalista de la realidad, siempre desagradable, vencida o vencedora… El problema, en el fondo, era más patético y terrible para Casona que para nadie. Quizá por eso no se atrevió a plantearlo correctamente y sostuvo hasta el final que los ataques procedían de la ignorancia y de la envidia… Casona era, en definitiva, la culminación de un teatro bien escrito y artesanalmente sabio, destinado a magnificar el pesimismo histórico y la capacidad del hombre para inventar, no importa dónde ni cómo, un paraíso. La verdadera vida estaba fuera de la realidad social.»

¡Ay! Pero «la ley del silencio» de la Izquierda española es implacable. A quien se expulsa del «batallón del talento» se le envía directamente al Calvario. De pronto, Alejandro Casona dejó de existir… y eso le amargó sus últimos años de vida, moriría el 17 de septiembre de 1965 en Madrid.

–         No entiendo lo que está pasando, Federico – le diría a su amigo de antaño Federico Carlos Sainz de Robles, cuando ya su «Dama del Alba» llamaba a su puerta –. No entiendo por qué ayer todo eran aplausos y hoy todo son silencios. ¿Qué les he hecho yo para que me traten así?

–         No te preocupes Alejandro, ya sabes como son.

–         No, amigo mío, yo les di lo mejor de mi juventud y siempre estuve a su lado, y me he pasado la mejor parte de mi vida en el exilio ¿Qué más quieren?

–         Pues, ya sabes lo que quieren, quieren que tú hagas lo que ellos no se atreven a hacer y te vayas al Pardo y le digas a Franco que es un asesino… y que digas que España es una cárcel, y que los españoles estamos atados con cadenas, y que el pueblo esta muriéndose de hambre…

–         Pero eso no es verdad, yo no he visto esa España a mi regreso.

–         ¿La verdad?… Alejandro, no me hagas reír, que tú sabes muy bien que en política no existe la verdad

–         Bueno ¿sabes lo que te digo, Federico? Que a mí ya me da todo igual, mi conciencia está tranquila y mis Diablos se han ido de paseo

–         Mira, Alejandro, ahora lo que tienes que hacer es descansar y cuidarte. En cuanto te mejores nos vamos tu y yo con Rosalía a tu Asturias querida y allí, en Besuyo, cantaremos el «Asturias patria querida».

–         Pero ¿Qué dices?, si ya está aquí la Dama del Alba

Y ya lo saben yo ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor, y mi señor es siempre la verdad y la Historia… (o la intraHistoria).

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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