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Si siempre la sensatez ha sido un fenómeno escaso, en nuestros tiempos resulta más raro aún. De ahí que se haya perdido la esperanza de hallarla entre nosotros, tan necesitados de ella. Si hipotéticamente ésta añorada sensatez se diera en nuestra sociedad, la ciencia y la tecnología serían empleadas como si hubiesen sido creadas para el hombre y no, como en realidad ocurre, para obligar al hombre ha adaptarse y esclavizarse a ellas.
Y la religión -la religiosidad-, por su parte, sería el instrumento esencial en la búsqueda consciente e inteligente del sentido de nuestra existencia en el misterio de la creación. Una búsqueda que, aunque finalmente resultara infructuosa, ayudaría no obstante a identificarnos como seres libres y dignos, distintos de las bestias. Mas esta actitud, en la actualidad, parece utópica.
La liberación de la energía atómica constituyó en su día un extraordinario acontecimiento, una verdadera revolución, pero salvo que nos volvamos tan locos como para autodestruirnos de su mano, el vértigo de los sucesos contemporáneos insiste en anunciarnos que aquella revolución no fue ni la definitiva ni la última.
Algunos sospechan que, a pesar de la enseñanza práctica que supone el coronavirus, no vamos a ser capaces de comprender nada de lo que nos ocurre, porque comprender sería abrir los ojos a una realidad insoportable para el aturdimiento voluntario con que la sociedad se enfrenta a su futuro. Comprender sería tomar conciencia de que ni la revolución política, ni la revolución económica que vienen dándose, respectivamente, desde Robespierre o desde Marx, constituyen ya revoluciones drásticamente revolucionarias.
Comprender significaría prepararse rigurosamente para enfrentarse a la revolución auténticamente revolucionaria que vienen pergeñando los señores del Sistema desde sus lujosas cavernas y que ya nos habían anticipado Orwell y Huxley, aquellos visionarios que los cegatos o los cómplices globalistas, tildarían hoy de conspiranoicos: la revolución de los cuerpos y de las almas.
Esta revolución, que encumbra a la Infamia como divinidad posmoderna, razón de ser de la «nueva normalidad», se va a sustentar en dos fundamentos que los poderes oscuros tratan de hacer omnipresentes: la presencia científica y la presencia sexual. En la actualidad, con una sociedad compuesta de individuos que cooperan vivamente al logro de su esclavitud o que muestran su indiferencia ante tal realidad, nos hallamos en la que tal vez sea la última fase de la definitiva revolución.
Dejada atrás la experiencia de la guerra atómica -pues los señores del Sistema podrán ser psicópatas pero no son tontos, y comprenden que con ella también se halla en peligro su seguridad-, y abandonada momentáneamente -al menos en su versión occidental- la guerra terrorista, tal vez por perjudicial para su táctica (recuerde el lector esos atentados urbanos que se multiplicaban diariamente no hace muchos meses), la estrategia globalista ha cifrado su atención en la ciencia y en el sexo.
Si el marqués de Sade hizo un uso natural de su sentido revolucionario para racionalizar su particular insania, de parecido modo tratan ahora de hacerlo sus vesánicos sucesores. Sade se veía a sí mismo como un apóstol de la revolución definitiva, que está por encima de las perturbaciones políticas y económicas, y que consiste en que los cuerpos humanos, con especial atención a los de los niños, pasen a ser propiedad común, previa abducción de sus pensamientos y propósitos.
Para ello es obligado degradar la cultura y los símbolos, el código de principios y sobre todo el pudor de esos humanos a punto de experimentación. Acabar en suma con el conjunto de creencias e inhibiciones adquiridas laboriosamente a lo largo de siglos y de generaciones en el seno de la civilización tradicional.
Sade era un loco, sí, y la meta más o menos consciente de su revolución consistía en el caos o la destrucción absolutos. Pero sus epígonos, aunque puedan estar tanto o más locos que él, anhelan la destrucción del espíritu, no de la materia, es decir, ansían estabilidad, no anarquía. No desean reinar sobre desórdenes o ruinas, sino sobre humanoides bien organizados y dirigidos. Un mundo sin valores, pero seguro. Una «nueva normalidad» sólida. Un NOM duradero.
Dicho lo anterior se comprenderá que el coronavirus es un ensayo científico, un eslabón de la cadena experimental. Porque para conseguir el control que reclama la estabilidad pretendida es preciso echar mano de la ciencia, y gracias a este virus con el que nos han tanteado, los señores del poder han establecido que la masa prefiere la esclavitud a la muerte, y que a la vista del suceso las dificultades para transformar a la mayoría de la población de libres a esclavos son irrisorias.
