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Deambulaban remolonas las musas y la realidad, esotérica por momentos, vino a rescatarme. Sucedió el pasado sábado. Mi legítima y un servidor, a quienes que por lo común se nos suele pegar el arroz, andábamos raudos en la adquisición de cosas de comer, también de beber. Y en eso que las luces del centro comercial de la Murcia capitalina se apagaron parcialmente, para advertir a tardíos y despistados del inminente cierre.
Nena, démonos prisa que esta gente querrá descansar o darse un voltio de fiebre sabática. Pensé yo para mis adentros pues no llegué a pronunciar palabra alguna.
Tampoco hizo falta pues mi parienta, que atisba mi aura de hoy y adivina la de mañana, entrevió mis pensamientos. Con relativa celeridad y con la sempiterna certeza de que algo olvidábamos, emprendimos la carrera para pasar por caja.
Con disciplina casi castrense, mientras inhalábamos aire caliente y medio tóxico por mor de las odiosas mascarillas, aguardamos el turno respetando la distancia prescrita con nuestro predecesor. Las gotas de sudor recorrían mis mejillas y el aire inspirado rondaría los cien grados Celsius; o más.
La cerveza, junto al botijo y la siesta, es de lo mejor que el hombre ha creado a lo ancho y largo de nuestra tortuosa Historia. Como todos, supongo, tengo mis cervezas de cabecera pero me gusta catar nuevas marcas que no siempre responden a las expectativas.
Instantes antes, logré escabullirme lo justo para ir a dónde las birras. No hallé lo que buscaba pero no estaba entre mis planes irme de vacío, de manera que, tras una rápida inspección ocular, así un par de packs de un atrayente e ignoto zumo de malta; con todo su alcohol y todos sus grados. Como está mandao. Que uno es muy extravagante, ¿sabe usted?, pues soy de café con cafeína, leche con su nata y cerveza con su alcohol. Viviré menos pero mejor.
Dispuse la compra en la cinta transportadora con cuanto orden y concierto fui capaz. Seguía sudando y el aire pesaba demasiado mas un pensamiento dulcificaba la incomodidad del momento. ¡Eco!, quando torno a casa, liberado por fin del maldito bozal, meteré una de estas botellas en el congelador; sacaré la basura y tomaré una ducha. El tiempo justo para que este elixir esté al dente. O eso, ingenuamente, planeé para mis adentros en lenguaje italo-castellano inventao.
La dependienta escrutó la compra con inusitado detenimiento, y, tras focalizar mis dos packs, sentenció:
Lo lamento caballero. Son más de las diez y está prohibido vender alcohol.
Pero, señorita, yo estaba en la cola antes de esa hora. Le contesté.
Le entiendo pero le repito que no podemos vender alcohol pasadas las diez de la noche. Aunque intentara pasar la cerveza por el escáner, no me dejaría. Me replicó.
Bien, tranquila. No pasa nada. Lo entiendo. Le respondí.
Esa señorita está libre de culpa pues se limitó a cumplir directrices marcadas por superiores que, a su vez, estaban compelidos por la ocurrencia normativa de pertinente aplicación. Pero los legisladores sí tienen responsabilidad por aquello que permiten o proscriben.
Aunque el papel lo aguanta casi todo y la realidad es mucho más compleja, en síntesis puedo afirmar que hay tres formas de administrar la libertad aunque sólo una de ellas es útil y decente.
La primera consiste en respetar la libertad de los mansos y aplacar, reprender y castigar, sin dobleces ni fisuras, los hechos y actos de los cafres. La segunda, propia de legisladores tibios y pusilánimes, es hacer tabla rasa y que paguen justos por pecadores. Y la tercera, donde la canallesca haya acomodo, consiste en humillar al recto y premiar al forajido. Como a buen seguro habrán sospechado, me quedo con la primera.
Otear sensatez donde escasea no es tarea fácil pero haré un esfuerzo. Barrunto que la veda de vender alcohol a partir de las veintidós horas busca dificultar la consumición grupal de brebajes etílicos y, por ende, de sus indeseables y acostumbradas consecuencias. Pueril intento pues la noche ibérica anda salpicada de botellones donde el caldo se pudo adquirir a las siete de la tarde; por ejemplo. O pudo traerse de casa, sisando a los papis los remanentes espiritosos de Navidad.
Lo cierto es que, por la lesiva cursilería de unos legisladores que tal vez merezcamos, el centro comercial dejó de vender unas cervezas y yo me quedé con ganas de probarlas. Al cabo de tres cuartos de hora, llegué a casa. Saqué la basura y tomé una ducha. Encendí la tele y, justo en ese momento, daban cuenta de un macrobotellón en el que tropecientas mil personas, desenmascaradas, amerluzadas y bien apretaitas, insultaban a la policía, rompían lunas de escaparates, destrozaban mobiliario urbano o se rompían sus respectivas crismas. Dicen que los malos eran cuatro infiltrados con malas artes y no mejores intenciones. De los que se mimetizan en todo sarao para interpretar su mejor papel: el de neardental.
Es posible que así sea pero, una vez más, volvemos a la casilla de salida. No es aconsejable castigar al todo por una parte porque el todo comienza a estar muy harto. Ahíto de que le acribillen a sanciones administrativas y exacciones fiscales mientras la autoridad gubernativa hace de oso de mimosín con okupas, asaltatrenes, amigos de lo ajeno, tímidos laborales, rompefarolas, tramposos y demás filibusteros que suelen pasarse la Ley por donde la espalda pierde su casto nombre. (Quevedo dixit)
Pero éste que ahora les escribe e interpela no pudo tomarse una de aquellas cervezas, plácida, doméstica, solitaria y pacíficamente. Hay que joderse. Recuerden bien esa hora; las diez y cinco de la noche, porque la estupidez, como las manecillas de un reloj, ni tiene horas ni descansa.
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