21/11/2024 12:36

La relación médico-paciente ha variado a lo largo de la historia. Clásicamente el médico ha sido una figura que gozaba de un poder especial, un conocimiento, que le otorgaba un reconocimiento social rayano con la autoridad. Efectivamente, la mayor parte de las culturas en todos los tiempos, consideraban al médico (dígase curandero o chamán) como una autoridad. Sea porque realmente disponía de unos conocimientos o habilidades especiales para sanar a los enfermos o porque el enfermo así lo necesitaba creer al ver peligrar su vida, lo que el médico decía «iba a misa». Ante esta concesión de obediencia sin ambages era sencillo que el médico acabase creyéndose «alguien». Eran tiempos, lo digo con falsa nostalgia, en los que la actividad médica gozaba de un cierto reconocimiento social.

Resulta curioso comparar cómo es este reconocimiento social del médico en los diferentes estados modernos. En algunas regiones, el médico conserva la aureola de ser tocado por la divinidad como oráculo de la salud. En otros países, el médico es un funcionario al servicio del Estado que está habilitado para rellenar unos formularios con datos, digamos, más sensibles. En España se pasó de la actitud paternalista del médico hacia el paciente a la relación casi contractual que quedó establecida en la Ley de Autonomía del Paciente 41/2002 http://www.boe.es/boe/dias/2002/11/15/pdfs/A40126-40132.pdf que recoge, entre otras cosas, la regulación del llamado Consentimiento Informado. A raíz de que el paciente ya no es un mero «cacho de carne» que el galeno moldea a su antojo (perdón por la simplificación grotesca) sino una persona autónoma, con capacidad de decisión, el médico debe abandonar su conducta paternalista y hablar con el paciente de tú a tú, informándole de su enfermedad, de su evolución y de los posibles tratamientos y de los riesgos que cada actuación conllevaría. Ahora el médico debe informar al paciente y al mismo tiempo debe respetar la decisión del paciente, incluso la de no querer saber. La tarea de informar al paciente, de conseguir que entienda la naturaleza de su problema, así como los beneficios y riesgos de los eventuales tratamientos, es titánica, variada y, en ocasiones, imposible, bien por falta de entendederas, bien por falta de explicaderas.

Lo que tradicionalmente debía haber en la relación médico-paciente es lo que ahora más se echa en falta: confianza. No parece sensato poner algo tan valioso y de tanta estima como la salud y la vida en unas manos en las que no confía. El halo de la confianza se desvanece cuando se le extiende al paciente una hoja con un frío «firme aquí, ya sabe es por ley». Pero hay que «cubrirse las espaldas» y los médicos sabemos, sobre todo los colegas de USA, que por bien que se desarrollen los acontecimientos, como haya en el camino algún resquicio de falta de forma, alguien lo aprovechará para sacar tajada. De este modo la falta confianza es recíproca: médico y paciente recelan uno de otro de las conductas que pueden ser perjudiciales para los intereses personales. Esto es matar la gallina de los huevos de oro, pues si no hay confianza… falta algo esencial en la relación. Lo de menos puede ser la falta de empatía: es que baja mucho la eficacia de los tratamientos. Se estima que el 30% de la eficacia terapéutica de los placebos reside en la confianza.

Personalmente, cuando detecto en mis pacientes algún tipo de recelo hacia mi manera de enfocar su caso, lo comento abiertamente. Le digo que yo no soy ni el mejor ni el que más sabe de mi disciplina, y que, si duda de mis conocimientos o de mi buen hacer, o incluso de mi voluntad por ayudarle, no tengo inconveniente en ayudarle a buscar otro colega que le siga su caso. Y les hago ver que no por eso me siento ofendido ni les cierro las puertas a volver. Pretendo transmitirles que lo que deseo es ayudarles a buscar la mejor solución para su problema.

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El llamado consentimiento informado ha de ser más que un mero formulismo legal. Pero por desgracia, al menos en España, no es ni siquiera eso, pues en la mayor parte de los procedimientos diagnósticos o terapéuticos en los que debe entregarse, se hace con desgana, sin la debida información, con la única pretensión de recabar una firma que la ley exige para tener todos los papeles en regla. La mayor parte de los pacientes que firman la hoja del consentimiento informado no se lo leen: lo firman convencidos de que, si su médico se lo propone, es que es lo mejor. Por más que les insistes en que lo lean o que si tienen alguna duda se lo explicamos, son ellos los que te miran con sorna y dicen: «Pero hay que hacerlo ¿no? Entonces, ¿para qué voy a leer esto si lo único que entienda es para meterme miedo?» Y saben que el papel se lo das para firmar porque es cosa obligada por ley. Acaba siendo un paripé tan ridículo como si se obligase por ley informar a los clientes de los restaurantes por el riesgo de que, al comer sopa de pescado, puedas morirte si se te queda alguna raspa atravesada. O si te hacen firmar al subir a un avión para exonerar de responsabilidad a la compañía en caso accidente aéreo.