De hecho ya están advirtiéndonos de un posible rebrote vírico en el próximo otoño, por si consideraran oportuno renovar el ensayo. Para conseguir todo esto llevan décadas ampliando paulatinamente las prerrogativas de los distintos Gobiernos, que han tenido que centralizarse en el Gobierno por antonomasia, un gabinete de poderes fácticos que dirige ecuménicamente la estrategia doctrinal y la táctica militar por medio de sus muñidores intelectuales y de sus piquetes de ejecución.
Pero llegará el tiempo en que el activismo incendiario, las epidemias víricas de diseño, los desplomes de la producción, los castigos, ostracismos y encarcelamientos al pensamiento crítico, sean ya innecesarios, por haber sido ya erradicada la discrepancia gracias a los avances tecnológicos y al aborregamiento de la plebe. Un tiempo en que el Estado Central totalitario sea realmente eficaz y en el que sus líderes todopoderosos y su cohorte de alguaciles puedan gobernar una población de esclavos sin necesidad de ejercer coacción alguna, por cuanto amarían su servidumbre.
Inducirles a amarla es la tarea asignada a sus Ministerios de Propaganda y a sus colaboradores, directores de medios de comunicación, intelectuales áulicos, historiadores sectarios, rectores de universidad y, especialmente, educadores de la infancia, para que éstos puedan inocular en las mentes pueriles toda la perversión que constituye el movimiento criminal que conocemos como LGTBI.
Porque los pedagogos modernos al servicio del Sistema no son educadores, sino enfermos mentales y pervertidos. Y porque los triunfos de la propaganda no sólo se logran haciendo o diciendo algo, sino impidiendo también que ese algo se haga o se diga, pues el silencio sobre la verdad hace a ésta imperceptible y estéril. Por el simple procedimiento de ocultar ciertos temas o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión pública de manera más eficaz que mediante elocuentes refutaciones.
Pero el Gobierno totalitario sabe que el silencio no basta, que los más importantes proyectos han de rodearse de adecuadas encuestas; de ahí que las patrocine metódicamente, implicando en ellas a sociólogos, científicos y políticos en aras del objeto final, consistente en que la gente se sienta feliz en su servidumbre, que la ame e incluso muestre su agradecimiento a los amos. Un amor sólo posible a través de una revolución profunda, personal, que trastoque los conceptos, las ideas y la sensualidad de las mentes y de los cuerpos.
Para llevar a cabo esta revolución el Sistema necesita una técnica sutil de la sugestión, en la que resulte primordial el condicionamiento de los niños. También un estudio de las personas adultas que subraye diferencias y afinidades para agrupar a los individuos evitando interferencias, confusiones y malestares. Así como válvulas de escape en forma de alcohol, drogas, espectáculos frívolos, chismes o mero consumismo, y sobre todo en forma de sexo.
Porque uno de los señuelos del Sistema consiste en tratar de compensar la represión y el dirigismo político y económico con la liberación sexual. Es obvio que a medida que las libertades sociopolíticas disminuyen, aumentan las fórmulas libertinas y las permisividades sexuales. Saben que la lascivia y la depravación ayudarán a sus súbditos a reconciliarse con la esclavitud a que están destinados.
Del mismo modo, otro factor vital es la destrucción de la cédula familiar, para lo cual, aparte de la perversión de la infancia, dedican su tiempo a la planificación eugenésica o a la eutanasia, facilitando las rupturas matrimoniales, desnaturalizando el matrimonio -si ahora es sólo válido el gaymonio, mañana lo será el puermonio y el zoomonio-, y creando un nuevo código de valores en el que figuren como virtudes la pederastia, la pedofilia, la zoofilia y, primordialmente, subrayando con letras doradas el crimen del aborto.
Considerando todo lo antedicho, no es descabellado pensar que el fin de la raza humana como la hemos conocido hasta ahora se halla más cerca de nosotros de lo que muchos hubieran podido imaginar hace sólo unos años. Por eso, salvo que la parte sana de la ciudadanía decida emplear la ciencia y la razón como un fin para crear individuos libres, aislando a quienes, desde su odio a la inocencia, los ven como un medio para degradar a la humanidad, sólo tendremos dos alternativas.
O un totalitarismo nacional que reprimirá a sus ciudadanos bajo el terror del más feroz sectarismo, o un totalitarismo global centralizado que, controlando la confusión o el caos provocados por los múltiples y vertiginosos cambios de todo tipo, se convierta en el NOM benéfico, capaz de mantener estable y adormecido el rebaño.
Que el encogido -y despreciable- contribuyente, que es el que sin rechistar paga con sus impuestos las psicopatías y las indecencias de sus jefes, elija a su gusto.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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