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Abrir el periódico  o asomarse a cualquier medio es contemplar el espectáculo bochornoso y un tanto pintoresco de los partidos -cualquier partido- y sus mangas y capirotes, como diría Bergamín, con el dinero público. Las cifras son un poco mareantes, con esas hileras interminables de ceros. Cuentas ocultas, boatos dignos de un emir árabe, lujos y prebendas escandalosos desfilan delante de nuestros ojos sorprendidos. En el fondo, se trata del triunfo de un estilo sórdido y chabacano, que ni siquiera tiene la gracia de nuestra clásica picaresca.

Todo este mundo me ha hecho recordar una curiosa anécdota del que fue ministro, presidente del gobierno y “eminencia gris” del régimen de Franco, el almirante D. Luis Carrero Blanco. He leído la anécdota en el libro de Manuel Campo Vidal Información y servicios secretos en el atentado al presidente Carrero Blanco.

El almirante era un hombre de costumbres austeras y hogareñas. Todos los días solía seguir la misma rutina (circunstancia que facilitó mucho su asesinato) con la sencillez y la falta de boato (y de seguridad) con la que va diariamente un administrativo a su oficina. El almirante tenía la costumbre tan española de tomarse un café por la mañana. Se lo subía un camarero desde de un bar cercano a la sede de la Presidencia. El camarero entraba con su bandeja en la mano, atravesaba las pobres medidas de seguridad que habría, pasaba al despacho mismo del presidente y le dejaba el café sobre su mesa. Carrero se sacaba de su propia cartera una moneda (quizá en aquellos años sería un “duro”, las 5 pesetas de entonces) y pagaba su inocente vicio, dejando una propina que era, sin duda, algo escasa (casi tacaña) para un hombre de su posición.

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Ricardo de la Cierva se asombra de las paupérrimas medidas de seguridad, fruto quizá de una injustificada confianza, que rodeaban al entonces número dos del régimen. Don Luis -esto facilitó enormemente su asesinato- todas las mañanas a misa, a la misma hora, por el mismo itinerario y acompañado de la parva compañía de un motorista.

Todo esto me parece un llamativo contraste con estos tiempos de Visas Oro, de comidas oficiales pantagruélicas y coches oficiales que parecen sacados de un serie americana hortera. La imagen del almirante pagando su café me resulta peregrina y, como decían los curas de antes, edificante.

Autor

Tomás Salas