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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Khamsa Al-Rasul Allah» las «cinco del profeta de Alá» y los caballos del Arcipreste de Hita

 

«KHAMSA AL-RASUL ALLAH»

LAS «CINCO DEL PROFETA DE ALÁ»

Cuentan los biógrafos de Mahoma, sirviéndose más de las viejas leyendas que de la Historia, que el día de su muerte el «profeta de Dios» tenía ocho mujeres y una amante, cuatro espadas, dos camellos, una mula blanca… y cinco yeguas.

De las mujeres se sabe casi todo, quizá porque cada uno de los grandes acontecimientos de la vida del profeta va unido al nombre de una de ellas…, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en si fueron quince o veinticinco el total de las que tuvo a lo largo de su vida. El 8 de junio del año 632, día que muere, vivían Aixa, Sawda, Hafsa, Hind, Zainab, Safiya, Umm y Mariya (la concubina favorita, de quien tuvo a Ibrahim, su único hijo varón)… por cierto, que sus relaciones con ésta provocaron situaciones como la que nos cuenta Washington Irving:

 

«Pero aunque Mahoma tenía gran poder -escribe el autor de los famosos Cuentos de la Alhambra– sobre sus discípulos y sobre la comunidad en general, tuvo muchas dificultades para gobernar a sus esposas y mantener la tranquilidad en su harén. Debió de actuar con bastante equidad en los problemas conyugales: asignó a cada una de sus esposas una vivienda independiente, en la que podía actuar con total autonomía, y pasaba veinticuatro horas con cada una de ellas por turno. En una ocasión en que estaba en casa de Hafsa, ésta salió para visitar a su padre. Volvió antes de lo previsto y sorprendió al profeta con su esclava favorita, Mariya, la madre de su hijo Ibrahim. Hafsa comenzó a dar gritos estentóreos. Mahoma trató de calmarla, pues temía que sus protestas pudieran incitar a la rebelión a todo su harén; pero sólo logró calmarla jurándole que no volvería a cohabitar con Mariya. Entonces ella prometió olvidar el incidente y guardarlo en secreto. Pero no cumplió su promesa y reveló a Aixa la infidelidad del profeta; poco después todo el harén estaba informado. Sus esposas formaron un frente común y le abrumaron con sus reproches, hasta que, agotada su paciencia, repudió a Hafsa y renunció a toda relación con el resto. Durante un mes estuvo durmiendo sobre una esterilla en una habitación independiente; pero por fin Alá se compadeció de su soledad y le envió el primero y el sexto capítulos del Corán, absolviéndole del juramento hecho sobre Mariya, que a partir de entonces le acompañó en su soledad… Las recalcitrantes esposas comprendieron entonces su error, y en la misma revelación se les comunicó que las prohibiciones impuestas a los demás hombres no obligaban al profeta de Dios.»

 

De sus espadas sabemos que la primera que tuvo se llamó Dul Faqar, o sea, «la que atraviesa», y que ese día de la muerte, undécimo año de la Hégira, conservaba las así llamadas: Medham, la «afilada»; Al Battar, la «puntiaguda», y Jatif, la «mortífera», que habían sido fruto de un botín de guerra el año que conoció y tomó por esposa a Hafsa.

En cuanto a los camellos hay que destacar dos nombres: el de Al Qasvá, que fue sin duda su preferido, y el de Al Adbá, el «más rápido». Pero en este caso, y por encima de los nombres, merece la pena recordar que el camello era para el hombre del desierto, además de un medio de transporte, el animal preferido en los sacrificios… De ahí la curiosa historia que se cuenta sobre Mahoma en su peregrinación de despedida a La Meca. Al parecer, el propio profeta sacrificó entonces sesenta y tres camellos con sus propias manos, uno por cada uno de los años que había vivido.

