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Seguimos con la publicación de la Segunda Parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador», las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.
Para «El Correo de España» es una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean
«PEGASO», REY Y SEÑOR DE LAS AUTOPISTAS DIVINAS
«Belerofonte y Pegaso se identificaron
de tal manera que más que hombre
y caballo parecían un centauro»
Pero ¿qué hizo «Pegaso» inmediatamente después de «nacer» y una vez que Medusa estuvo muerta y Perseo a salvo?… Según algunos autores mitológicos Perseo, ya montado sobre «Pegaso», emprendió el camino de regreso y ambos se detuvieron en los dominios de Atlas, el hijo del Titán Japeto, castigado por Zeus tras la guerra que éste sostuvo con su padre Cronos (el Saturno romano) a permanecer alejado del Olimpo… y soportando sobre sus hombros el mundo. Atlas reinaba sobre las tierras de Mauritania, todo lo que hoy es el norte de África, y era el dueño de las puertas del Océano. Con él vivían sus siete hijos, las Pléyades Electro, Maya, Taigeta, Astérope, Mérope, Alción y Celeno, a quienes Zeus transformaría más tarde en estrellas. Se dice que el enamoradizo «padre de los dioses» se prendó de Maya y engendró con ella a su hijo Hermes, el más agudo de los dioses olímpicos y el más rápido de los mensajeros divinos.
El caso es que Perseo y «Pegaso» fueron recibidos por Atlas de acuerdo con la ley de la hospitalidad y muy gratamente sorprendido por el caballo volador. Hasta el punto que ofreció a Perseo la más querida de sus hijas, Electro, y le abrió de par en par sus reinos. Entonces Electro y Perseo vivieron una verdadera «luna de miel», fruto de la cual nació meses más tarde un hermoso niño a quien llamaron Dárdano, el que andando los tiempos fundaría la raza troyana.
¡Ay!, pero un día Perseo tuvo noticias de la existencia de una joven más guapa que Electra, que habitaba más allá de los «desiertos», en tierras de Etiopía, y decidió marchar a su lado. Naturalmente, esto enfadó de tal manera al titánico Atlas que no dudó en acabar con Perseo. Fue entonces cuando el joven griego tuvo que escapar a toda prisa, gracias a «Pegaso», y cuando viéndose perdido mostró a Atlas la cabeza de la Medusa, que llevaba colgada a sus espaldas, Atlas quedó fulminantemente petrificado y sus restos formaron la cordillera que cubre el norte de África.
Y así fue como «Pegaso» se transformó en el primer «ovni» que sobrevolaba los desiertos del Sáhara en su vuelo hacia Etiopía… porque a Etiopía fue donde dirigió sus pasos Perseo. Es decir, hacia el reino que gobernaba Cefeo II en compañía de su vanidosa esposa, la reina Casiopea: los padres de Andrómeda. Según la leyenda Casiopea se jactó un día de ser más hermosa que todas las Nereidas, por lo que Poseidón, ofendido, inundó el país y envió un monstruo marino que devoraba a los jóvenes y que los seguiría devorando hasta que los reyes le entregasen a su hija, la bellísima Andrómeda. Cefeo y Casiopea, ante aquella tragedia que vivía el pueblo etíope, decidieron entonces entregar a su hija y así fue como un día la joven Andrómeda se vio atada a unas rocas que bañaban las aguas del hoy océano Índico y expuesta, como presa, a la temible serpiente que arrojaba fuego por sus ojos.
En este punto llegaron Perseo y «Pegaso» y el héroe se enamoró de la joven nada más verla, ya que la belleza de ésta superaba todo lo que de ella se decía. Inmediatamente Perseo pacta con el rey Cefeo que «si mataba al monstruo le concedería la mano de Andrómeda», lo cual a su vez provoca las iras de Fineo, tío y prometido oficial de la muchacha. Así que Perseo y «Pegaso» tuvieron que hacer frente a los hombres de Fineo entre la pasión del pueblo etíope, ya dividido por la presencia del monstruo. Pero, Perseo era invencible con «Pegaso» y con la cabeza de Medusa, pues si el uno le alejaba del peligro la otra transformaba en piedra a quien la mirase de frente.
Superada esta primera prueba Perseo y «Pegaso» se enfrentaron al monstruo e igualmente salieron victoriosos, ya que a pesar de todas las artes que la serpiente de mar puso en juego para acabar con la pareja no pudo escapar a la espada invisible que le rebanó la cabeza desde el aire.
Y, naturalmente, Perseo se casó con Andrómeda… aún en contra de la reina Casiopea, aquella mujer vanidosa y estúpida de quien un poeta escribió:
«Esa reina rutilante de Etiopía que buscó la alabanza de su hermosura más que la de las Ninfas del Mar y por eso las ofendió…»
Entonces Perseo y Andrómeda, montados en «Pegaso» y dirigidos por él, levantaron el vuelo y emprendieron el camino de regreso a su isla. Pero, llegados aquí bien podemos reproducir las palabras del experto E. Hamilton, quien en su obra sobre «La Mitología» escribe:
«Perseo volvió a su isla con ella (Andrómeda) y se dirigió en busca de su madre Danae, pero no encontró a nadie en la casa donde vivió tanto tiempo. La mujer del pescador había muerto hacía años y Dictis, el hombre que le hizo de padre, se había visto obligado a huir de la ira de Polidectes, furioso porque Danae se había negado a casarse con él. Le dijeron que ambos habían encontrado refugio en un templo y que en aquel momento el rey ofrecía en palacio un banquete a sus amigos. Perseo comprendió entonces que se le brindaba una buena ocasión para lo que intentaba. Se dirigió a la sala del festín y de pie en el umbral, con el pecho cubierto por el escudo de Atenea y el zurrón de plata a la espalda, atrajo pronto las miradas de los presentes. Antes que alguno de ellos tuviera tiempo de apartar su vista, él levantó la cabeza de la Gorgona; al contemplarla, desde el rey hasta el último de sus serviles cortesanos se convirtieron en piedra. Todos quedaron inmóviles como una hilera de estatuas, hieráticos, en la misma actitud que habían adoptado cuando Perseo se presentó.