Si el cada vez menos tiempo que dedicamos a nuestros pacientes lo invertimos en recabar firmas en papeles que se archivan por si alguien los pide, la relación médico-paciente cada vez será más fría. Por eso surge el lamento de quienes recién se incorporan a la profesión se desencantan al ver que lo importante no es ser bueno sino tan sólo parecerlo.

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Como médico debo plegarme a la legalidad, aunque no me duele en prendas reconocer que hay aspectos legales que me parecen ridículos y farisaicos. A veces son los propios pacientes los que después de las explicaciones detalladas de lo que creo que debemos hacer me dicen si no les tengo que pasar una hojita para firmar. ¡Ah sí, el papel! Y cuando van a hacer el ademán de firmarlo les paro y les recuerdo que no, que por ley no deben firmarlo por lo menos hasta pasadas 24 horas, para que lo piensen y sedimenten, en fin, otra oportunidad para echarse unas risas sobre el ridículo.

Para disentir de la opinión del médico no hacía falta elaborar ningún papel. Y tampoco su firma rubrica la confianza en su buen hacer. Pero es un documento más que se añade al ya farragoso dossier del paciente cada vez más henchido de papel sin sustancia. Y que no falte o te buscan las cosquillas, tanto si se salva el paciente como si se muere, que eso es lo de menos. La ley nos vuelve irónicos o mezquinos. Casi prefiero lo primero, porque lo que no nos hace es más justos.

https://www.ivoox.com/podcast-directos-luis-miguel-benito_sq_f11056537_1.html

Nota de Redacción: reedición del artículo publicado en el 2022 por su interés general.

Autor

Doctor Luis M. Benito
Doctor Luis M. Benito
Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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Hakenkreuz

No hay mejor médico de cuerpo, mente y alma que el Señor, que Jesucristo Nuestro Señor, Dios y Hombre Verdadero, ante el que no hay enfermedad incurable porque todo lo puede, incluso tiene poder sobre la muerte. Ahora bien, trátese de convencer a la población de esto, incluidos los propios médicos, cirujanos y personal sanitario (hoy ni siquiera hay crucifijos en los hospitales, centros de salud y consultas médicas públicas o privadas. Ese es el grado de soberbia médica que inevitablemente lleva al fracaso a los galenos, a un fracaso cada vez menor. No quieren ser instrumentos de Dios. Y así no hay manera de que su trabajo, por honrado y honesto que sea, de fruto. Ser médico debería ser la profesión más similar a la del Señor en su vida pública en cuanto a la obra de Dios, que acompañaba a su Palabra, es decir, a la curación de toda dolencia y enfermedad).

La gente no cree en milagros, ni se estudian en las facultades de medicina, ni se mentan entre los profesionales de la medicina, en una especie de pandemia de complejo anti fe. El racionalismo fundamentalista, el cientificismo, ha destrozado en buena parte la capacidad del hombre de la medicina para ser instrumento útil a Dios en su Misericordia para con los enfermos de todo tipo, en su labor de curar, de curar de verdad, no de hacer del paciente un enfermo útil a los beneficios de la medicina mercantil actual. Pero los milagros existen (muchos médicos han sido testigos de ellos, aunque se avergüencen de reconocerlos incluso entre los más allegados), y serían muchísimo más frecuentes los milagros de curación si hubiese más fe, porque Dios quiere curar a todo el mundo, pero el mundo no se deja curar por Dios. Lo que ocurre es justo lo contrario, que la gente, en su inmensa mayoría, ha perdido la fe, se ha vuelto soberbia, idólatra de una razón que falla, la razón humana, que es muy limitada y está expuesta a su corrupción, aunque sea necesaria a todas luces. Dios lo puede todo, y ningún medico jamás podrá curar como lo hace Jesucristo (lo hace, porque los milagros no acabaron con la Gloriosa Resurrección, Ascensión del Señor al Cielo y Pentecostés, no. Los milagros siguen y siguen. Dios quisiera curar a todos los enfermos, pero los enfermos no confían en Dios, no afirman, sienten y creen en su interior, de corazón, aquello del leproso «Señor, si quiereres, puedes curarme», no son capaces de decir «Jesús, en Tí confío» y no aceptan la cruz pacientemente, meditando que el sufrimiento puede tener una finalidad buena para ellos, para su salvación eterna. Se quiere todo y se quiere ya. Y si no se consigue, Dios es «malo» porque «permite tanto mal», es decir, el mal es porque Dios lo permite, no porque lo hayamos desencadenado nosotros con nuestro pecado).

