14/03/2025 17:38

De todos es sabido que para las adolescentes (y para las mujeres de adolescencia vitalicia, cada vez más frecuentes en nuestra sociedad) la rebeldía dota a los hombres de cierto atractivo. Añade un plus a quien de por sí ya es físicamente agraciado y vuelve tolerables o disimula las asimetrías e irregularidades estéticas de quien no lo es. Los adolescentes, por su parte, tienden a admirar a los personajes rebeldes e insumisos de su mismo sexo. No voy a entrar en las raíces psicológicas de esta atracción adolescente por la rebeldía, ni en la serie de trastornos culturales que han favorecido que la mentalidad propia de esa transitoria etapa biológica haya invadido las etapas subsiguientes prolongándose hasta la senectud. Me basta con señalar el hecho de que la rebeldía tiene la ventaja de atraer la simpatía o la admiracion de las mentalidades adolescentes.

Pero la rebeldía siempre había tenido un inconveniente: carecía de las ventajas de lo institucionalizado, de lo formal, de lo establecido. Uno no podía ser rebelde y a la vez disfrutar de los beneficios económicos y sociales del hombre «reglamentario», del funcionario con sueldo fijo y reputación inmaculada. Al hombre se le presentaba una disyuntiva: podía ser un rebelde y vivir como un marginal del Estado y de lo público, aunque atrayendo la simpatía de la mentalidad adolescente, o bien ser un ciudadano leal al sistema y gozar de todas las seguridades que ello comporta, aunque renunciando a la pretensión de ser atractivo a la manera del rebelde.

En los últimos años, sin embargo, parece que se ha logrado la cuadratura del círculo. Hoy el rebelde, al mismo tiempo que conserva su aura de malditismo, puede ser un respetable miembro de la comunidad, gozar de ciertos privilegios y recibir un generoso salario. Outsider y a la vez influencer, indómito y a la vez subyugado, vive recibiendo la admiración que corresponde al hombre que desafía a la élite mientras recibe un sueldo de dicha élite por los servicios prestados. Aplaudido como si tuviera que esconderse de los poderosos, al acabar su discurso “subversivo” se dirige hacia su lujoso apartamento en un barrio residencial y recibe en su cuenta bancaria los emolumentos por su leal rebeldía.

¿Cómo es esto posible? En primer lugar debido a lo que yo llamo «rebeldía anacrónica». El hombre que quiere hacerse pasar por rebelde desafía al poder, es cierto, pero ojo, no al poder vigente, sino a un poder del pasado que por lo tanto ya no puede castigar su insubordinación. De este modo mantiene la ilusión de rebeldía sin exponerse a ningún peligro, sin sufrir ninguna incomodidad, pues no existe relación de contemporaneidad entre él y lo que desafía. Se pasea por un cementerio de poderes abriendo las tumbas y encarándose con los cadáveres que encuentra dentro. Así se burlará de Franco o de la monarquía, por ejemplo, pero se guardará bien de burlarse de la Agenda 2030 o de la democracia.

En segundo lugar, el aburguesamiento del rebelde se hace posible por lo que podría llamarse «rebeldía selectiva». Si se rebelara siempre contra poderes que han sido abolidos dejaría demasiado al descubierto su cobardía. Por eso combina el anacronismo con la parcialidad coetánea. Lo que hace es dirigir su crítica y sus sátiras hacia un poder presente, sí, pero sólo hacia una facción de ese poder, hacia aquella parte de la que no recibe protección ni remuneración alguna, o que favorece políticas con las que no está de acuerdo.

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La sociedad actual es por lo general lo suficientemente idiota como para no advertir el timo, como para no darse cuenta de que una rebeldía subvencionada no es rebeldía. Su inclinación adolescente de admirar al rebelde queda plenamente colmada cuando un personaje se burla del poder, sin prestar atención al hecho de que esa burla se dirije a un poder que no existe actualmente o bien, si se dirige a un poder actual, es siempre una burla tendenciosa.

