21/11/2024 15:07
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El mundo literario de Tolkien está repleto de mitos e historias increíbles propiciadas por la exclusividad de una mente única y privilegiada como la del escritor sudafricano. Huérfano de padre a una corta edad y de madre al cumplir los ocho años, residiendo en Inglaterra por aquel entonces, su desarrollo personal, espiritual y académico estuvo estrechamente ligado a los consejos y orientaciones de un sacerdote católico de origen español, el padre Morgan.
 
A pesar de la decisiva y determinante conversión del cardenal Newman en 1845 o, después, las dificultades de los católicos ingleses en aquellas primeras décadas del siglo XX, de igual forma que en posteriores; Mabel, la madre del escritor, había tenido suficientes arrestos para remar contra corriente y, de acuerdo con sus profundas convicciones, supo y pudo mantenerse en sus trece para erigirse en el baluarte de la fe católica que legaría a sus hijos. Desgraciadamente, una inesperada enfermedad cortaría sus alas para seguir volando con ellos entre los pasillos celestiales de la nueva religión que habían abrazado.
 
Así, ese germen espiritual brotó en Tolkien y, como devoto católico practicante el resto de sus días, aunque su biografía cinematográfica corriese un tupido velo al respecto, se atrevió a escribir sobre mitos e historias fantásticas en un intento de trasladar y «traducir» verdades de cierta trascendencia dentro de los límites fronterizos delimitados por los hechos de cualquier novela realista al uso. 
 
De esta manera, hubo de delegar en varios aliados que soportarían su causa literaria. Entre ellos, una ingente imaginación que, a su vez, abriría las puertas del escapismo, esa forma de evasión que permitía su desafección respecto al mundo que le rodeaba, acentuado por sus experiencias en el frente francés durante la Primera Guerra Mundial. Y esa peculiar huida se vio impulsada por los combates, la incierta vida del soldado, la fiebre de las trincheras, la guerra de desgaste, la tierra de nadie, el prematuro adiós de miles de jóvenes y el ocaso de una generación después de aquellos trágicos desenlaces con la constante presencia de la muerte en aquel dantesco escenario.
 
La imperiosa necesidad de la verdad, de su búsqueda, resultaba imprescindible para su propósito. No se trataba de sopesar o considerar hechos, lo factual y físico, sino de sentir y alcanzar lo metafísico, como apuntaba Chesterton, en su intento de establecer y marcar las diferencias entre aquellos y la verdad.
 
Y no sólo hemos de tratar ese ejemplo de elementos opuestos que, tal vez, puedan resultar más difíciles de hallar por la profundidad de sus significados. Desde el bien al mal, pasando por el amor y el odio o la lealtad y la traición, Tolkien nos presenta claros contrastes en los que, con la verdad como testigo, el antagonismo surge en múltiples situaciones de obras como El Señor de los Anillos.
 
Tolkien, en el desempeño de narrar historias con sus correspondientes dosis de verdad, se convierte en proveedor de una serie de mensajes que, siempre, caminan sobre el terreno de la certeza. No hay opción para la incertidumbre final si, a pesar de los obstáculos, el entendimiento es pleno. Esos relatos no se basan en hechos o situaciones concretas, sino en generalidades fundadas en aspectos o personajes particulares que toma como iconos para la moraleja o enseñanza aplicable a todos y cada uno de sus lectores. Y es la propia verdad de la narración, no los mismos hechos, el principal elemento, ese que realmente adquiere y soporta la importancia de su relato e intención final. 
 
Los valores que trascienden en su obra son opuestos a, desgraciadamente, los que están al uso y corrompen nuestro devenir diario en la más rabiosa y pandémica actualidad. Hay notables ejemplos de compañerismo y camaradería contra el individualismo y magnetismo que suscita, por ejemplo, el poder. El ánimo de poseer el anillo, como internamente le ocurre a su portador, obliga a la desnudez del alma, a la pérdida del control, a la despedida de todo lo que representa el Bien, a la separación de los buenos, a demostrar el pecado del orgullo.
 
Por otro lado, hay tentación; vive cerca, y vencerla se convierte en un modélico y práctico ejercicio de confianza en la victoria sobre hechos o conductas que inesperadamente irrumpen en nuestra vida para perturbar estándares o modelos que son parte de la cotidianidad. Además, hay esfuerzo, compromiso, responsabilidad y sacrificio en la figura de un Gandalf purificado a través del uso de los colores, del «Gris» al «Blanco», tras su emergente y resurrecta aparición cuando la esperanza parece haberse diluido ante las dificultades y el poder del Mal. Por último, hay gestos y síntomas de heroicidad en la resistencia ante la maligna y demoníaca influencia del motivo de la aventura, el anillo. De hecho, esa tentadora y arrebatadora atracción fortalece a Frodo, especialmente, y a sus acompañantes cuando cumplen el objetivo de una misión inicialmente incierta, como ante la que, en la actualidad, nos vemos expuestos por inquietantes e impositivas muestras del Mal, polifacética y universalmente disfrazado, que acecha a toda la humanidad.
 
Porque hay muchos tipos de Sauron y, sin dar un paso atrás, hemos de enfrentarnos a ellos independientemente del disfraz que porten. Los combates contra el Mal están a la orden del día, son ingredientes asiduos de cualquier tiempo y, como decía William Blake, «sin contrarios, no hay progreso». Hoy, las nocivas opciones de elección son múltiples y variopintas ante un Bien resignado, sujeto con frágiles alfileres que no hacen más que demostrar su latente debilidad y poner su existencia en grave peligro. Las dudas, la incertidumbre, la inconsistencia actual, desgraciadamente, andan cursando invitaciones para ello.
 
El servilismo de Sauron para con Satán y su oceánico deseo de destrucción simbolizan un toque de atención para el hombre, una llamada a la resistencia, una oposición al sometimiento en esa ruta teológica establecida a lo largo de una dura, brusca y larga travesía no exenta de las emociones que encontramos en la vida misma, nuestras propias vidas. 
 
Y para culminar el trayecto y llegar al final de ese camino es preciso atravesar la oscuridad de la noche, con sus peligros y vicisitudes, para que la renovada luz del día pueda servirnos de guía y garante en los pasos de un nuevo amanecer.
 

Autor

Emilio Domínguez Díaz