Los médicos actuales, por desgracia, no confían en Dios, no quieren ser instrumentos de Dios, creen hacer el ridículo si hablan de Dios o se pronuncian a su favor. No estiman «científico» el milagro. No quieren reconocer que han caído víctimas de la soberbia racionalista, no quieren reconocer su absoluta impotencia. No quieren ser instrumentos de Dios en la curación de cuerpos, mentes y almas. Estiman ingenuo, irracional y hechicero al hombre de fe. Confían en una «ciencia» humana, la medicina, que avanza, como toda otra «ciencia» humana, de error en error. Cuanta más soberbia intelectual padecen, más ciegos están, menos reconocen su calidad de sarmientos, que no de vid. No quieren servir a Dios. Y así no es posible hacer nada. Así, las cosas no pararán de empeorar, para ellos, para sus pacientes y para toda la sociedad en general. Si los médicos no hacen voto de servir a Dios en sus profesiones, cada vez curarán a menos y menos personas. Solo Dios puede hacer de ellos instrumentos útiles a su propia profesión. Que la soberbia no les ciegue.

Hakenkreuz

¿Cómo puede la fe en Jesucristo Nuestro Señor mejorar la salud de las personas enfermas de cuerpo, alma y mente, reduciendo la afluencia a hospitales, centros de salud y clínicas, reduciendo, en fin, la demanda de sanidad, ya muy abarrotada e imposible de atender (no se puede vivir y trabajar para pagar impuestos con los que financiar solo la sanidad)? Atiéndase esta prescripción para cuerpo, mente y alma:

1º Conocer a Dios para amarle por encima de toda otra criatura y cosa: lectura y meditación diaria de las Sagradas Escrituras, especialmente el Nuevo Testamento, y en particular, los cuatro santos Evangelios. Recomendable empezar por el de san Mateo. Leer y meditar lo leído todos los días, luego es recomendable empezar por leer pequeños fragmentos y perseverar todos los días (la perseverancia es crucial. No se debe abandonar jamás bajo ninguna circunstancia, por muy grave que ésta sea), pues la vida de fe requiere constancia (nunca abandonar, a pesar de todas las tentaciones del maligno para que se deje, pues satanás infunde complejos, ideas raras, pensamientos extraños, etc. No atender mensajes contra el sano intento de conocer la Bondad Infinita de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Merece la pena perseverar). Una vez que uno se acostumbra a leer y meditar la Palabra de Dios, es difícil dejarla. Se llega a sentir incomodidad si llega la noche y aún no se ha pensado en Dios. Esa sensación es la mejor, pues una vez se llega a ella, es difícil que uno se aparte de Dios, cuya compañía acaba siendo más deseable que todos los placeres, riquezas, reconocimientos y cosas aparentemente deseables de la vida. Se podría antes renunciar a comer que a pensar en Dios con cada vez más amor hacia Él, que atrae innumerables gracias que ningún psiquiatra, psicólogo o coach puede garantizar. Para acercarse a la Palabra de Dios, es necesario hacer acopio de toda la humildad posible. Sin humildad no hay fruto. La Santísima Virgen María es Bienaventurada entre todas las criaturas por su ejemplarísima humildad. Si uno abre el NT con intención de refutarlo, acabará enredado en su propia ceguera y soberbia. La verdad solo es accesible a los humildes, no a los arrogantes, por muy inteligentes que éstos sean. Solo Dios puede hacer sabio a un hombre o mujer. Fuera prejuicios, fuera soberbia, fuera complejos (mejor leer en lugares apartados, en casa), fuera ruidos (la lectura ha de ser silenciosa, concentrado uno en lo que lee. Leer los evangelios con el corazón es hablar con Dios, tal cual. Es entonces cuando surge la luz en el interior, cuando se ven las cosas tal cual son. Solo Dios hace sabio al hombre, nadie más). La chispa que inicie este paso ha de ser un sincero deseo de conocer al Señor (no basta mera curiosidad. O se da crédito a Dios, que es la Verdad y la Vida o se da crédito al mundo con sus «científicos», con sus «sabios», con sus líderes, etc., que viven en la mentira y en la soberbia), aunque sea en una situación desesperada y en busca de ayuda desesperada (interesada), que nos ama tanto que moriríamos de gozo si lo supiésemos, si reparáramos realmente en ello. Dios es infinita bondad, misericordia y amor por toda la humanidad. No en vano, dio voluntariamente su vida y su sangre preciosísima por toda la humanidad, desde Adán al último hombre y mujer. Jesucristo Nuestro Señor nos ama, no quiere nuestro mal (que siempre es culpa nuestra, de nuestros pecados que Dios jamás quiso ni quere), quiere nuestra felicidad eterna, quiere llevarnos a todos al Cielo, donde ya no habrá más llanto, ni fatiga, ni dolor, ni desdicha. Merece confianza y toda persona mínimamente sensata ha de profundizar en conocerlo, luchando contra todo intento de desviarle de ese santo propósito que vendrá de los que odian a Dios por servir al demonio. No desesperar nunca, ni ante la mayor aridez.