Y llegamos a las yeguas…, a las «cinco del profeta de Alá», el segundo eslabón de la gran cadena de los pura sangre árabes, las que unen en el árbol genealógico a Kohailán con Byerley TurkDarley Arabian y Godolphin Arabian (o sea, la «abuela» y los «nietos»). Pero ¿por qué esta preferencia por las yeguas y no por los caballos? Sobre este punto podría escribirse todo un tratado, sabiendo como sabemos que las yeguas, y no los sementales, eran las monturas utilizadas por los árabes en la guerra y los saqueos. Según una leyenda procedente del desierto la yegua era el espíritu o reencarnación de la mujer amada, la compañera ideal del guerrero. Pero la realidad era, fue, que los árabes comprendieron muy pronto (al inclinarse el Islam por la espada y la llamada «guerra santa») que para expandir sus ideas y conquistar el mundo no tenían más remedio que aumentar continuamente su caballería y el número de sus jinetes. Otra leyenda árabe atribuye el triunfo inicial de su fe (batalla de Badr) al «milagro» que se produjo cuando Mahoma arrojó al aire un puñado de polvo y surgieron tres mil guerreros angélicos con turbantes blancos y amarillos y largos mantos resplandecientes, montados sobre corceles blancos y negros, que se lanzaron como flechas contra el enemigo coraixíe y lo aniquilaron… «Cuando de repente -dicen que contó un campesino que presenció la batalla- vimos una gran nube avanzando hacia nosotros y dentro de ella oímos el relinchar de caballos y el sonido ronco de las trompetas, así como la voz terrible del arcángel Gabriel animando a su caballo con estas palabras: «¡Aprisa, aprisa, oh Haizum!»» …

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De las «cinco del profeta» sabemos, además de sus nombres: AbbayahSaqlawiyahKobailahHandaniyah y Habdah, que fueron ellas las que dieron origen a los tres tipos en que se encuadran los cientos de «familias» de caballos árabes. Es decir, el tipo kehylan, de carácter masculino y símbolo del poder y la resistencia; el tipo seglawi, de carácter femenino y símbolo de la belleza y elegancia…, y el tipo muniqi, de forma angular y símbolo de la velocidad y la carrera.

Estas cinco yeguas fueron, como ya he contado en otro capítulo, las que resistieron la tentación del agua y acudieron sin pensarlo al lado del profeta en cuanto fueron llamadas. Otra leyenda asegura que estas cinco yeguas vivieron entre treinta y treinta y cinco años, y que jamás consintieron ser montadas por otra persona que su dueño, al que, entre otras cosas, sirvieron de inspiración en su relación con Alá.

Claro que más curiosa es la leyenda que hace descender de una de estas yeguas al gran Vizir gris con el que Napoleón venció en Marengo… Pero de éste y los otros caballos napoleónicos hablaremos en su momento, pues antes hubo muchos animales que se hicieron famosos y pasaron a la Historia.

 

LOS CABALLOS

DEL ARCIPRESTE DE HITA

En el prólogo del libro El caballo en España, don Álvaro Domecq Díez dice que «nuestra Historia es una Historia montada a caballo» y tiene toda la razón del mundo, sobre todo aquella parte de esa Historia que llamamos «Reconquista», porque ¿qué habrían hecho moros y cristianos durante ocho siglos si no hubiesen tenido caballos?, ¿cómo habría podido Almanzor llegar hasta Barcelona o Santiago sin su famosa caballería bereber? y ¿no obtuvo Castilla su independencia gracias a un caballo? («Tras vencer a Almanzor -dice García López al hablar del poema épico-, el conde castellano es apresado por el rey de Navarra, pero le libra doña Sancha a condición de casarse con ella. Encarcelado más tarde por el rey de León, es libertado de nuevo por su esposa, y al fin logra la independencia de su condado al no poder pagar el rey el azor y el caballo que aquél le vendió en otro tiempo»). En el Cantar de Rodrigo hay una frase que simboliza la época, pues el autor dice en un momento dado que el personaje «en lugar de tomar la sopa, tomó las riendas del caballo»…, y pasajes hay de aquella larga e interminable guerra que más parecen un torneo deportivo a caballo que una lucha de hombres.

Claro que mientras tanto un rey inglés gritaba también aquello de «¡Un caballo! ¡Un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!».

Y, sin embargo, ahora quiero olvidarme de los caballos «históricos» y traer a colación los caballos del Arcipreste de Hita. Ya, ya sé que fueron caballos sin nombre y puros entes de ficción (como más tarde lo serán Rocinante y Clavileño), pero en cierto modo son los primeros caballos de nuestra literatura.

Juan Ruiz nació en Alcalá de Henares y gran parte de su vida la pasó en Hita, un pueblo de la actual provincia de Guadalajara, tierras por entonces de gran influencia árabe, aunque por el contenido de su obra debió de llevar una vida bastante agitada y movida. Fue, sin duda, el gran poeta medieval y el primero en quien se da plenamente lo que luego se definiría como «estilo personal».

