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Últimamente, consultando la biografía de los nuevos escritores que aparecen en las citas de los libros que voy leyendo me ha llamado la atención la cantidad de ellos que se proclaman “agnósticos «o “ateos”. Ellos y ellas. Sinceramente, me dan una pena enorme. Gente inteligente, incluso entre los que defienden nuestros ideales con ahínco y claridad de visión, te sorprenden formando parte de ese rebaño de gente preparada y bautizada que ha perdido la Fe y confirman que España ha dejado de ser católica.
Es triste reconocerlo: lo que no consiguió la persecución, ni el martirio de nuestros compatriotas, lo ha logrado la prosperidad que trajo a España la Victoria de nuestra Cruzada sobre el Marxismo y todo el “poder de las tinieblas”. En la España victoriosa, mientras vivía un nuevo siglo de Oro de paz, reconciliación y progreso, durante los treinta y seis años de Franquismo –
Créanme no logro explicármelo. Sólo tras mucho reflexionar reconozco que tras la Victoria los españoles se entregaron a la siesta y a la despreocupación. La culpa no fue de Franco, al facilitarnos vivir bien, sino de los españoles que perdimos el norte empezando por sus clases dirigentes… y la Iglesia. Siendo ésta la más preparada es sin duda la más culpable.
El Régimen del 18 de julio puso en sus manos todos los instrumentos para cambiar España. Le hubiera bastado poner a los católicos a “trabajar” como tales. Pero se sumió en la vagancia absoluta.
Olvidó lo que tantas veces he repetido en mis charlas y escritos: la organización es en lo humano lo que la oración en lo divino. Esta para que el alma progrese, se alimente y viva con energía, y aquella para que las sociedades no se estanquen y acaben arrastradas por las corrientes de los tiempos…
¿Cómo es posible que España haya pasado de ser la nación católica por antonomasia, a convertirse el prototipo de sociedad agnóstica y descreída, donde se huye de todo lo que huela a fe en Dios?
He tenido la gracia de vivir. (¡sí!, “de vivir con conocimiento y memoria”) noventa años… ¡lo que se dice pronto! Mis recuerdos –“con prueba indudable”–, son de antes de abril de 1931.
Pues bien, lo vivido en mi infancia y adolescencia es la cara opuesta de lo que ocurre hoy. En los pueblos de Castilla vivíamos bajo el paraguas de la Iglesia, que presidía nuestras vidas, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías y nuestras penas. “¡Éramos la iglesia!”…En las sequías salíamos “en rogativas” a pedir agua, y también para que escampase. A nuestros moribundos se les llevaba el viático con toda solemnidad y el pueblo se arrodillaba en la calle cuando pasaba, besábamos la mano al sacerdote si nos cruzábamos con él –cosa que nos alegraba—y las bodas y bautizos eran felicidad para todos. La gente cantaba cuando iba a acarrear a las cuatro de la mañana –y, antes–, o cuando trillaba tostada al sol, o al llevar el grano a los mercados. Y las misas de los domingos llenaban las pequeñas o grandes iglesias… Pasé la guerra en zona roja y en zona liberada, y la fe presidía las tristezas de los muertos en el frente, con sentimientos de amor a España y valorando los sacrificios, Los “Te Deum” abarrotaban igualmente las Iglesias, tras las victorias… y España seguía siendo la España heroica de siempre.
Llegó la paz, y le acompañó el egoísmo de muchos, inventores del “estraperlo”, de los enchufes, de los privilegios… y salió a flote lo peor del pueblo español con las niñerías “listas” de siempre. No cortarlo por lo sano fue un error funesto.
Me fui a Cuba y allí viví tres lustros –1945 a 1959—y, cuando regresé España había cambiado, para bien en lo material, pero para mal en los valores. La verdadera Falange se había volatilizado, como lo comprobé cuando, creyendo que seguía viva, intenté reincorporarme. Ni la Falange ni el sindicalismo lo eran ya. (Y escribí a LA VANGUARDIA)
Tampoco se abarrotaban las iglesias entre semana como en 1945…Los enemigos se habían adueñado ya de las universidades. Los intelectuales al servicio de la Sinagoga lavaban el cerebro de los españoles. Por suerte Franco ¡sí!, era el mismo. Los españoles, ¡no!
Freno, para hablar de por qué España ya no era la misma. Sencillamente, en dos generaciones de postguerra las costumbres habían cambiado y la Iglesia también. La oración en familia, se había perdido; el confort, el ocio, la diversión ocupaban su lugar. El pueblo sano del campo se había ido a las ciudades en gran parte –y, a partir de ese momento, lo haría de modo masivo–; en las urbes no se veía la estrella polar para poder buscar el norte.
El resultado se explica mejor en estas circunstancias: los hogares –antes católicos– dejaron de rezar y los hijos, hoy, ignoran hasta el padre nuestro o el número de sacramentos.
En mi artículo del primer número uno de la revista “UNIDAD CATÓLICA” hablé de la FE como fundamento de nuestras relaciones con nuestro Dios y Creador, en éste, deseo resaltar que la oración es el alimento indispensable para la vida de la Fe. Sin la oración, se muere como le sucede al cuerpo si deja de comer.
Jesús nos lo recuerda “Orad siempre, sin desfallecer jamás.” Y, Él, como hombre, pero Segunda Persona de la Santísima Trinidad, rezaba ininterrumpidamente a su Padre y, además, se retiraba con sus discípulos a lugares solitarios para poder orar mejor y en condiciones más favorables.
Esos católicos — bautizados lógicamente y por lo tanto con la semilla de la fe en sus almas– si pierden la Fe, dejan de creer y se proclaman agnósticos, lo deben, principalmente, sin duda, al olvido de la oración: ¡No rezan, y sus creencias se agostan como la flores en el desierto! Por eso provocan pena. ¡Qué lastimosa forma de malgastar la vida y de perder la eterna felicidad en el seno de Dios! ¡Con lo reconfortante y consolador que resulta acercarse a Él!
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