2º Rezar. Dejarse de complejos, argumentos estúpidos de falta de tiempo o de que eso es de ancianas y beatas o cosas por el estilo, que vienen de satanás, que quiere el mal de todos, y dejarse de la estupidez de los prejuicios. El valiente no tiene complejos. Y Dios ama a los valientes. Rezar, rezar sinceramente, con el corazón. Decirle a Dios que aunque pecamos y, por tanto, no le amamos de obra, palabra, omisión y pensamiento, que somos débiles, inconstantes, torpes, inútiles, etc., queremos amarle hasta el extremo, porque Él es Bueno, porque es nuestra razón sincera de vivir y porque anhelamos unirnos a Él para siempre, aunque seamos tercos en negarlo. Rezar mucho, no dejar pasar un momento en la nada. Se puede y se debe rezar cuando se descansa. Rezar trae descanso y paz al alma, destruye el estrés, reduce la ansiedad hasta hacerla desaparecer. Rezar en medio del trabajo si la concentración del momento lo permite. Rezar en los descansos y en los desplazamientos. Rezar en familia, pues allí donde hay dos reunidos en Nombre del Señor, el mismo Señor está presente entre ellos, aunque no le veamos y oigamos. Pedir a Dios solo cosas buenas (conversión propia y de otros, por las almas del purgatorio, por las buenas, ojo, las buenas, intenciones del papa, cardenales, obispos y sacerdotes, por su santidad y conversión, porque sean pastores y no asalariados, porque Dios los santifique para que ellos nos lleven a la santidad como rebaño de Dios, por las almas consagradas de clausura y contemplación, verdadera bendición del mundo entero y a la que debemos lo que ni siquiera podemos imaginar, pues esas almas (hombres y mujeres) sostienen el mundo con su oración, sus sacrificios, renuncias y por sus plegarias por todos nosotros, correspondamos pues a ellos, que es corresponder a Dios, por nuestros parientes, familiares y seres más queridos, pidiendo su salud, el sustento, su santidad y su conversión, por nuestros amigos, por España o nuestra patria, por nuestros antepasados, con los que tenemos deuda por lo recibido y heredado, por que nos aumente la fe, la esperanza, la caridad y el amor por Él mismo. Pidamos y demos las gracias, no dejemos nunca de dar las gracias. Y cuando se comprenda el valor que para nosotros tiene la cruz, el sufrimiento (no hay amor verdadero sin sufrimiento en la cruz), dar las gracias hasta por ese sufrimiento, pues es nuestro camino al Cielo. Rezar empezando por poco (tres avemarías antes de ir a dormir) y continuando con cada vez más oración. Cuando se lleva tiempo rezando, ya se siente la necesidad de rezar, no se puede pasar el día sin decirle a Dios en oración que le amamos. Se convierte en un santo y beneficiosísimo hábito para alma, mente, corazón y cuerpo. La oración constante, sincera, sentida y de corazón, conforme a la Voluntad de Dios, sana. Y de qué manera. Cuando se lleve ya tiempo, rezar en familia o solo, el Santo Rosario y la Coronilla de la Divina Misericordia. Además se pueden rezar otras oraciones que traerán bien a quien reza con devoción creciente. Dios no deja desatendida ni una sola oración. Nunca abandonar si sobreviene aridez o sensación de abandono o de no ser atendido. Nada de eso ocurre realmente, sino que el Señor nos puede probar de muchas maneras. Perseverancia siempre. Que no pase un día sin rezar.