Pues bien, el Arcipreste no se olvida de los caballos en su Libro de buen amor, una de las joyas de nuestra literatura, y aquí están para recreo de los amantes del mejor castellano antiguo sus dos poemas «caballeriles». El primero se titula «Enssiemplo del cavallo e del asno» y, como verá el lector, es una especie de fábula dirigida a los soberbios y orgullosos del mundo. Dice así:

 

Yva lydiar en campo el cavallo faziente,

porque forçó la dueña el su señor valiente;

lorigas bien levadas, muy valiente se siente,

mucho delant’ él yva el asno mal doliente.

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Con los pies e las manos e con el noble freno,

el cavallo sobervio fazia tan gran sueno,

que a las otras bestias espanta como trueno;

el asno con el miedo quedó, e no l’ fue bueno.

Estava rrefusando el asno con la carga.

Andava mal e poco, al cavallo enbarga:

derribóle el cavallo en medio de la varga:

diz’: «Don villano nesçio, buscad carrera larga».

Dio salto en el campo, ligero, aperçebido;

coydó ser vencedor e fyncó el vencido.

En el cuerpo, muy fuerte, de lança fue ferido;

las entrañas le salen, estaba muy perdido.

Desque salyó del campo, non vale una çermeña:

a arar lo pusieron e a traer la leña,

a vezes a la noria, a vezes a la açenia:

escota el sobervio el amor de la dueña:

Tenía desolladas del yugo las cerviçes,

del inogar a veçes, fynchadas las narizes,

rrodillas desolladas, faziendo muchas prizes;

ojos fondos, bermejos como pies de perdizes;

Los quadriles salidos, somidas las ijadas,

el espinazo agudo, las orejas colgadas:

vídolo el asno nesçio: rixo bien tres vegadas,

diz’: «Conpañon sobervio ¿dó son tus empelladas?

¿Dó es tu noble freno e tu dorada silla?

¿Dó es la tu sobervia, dó es la tu rrençilla?

Siempre byvrás mesquino e con muncha mançilla:

vengue la tu sobervia tanta mala postilla».

Aquí tomen enxienplo e lyción cada día

los que son muy sobervios con su gran orgullya:

que fuerça, hedat e onrra, salud e valentía

non pueden durar syenpre; vanse con mançebía.

 

El segundo es otra fábula, ahora dedicada a los golosos, y se titula «Enxienplo del león e del cavallo». El poema comienza así:

 

Un cavallo muy gordo pascía en la defesa;

veníe ‘l león de caça, pero con él non pesa;

el león tan goloso al cavallo sopessa;

«Vassalo», dixo, «mío, la mano tu me besa».

Al león gargantero rrespondió el cavallo,

dyz’: «Tú eres mi señor e yo so tu vasallo:

en te besar la mano yo en eso me fallo;

mas yr a ty non puedo, que tengo gran contrallo.

Ayer do me ferrava un ferrero maldito,

echóme en este pie un clavo atan fito,

enclavóme: ¡ven, señor, con tu diente bendito!

Sácalo, faz de my como de tuyo guito!…».

 

Y luego termina con la coz mortal que el equino asesta en plena frente al león y la propia muerte del «Cavallo» por un hartón de «yervas muy esquivas».

Corrían tiempos de moros y cristianos… y los caballeros comenzaban a mirar a su alrededor en busca de algo que no fuese guerra y lucha fratricida. La cruz casi había vencido ya a la media luna.

Poco antes, otro poeta del otro lado, Ben Said al-Magribi, había visto un caballo negro con el pecho blanco:

«Negro por detrás, blanco por delante, vuela entre las alas de los vientos.

Cuando lo miras, te muestra una noche oscura que se abre para dejar paso a la aurora.

Los hijos de Sem y los de Cam viven en él en paz y no escuchan las palabras del que los encizaña.

Las pupilas no se prendan de él, hasta que ven que su hermosura tiene el negro y el blanco pronunciados de los ojos de las hermosas.»

Y es que, de norte a sur y de este a oeste, aquellos españoles, espada en cruz o cimitarra curvada, saben que sólo tienen un buen amigo: su caballo. El más noble de los animales de la creación.

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.