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En esta sociedad de barullo, de batiburrillo lenguaraz y torpe, el silencio es un bien escaso. El silencio -bien entendido, bien aplicado-, es un don loable, un signo de fortaleza y de introspección sólo permitido a los fuertes. El silencio es símbolo de dignidad allí donde todo son voces hueras, charlatanería de truhán; barahúnda vocinglera que, bajo el tópico y el estereotipo, oculta la vacuidad.

José Antonio nos habló del silencio de los fuertes, de los justos: “Volvamos al silencio ahora. El ímpetu de hoy nos hace dignos del silencio. Y en ese silencio volverá a germinar nuestro ímpetu”.

Es digno el silencio cuando se ha expresado rotundamente el pensamiento, cuando se han puesto vallas al campo de las posibilidades, cuando ya se ha pronunciado la última palabra.

Es poco merecedor de encomio, por contra, el que procede del ánimo pusilánime, del quiero y no puedo, del no decir las verdades por miedo a que nos miren mal. Y es indigno el silencio que se emplea como moneda de cambio de la publicidad positiva, de la ocultación, del camuflaje entre lo políticamente correcto a costa de perder la identidad.

Blas Piñar -en los actos multitudinarios de, por ejemplo, la Plaza de Las Ventas de Madrid- pedía una oración por los caídos, por los asesinados, por los perseguidos. No pedimos -decía- ese minutos de silencio en que unos piensan en si han dejado bien aparcado el coche, y otros en qué les aguarda en la cena. Pedía una oración, y el Padrenuestro se elevaba al cielo límpido y caía sobre la arena cálida.

En cambio, el Papa Francisco, durante la audiencia general de hace unos días, dedicada al mundo del trabajo, ha dicho: “Hagamos un momento de silencio recordando a esos hombres, a esas mujeres desesperados, porque no encuentran trabajo”.

Quizá no sea malo que el Papa Francisco guarde silencio. Al menos, el tiempo imprescindible para detenerse a pensar lo que va a decir, porque en muchas -demasiadas- ocasiones da la impresión de soltar lo primero que se le ocurre. Pero no quiero hablar del Papa, sino del silencio.

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De esos silencios de la jerarquía eclesiástica que tantas veces parecen cómplices, que tantas veces parecen intentos de hacerse perdonar no se sabe qué culpas. Silencios cuando se ofende a Dios, cuando se ofende a los creyentes, cuando se ofende a la verdad, a la Fe y a las creencias más arraigadas. Silencios que parecen la moneda de cambio de las subvenciones, de las ayudas económicas, de las prebendas mundanales.

Silencios que trapichean con Basílicas y sepulturas profanadas, con aquiescencia a leyes antinaturales, con leyes asesinas de ancianos y nonatos, a cambio de 30 monedas. Silencios que cubren sepulcros blanqueados pero vacíos, simple tramoya de una fe puramente teatral que a los directores de la escena les sirve para mantenerse sobre las tablas pero que no llega a las conciencias.

Y en estos casos, el silencio casi deja de ser cómplice para ser culpable.