3º Una vez convencidos de que amar a Dios sinceramente trae el bien a las almas, cuerpos y mentes, es necesario hacer lo que Dios nos pide para nuestro bien. Guardar su Palabra obrando, pensando, hablando y dejando de hacer lo que no conviene. San Juan recomienda renunciar al pecado, a los ídolos, al mundo y a los anticristos, y guardar los Mandamientos del Señor practicando siempre la Caridad (hay innumerables ocasiones en la vida de todos en los que todo esto se puede poner en práctica). Nos pide celebrar la Eucaristía, que es presencia en Cuerpo Santísimo y Sangre Preciosísima de Dios, regalo de su Sacrificio en la Cruz, para nuestra Salvación eterna, uniéndonos a Él. Nuestro cuerpo ha de ser del Señor, no de la concupiscencia (¡cuántas dolencias vienen de transgredir la Palabra de Dios en este sentido!). O somos esclavos de Dios (libertad de los Hijos de Dios) o somos esclavos del pecado, no hay término medio. Y la salud viene del cumplimiento de lo que Dios nos prescribe. Hay que participar en la misa, en la eucaristía y en los santos sacramentos. Quien no esté bautizado, que acuda inmediatamente a bautizarse a un templo católico, pues solo hay un bautismo para el perdón de los pecados (y la muerte y las enfermedades y todo tipo de mal viene del pecado, luego no se hable de salud si no se guarda la Palabra de Dios, en ningún sentido, físico, mental o espiritual, que nadie se engañe). Los niños y niñas sean instruidos en el amor a Dios sobre toda otra persona o criatura y que participen en la Eucaristía a partir de los 7 u 8 años (los padre son responsables de ello ante Dios mismo). Acudir a la Fuente de la Divina Misericordia en la que Dios mismo espera a todo hombre y mujer oculto tras el confesor, el sacramento de la Penitencia o Confesión, que hace salir, al penitente sinceramente arrepentido con dolor por sus pecados, con un carro de gracias y de bienes espirituales que solo redundará en su salud plena si persevera en la vida sacramental. No dejar pasar la oportunidad de confesarse regularmente, para atraer la Ayuda imprescindible de Dios en nuestro día a dia con su Gracia santificante, pues por muy autosuficiente que se crean los ateos, no somos más que sarmientos de una Vid común, Nuestro Señor Jesucristo, y sin Él nada podemos hacer, sin el consentimiento de Dios no cae un pájaro de la rama de un árbol. Sin Dios nada podemos hacer, por mucho que los de la «ciencia» digan lo contrario. Eucaristía y Penitencia han de ser como el comer para todo el que quiera atraer salud de alma, cuerpo y mente. La Gracia Santificante de Dios cura cuerpos, mente y alma del fiel verdadero. Quien lo niegue miente como el padre de la mentira. No hay mayor blindaje contra el mal de la enfermedad, mejor forma de curación o mejor forma para llevar la inevitable cruz que una vida sacramental. Lo pide Dios mismo, que no el papa, los cardenales, obispos y curas, sus ministros. Es Dios mismo encarnado el que nos lo pidió: «Haced esto en conmemoración mía». Y si queremos ser amigos de Dios, qué menos que procurar por todos los medios que agradarle y darle gloria en nuestras vidas, ¿verdad?. La Eucaristía fortalece y robustece al fiel y devoto de corazón, protegiéndole contra la enfermedad de todo tipo, ayudándole en su rápida recuperación y ayudándole a soportar la cruz del dolor de cualquier enfermedad (siempre necesaria para nuestra eterna salvación. La Eucaristía es condición indispensable para la Vida Eterna, tal como nos lo revela el Evangelio de San Juan. Quien no coma el Cuerpo y no beba la Sangre Preciosísima del Señor, no tendrá Vida Eterna, sino condenación eterna separado de Dios para siempre en el infierno. Que nadie se engañe.
No hay Cielo sin Cruz. Y la cruz puede venir en forma de dolorosas enfermedades. Solo Dios puede curarlas del todo y de modo inmediato, pero si no lo hace, se debe saber que si Dios no cura de inmediato es que el alma necesita purificación, por su propio bien. A Dios no se le puede exigir nada, porque lo dio todo en la Cruz por nuestra eterna salvación. Y nuestra vida terrenal pasa fugazmente, pero la eternidad es para siempre. Conviene que mientras dure una enfermedad, sufrimiento y dolencia, se ofrezca sin excusa a Dios todos los sufrimientos padecidos uniéndola a los padecimientos que Él mismo tuvo en su Santísima Pasión. Esto agrada muchísimo a Dios y santifica el alma del que padece y de sus seres queridos. Y si le amamos de veras, le ofreceremos todo sacrificio o cruz que nos acaezca, procurando vivirlo pensando que es para nuestro bien y el de las demás almas que Dios quiere salvar. Ni un médico sensato diría que afrontar así el dolor deja de ser beneficioso para el paciente y para toda la familia del mismo, contribuyendo a sanar. Hay que aceptar la cruz. Nada de placebos y de sugestiones. Aceptar la cruz pidiendo humildemente la curación si es Voluntad de Dios y conforme a su plan de salvación de almas). Si tuviésemos el privilegio de hablar con los santos, todos nos dirían que por lo que más gracias y alabanzas han dado a Dios, es por la cruz que llevaron en esta vida. Así que no se desestime esto, por el bien de la salud.