El último ejemplo es el de David Broncano. Su fichaje por TVE no ha hecho más que ahondar la incoherencia del personaje, hacer más evidente si cabe la fraudulencia que supone querer apropiarse de la reputación del provocador y a la vez de la vida del magnate. Rebelde prime time, Broncano tiene una legión de seguidores mentalmente petrificados en la adolescencia que ve satisfecha su demanda de rebeldía en una figura que no sólo no perturba lo más mínimo el status quo, sino que vive de su mecenazgo. Unas cuantas palabras malsonantes acompañadas de un lenguaje corporal cínico bastan para que toda esa legión se lleve las manos a la boca en un «¡lo que ha dicho!» tácito que podría entenderse en un imberbe con acné, pero que en un adulto con pelamen auricular desentona. Al día siguiente esos seguidores comentan la insolencia de Broncano y aplauden la valentía que tuvo al decir en público algo por lo que será recompensado, por atreverse a utilizar un vocabulario con el que recibe dinero y fama.

La farsa, como decimos, ya era evidente cuando estaba a nómina de Movistar, pero ahora, cuando es el mismo Gobierno el que lo ha contratado, es más increíble si cabe pensar que alguien pueda ver en él un prototipo de malote locuaz que no tiene miedo a decir lo que piensa. Ni antes tenía contra qué resistir, ni ahora tiene contra qué revolverse. L’enfant terrible se ha convertido en un manso recadero del Estado, un factótum que cumple solícito sus órdenes y recibe mensualmente un salario por su disciplinada y unilateral rebeldía. Es el último y más caro representante del gamberrismo V.I.P., de todos esos humoristas que hablan como proletarios y viven como burgueses, que visten con la camiseta del Che para conducir sus vehículos de alta gama.

Si uno presta atención, verá que Broncano cumple a rajatabla con los dos métodos del timo: la rebeldía anacrónica y la rebeldía selectiva. El lector puede hacer la prueba y comprobará que todas sus invectivas guionizadas entran dentro de uno de estos métodos. Sus dardos satíricos, o bien están dirigidos a figuras o instituciones del pasado con un poder ya extinto, o bien a personas e instituciones actuales de un espectro muy determinado. Esto, por supuesto, se hace más patente ahora que trabaja para el Gobierno. Su humor en apariencia espontáneo tiene ciertas líneas rojas (nunca mejor dicho) que no puede cruzar, ciertos temas tabú que no puede tratar y ciertos nombres de la más rabiosa actualidad que no puede nombrar. Son demasiados pelos en la lengua para alguien con la reputación de no tenerlos.

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Pero no seamos demasiado duros, no pretendemos negar que todavía tiene libertad para hablar de muchas cosas. Menos con el Gobierno que le enriquece y con la ideología que sostiene la espada de Damocles de la cancelación sobre su cabeza; menos con los socios del PSOE y los empresarios y amigos del partido; menos con el Islam y los violadores inmigrantes; menos con la mujer del presidente y con los defensores prácticos del sindicato de prostitutas; menos con el feminismo, la comunidad LGTB, el antirracismo butronero y toda la retahíla del oficialismo woke; menos con todo eso, Broncano puede bromear con lo que quiera. ¡Que no se diga que no es libre!

Pero la atención no debe recaer sobre Broncano, sino sobre una sociedad que demanda este tipo de ídolos y que no percibe ninguna incongruencia en el hecho de adorar como disruptor al palafrenero de un Gobierno tiránico y corrupto hasta la médula. Broncano ha descubierto que puede estar en el banquete del Pritaneo y a la vez mezclarse entre los muertos de hambre que protestan fuera sin que estos perciban la doblez, que puede vivir como protegido de la polis y al mismo tiempo hacerse pasar por un esclavo que lucha contra la opresión. Bravo por su visión empresarial. Lo preocupante no es el enriquecimiento de otro oportunista más que se aferra con dientes a la ubre del erario público—aplicación indecente del «donde comen dos, comen tres»—, sino el oscuro horizonte de sumisión total que esta rebeldía domesticada augura para el futuro. La mejor manera que una tiranía tiene de impedir la insurrección es lograr hacer pasar a sus voceros por rebeldes.

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
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