4º Lectura diaria de santos y santas. Los santos y santas son elegidos de Dios para transmitir la Verdad. Su lectura humilde y sincera, con el corazón puesto en Dios, tiene poder de curar el alma, y de ahí, cuerpo y mente. Nadie podrá salir perjudicado de la lectura de santos y santas de todos los tiempos.

Hakenkreuz

4º (continuación) Si uno no es de leer mucho, que pruebe a leer la poesía de Santa Teresa de Jesús, el Vivo sin vivir en mí o el Nada te turbe. Piénsese bien estas poesías y otras de la doctora y mística española y luego evalúese la insensatez de una vida de stress, ansiedad, fármacos, etc.
Léase Imitación de Cristo, que son frases pequeñas y medítese aplicándolo a la propia vida. Al cabo de un tiempo evalúese si ha tenido un efecto positivo y en qué medida. Veremos si así mejora o no el estado de los pacientes.
Léase el Diario de la Divina Misericordia (altísimamente recomendable). Léase Camino, de San José María Escrivá, léase Confesiones de San Agustín, el tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María de San Luís María Grignon de Monfort, etc.
La lectura de santos y santas solo puede traer bienes a los lectores. Fuera televisión, radio y todo tipo de lecturas y entretenimientos mundanos. Leer santos y santas acerca las almas a Dios y atrae salud verdadera, paz, confianza, esperanza, amor a Dios y todo tipo de bienes espirituales, tan escasos en nuestro mundo.

5º Participación en la vida de la Santa Iglesia Católica Apostólica, que no la crearon papas, cardenales, obispos y sacerdotes, como han hecho creer a muchos ingenuos de este mundo, no. La Iglesia la creó Jesucristo Nuestro Señor según el relato de la profesión de fe de San Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta declaración hecha desde el alma por revelación de Dios Padre mismo a Simón el pescador, desencadena la institución de la Iglesia de Jesucristo, la Católica Apostólica, que prevalecerá sobre las puertas del infierno, hoy plenamente abiertas.
Participación en procesiones, fiestas señaladas (Natividad del Señor, Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Corpus Christi, etc.), en la Adoración Eucarística, en grupos de oración, catequesis, seminarios, ayuda en todo ámbito que se requiera, etc. Si amamos a Dios, ¿no vamos a agradarle con la vida en familia que es la Iglesia Católica? Esto tiene TODO que ver con la salud física, mental y espiritual. Los médicos no suelen saber nada de nada de los siete dones y los doce frutos del Espíritu Santo, que ahorrarían millones de pacientes en hospitales, centros de salud y clínicas. Es una gravísima desgracia y carencia que no se tenga conocimiento de estos frutos y dones del Espíritu Santo y que solo se pueden obtener en una vida de fe, siguiendo los pasos anteriores. Solo la soberbia luciferina, autojustificada en una racionalidad integrista fanática extrema, puede alejar a la humanidad de estos dones imprescindibles para llevar una vida plenamente sana. El desprecio a Dios es el camino más corto hacia todo tipo de males y enfermedades. Por ejemplo, ¿realmente uno puede creer que una vida con alegría verdadera no es altamente beneficiosa para el que la goza? La alegría es don del Espíritu Santo y no guarda relación con los bienes materiales o los honores de los que goza la persona en el orden temporal de la vida. No hay santos tristes. El gozo y la alegría son señal de la presencia del Espíritu Santo en un alma. Y, aunque no se quiera reconocer, la alegría previene enfermedades y potencia la recuperación de quien la tiene si cae enfermo. Sabiduría, ciencia, entendimiento, fortaleza, consejo, piedad y magnanimidad son auténtico blindaje contra innumerables enfermedades y remedio seguro para curar o para sobrellevar las que Dios permite (que no trae) para purificación de las almas. Desgraciadamente, los sistemas sanitarios las desprecian del modo más insensato que quepa imaginar, insistiendo en el error de pretender curar enfermedades solo con la «ciencia» médica que avanza de error en error. Así, las cosas irán cada vez a peor.

6º Negarse a sí mismo. La tarea más dificilísima en la que estamos inmersos la humanidad entera si realmente queremos a Dios y vamos en pos de Él. Tarea imposible sin la Gracia de Dios. Negarse a sí mismo, centrarse no en uno mismo (locura ególatra, fuente de todo tipo de enfermedades mentales y depresiones mortales e incurables por la medicina), el mundo y sus reclamos (con sus peligros para la salud y para la vida), sino en Dios. Que Dios sea protagonista absoluto creciente en nuestras vidas, sin descuidar obligaciones con la familia, con la Iglesia y con el resto de la humanidad, que agradan a Dios, pues a Dios también se le sirve cumpliendo con la obligación que cada cual tiene encomendada en su vida particular. Pero Dios primero, por encima de todos y todo. Que Dios ocupe una cantidad y calidad creciente en nuestro obrar y en nuestros pensamientos y en las horas de nuestro día a día. No hay ejercicio de salud espiritual y mental más bueno que pensar en Dios, en su Palabra, para conocerle, para ver lo miserables que somos frente a su Bondad y Misericordia Infinita, para discernir lo que nos conviene, para entender, para saber (no hay sabiduría fuera de Dios, solo necedad). Pensar en cómo dar gloria a Dios, en como servirle de la mejor manera en nuestra vida, trabajo, obligaciones familiares. Anteponer la Santísima Voluntad de Dios a la nuestra, siempre pecaminosa y errónea (creemos que las cosas son mejores de lo que realmente son, y solemos despreciar lo verdaderamente bueno. Hace falta mucha humildad, un diluvio de humildad sobre el mundo. Sin humildad no hay luz ni sabiduría). Que no se viva centrado en uno mismo ni en el mundo, sino en el Señor, la más grata y dulcísima compañía nuestra que no nos deja solos jamás (nadie está abandonado de Dios, ni los más abyectos mientras viven). Abandono en la Divina Providencia: «No se haga mi voluntad, Señor, sino la Tuya». Porque solo Dios sabe lo que nos conviene. Negarnos a nosotros mismos y poner a Dios en el centro de nuestras vidas ayuda a combatir todo tipo de males y enfermedades (descongestionando hospitales, centros de salud y clínicas, aligerando la carga de trabajo de los galenos. El mejor aliado del médico, aunque éste lo desprecie insensatamente, es Dios mismo). No se olvide nunca que la enfermedad, la vejez y la muerte, que afectan a la totalidad de hombres y mujeres de todas las generaciones, no son sino resultado del pecado, de rechazar a Dios en nuestras vidas, luego la Bondad Infinita de Dios y la confianza plena en Él es remedio seguro contra sus peores manifestaciones, aunque en ni una sola facultad de medicina o de disciplinas sanitarias así lo enseñen (una auténtica locura que ya dura décadas, excluir al que todo lo puede, incluso sobre la muerte, del ámbito de la salud. Así de enfermo está el mundo. ¿Y estos van a curar?). Las personas que viven centradas en agradar a Dios en sus familias, ocupaciones e, incluso, en sus horas de descanso y ocio, son las que mayor probabilidad tienen de gozar de una salud excelente de alma, cuerpo y mente. Eso sí, muy importante, ser siempre consciente de nuestra extremada limitación de criaturas miserables por el pecado. No conviene saber al hombre más de lo que le es bueno para su propia salvación. Que nadie vaya más allá de eso, pues no se debe tratar de indagar sobre los inescrutables designios de Dios Nuestro Señor. Apréndase de san Agustín meditando sobre el dogma revelado de la Santísima Trinidad a orillas del mar y la lección que aprendió de Dios mismo por medio de un niño. Solo saber lo que conviene a la salvación propia y que contribuya a la salvación de los demás. Hay cosas, como por ejemplo, el día y la hora de nuestra muerte, que no convendría que Dios nos revelase, por nuestro propio bien. Hay que tener en cuenta que nuestro conocimiento es parcial, como así nos lo transmitió Dios por medio de san Pablo. Y así conviene que sea. Solo Dios es infinitamente sabio. Nosotros tenemos un saber ridículo e insignificante frente al de Dios, porque así conviene a nuestro bien eterno. El hombre no sabe hacer uso de las facultades que Dios le ha otorgado. Si tuviese conocimientos mayores ¿haría buen uso de ellos?¿No es mejor ser humilde y saber solo lo que Dios nos quiera hacer ver para bien nuestro y de los demás? La soberbia intelectual ha destruido innumerables almas. Y Dios prefiere a los humildes y sencillos. Por eso, mejor reconocer nuestra miseria y limitación, y aceptar lo que Dios nos enseñe, que es lo que conviene.

7º Conciencia plena de que la vida pasa y que la muerte es destino seguro de todos, porque todos somos pecadores (quien lo niegue está enfermo de presunción y de hipocresía farisea, además de ser un soberbio). Pensar en la eternidad más. No vivir exclusivamente centrados en esta vida que pasa y que se va perdiendo, especialmente cuando uno se adentra en la ancianidad. Andar ligero de equipaje mental, atar cabos sueltos y prepararse para la mudanza porque no sabemos ni el día ni la hora. No dramatizar. No acoger con miedo la muerte, para nada. Morir es el nacer a la vida eterna, es unirnos definitivamente a Dios en una felicidad incomparable que jamás se puede imaginar en vida. Que morir no sea un largo purgatorio, que no se demore nuestro abrazo con el Señor, y mucho menos, que no rechacemos a Dios encaminándonos al infierno, en el que, por desgracia, están todas las almas que no creían en él (véase mensaje de Fátima, Sta. Faustina Kowalska en punto 741, y otros santos sobre la descripción que hacen del infierno. Al menos que el temor de ir allí, reconcilie las almas con Cristo a tiempo). Lo que ha de preocupar no es la muerte, sino el destino eterno. Pretender que nuestros padres, esposa, hijos, hijas, hermanos, amigos, etc., vivan y vivan y vivan para siempre sin límite, es absurdo. Hay que aceptar la Voluntad de Dios y pedir por su salvación eterna, que nos podamos ver todos en el Cielo adorando a Dios para siempre. Y para eso es imprescindible haber amado a Dios en vida cumpliendo lo que Él nos ha prescrito y dejó como tesoro en el NT y en revelaciones de santos y santas. Lo que cuenta no es esta vida, nuestro cuerpo y mente, que no son más que polvo y barro, por muy jóvenes y lozanos que nos creamos. Lo que cuenta es el corazón, el amor que hayamos puesto en esta vida (a Dios, a los ídolos o a nosotros mismos y a nadie más. Mejor vivir conforme a lo que el Señor nos enseñó). Nadie domina los latidos de su corazón, y no hay médico premio nobel que levante a los lázaros, hijas de jairos o hijos de viudas de Naím de su sepulcro o lecho de muerte. La muerte física es inevitable, porque la corrupción no puede heredar incorrupción. Y el corazón, eventualmente, acabará dejando de latir, por mucha «ciencia» ficción que prometa «vida eterna». El desdramatizar la muerte exige esperanza en la Vida Eterna prometida por Dios, el rezar por los difuntos (muy importante rezar por los agonizantes la Coronilla de la Divina Misericordia, pues esa oración salva almas, que no solo vidas) y afrontar el humano duelo y las lágrimas de dolor, con la confianza en la Misericordia de Dios, pidiéndole perdón por los pecados de los difuntos y pidiéndole que lleve las almas al Cielo. Afrontar la vida y la muerte de modo cristiano, bien saben los médicos que supone un abismo de diferencia a afrontarlas desde un alma atea, aterrorizada ante la posibilidad de pasar a la nada (engaño del demonio) o a saber qué artilugios imaginables han impregnado con engaño todo tipo de falsas creencias. Cuando se vive esperando a Dios, en Gracia por haber recibido los santos sacramentos, no se debe temer en absoluto a la muerte. El temor a la muerte es propio de los que no creen e Dios, de los que han sido engañados por el demonio y sus vástagos para su perdición eterna. Por eso prolifera tanto el acudir a hospitales, centros de salud y clínicas ante la más mínima dolencia, con una población crecientemente hipocondríaca y atemorizada, que colapsa las urgencias. Si no hay fe, cualquier vaivén sin importancia puede llevar a los pacientes a colapsar la sanidad. Por eso es importante la fe. Resulta paradójico que hoy haya tantísima gente preocupada por una simple gripe (ancianos aparte), cuando antaño no llevaba ni a la cama a los menores de 60 años. Antes, cuando la gente tenía más fe, la gente se comportaba como López Ibor recomendaba, que nos acostumbráramos a sufrir un poco más sin fármacos y sin ir al médico a la más mínima. La gente antes no vivía tan obsesionada por su salud y vivía más confiada en Dios, Médico eterno.

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