Cuando los habitantes de la isla se enteraron de que estaban ya libres del tirano, revelaron dónde se habían ocultado Danae y Dictis. Perseo entregó la corona a Dictis, pero él y su madre decidieron volver a Grecia con Andrómeda; ambos querían reconciliarse con Acrisio (el padre y abuelo que los había arrojado al mar). Habían transcurrido tantos años desde que los encerró en el cofre, que tal vez estaría ya aplacado y se sentiría feliz de ver a su hija y su nieto. Pero al llegar a Argos se enteraron de que Acrisio se había desterrado y nadie les supo aclarar el lugar de su refugio. Al poco de su regreso, Perseo oyó hablar de un gran concurso de atletismo que organizaba en el norte el rey de Larisa y decidió participar. Cuando le llegó el turno de lanzar el disco, el pesado proyectil se desvió y cayó sobre los espectadores. Acrisio, que había venido a visitar al rey de Larisa, se encontraba entre la muchedumbre y fue precisamente él quien murió al instante por tan terrible golpe. Así, una vez más se cumplía el oráculo de Apolo… Con la muerte de Acrisio, acabaron sus penas. Perseo y Andrómeda vivieron felices durante mucho tiempo, y su hijo Electrión fue el abuelo de Hércules».
Pero ¿y qué fueron de la cabeza de Medusa y de «Pegaso»? Según la leyenda la cabeza de Medusa, la que transformaba en piedra a quien la mirase, fue a parar a manos de Atenea e incrustada en la égida, el escudo de Zeus, que la diosa llevaba siempre como defensa. En cuanto a «Pegaso» parece ser que volvió a los prados del Olimpo, donde durante los años siguientes se dedicó a hacer lo que cualquier otro potro libre, indómito y salvaje: trotar, corretear y galopar por los senderos de la Teslia; volar de un lado a otro y recorrerse una y otra vez las «autopistas divinas» en pos de esta o aquella potranca en unión de su hermano «Crisaor», el que nació con cascos de oro y fue padre de Equidna y Geríones… Hacer los recados de Zeus o acompañar a Hermes, el guía celestial. Embobar a los griegos, desde Micenas a Eubea, desde Atenas a Corinto, desde Delfos a Samos, etc., que debían mirar al «caballo volador» con toda la envidia del mundo. Incluso pudo ser el compañero de Hércules cuando éste recorre el Mediterráneo realizando sus famosas hazañas…
Hasta el día que topó con la musa Euterpe y los poetas líricos en el monte Helicón y de una coz hizo brotar la fuente de Hipocrene, que sería desde entonces el manantial vivo de todas las musas. Es decir, de Calíope, la musa de la elocuencia y la poesía épica; de Clío, la musa de la Historia; de Talía, la del teatro; de Melpómene, la de la tragedia; de Terpsícore, la del baile; de Erato, la de la elegía; de Uranio, la de la astronomía; de Polimnia, la del canto sagrado… y, naturalmente, la de Euterpe, la de la poesía lírica y madre de los poetas que en el mundo han sido.
Pero para entonces «Pegaso» era ya famoso y un caballo que asombraba a dioses y mortales con su belleza… pues, según la leyenda su pelaje gris de potro se fue haciendo blanco como la nieve con el paso de los años hasta parecer de armiño, aunque tenía una estrella y una lista gris tirando a negra en la frente y el morro. Su cuello era largo, musculoso y en forma de arco; la cabeza, expresiva, seca, de ojos apartados y vivos… tan vivos que reflejaban el valor, la inteligencia y la voluntad de ser el mejor y el más rápido; unas patas largas y proporcionadas; la cola, larga rizosa; cuarto trasero musculoso; cascos anchos, sanos y robustos; un pecho fuerte, sin grasa alguna… etc. ¡Un caballo «pura sangre» en toda la extensión de la palabra que brillaba como la arena del desierto arábigo de donde procedían sus congéneres de la Tesalia! Concretamente de la meseta del Nedjd de la Arabia central.
A lo que unía, claro está, unas hermosas alas de más de un metro de longitud, que le salían casi de la misma cruz.
¡Jamás se había visto un animal más bello!
¡Jamás se había visto un caballo tan veloz!
Pero eso no debió sorprender a nadie que Belerofonte se enamorase de él y soñase con montarlo e incluso tuviese pesadillas todo el tiempo que anduvo tras las huellas del animal…
Pero ¿quién era Belerofonte y cómo consiguió, por fin, capturar, domar y montar a «Pegaso»?
Vayamos por partes.
Belerofonte era un intrépido y atractivo muchacho que pasaba por hijo del rey Glauco de Corinto, aquel habilidoso jinete que para infundir más valor y genio a sus caballos en la guerra los alimentaba con carne humana y fue castigado por los dioses a morir él mismo devorado por sus caballos… Sin embargo, en la ciudad todos sabían que, en realidad, era hijo de Poseidón, el hermano de Zeus y soberano absoluto del mar, pues éste y la reina Eurínome habían sido amantes durante un largo tiempo.
En cualquiera de los dos casos el hecho es que, de casta le viene al galgo, Belerofonte fue desde pequeño un enamorado de los caballos y un gran jinete… No hay que olvidar que Poseidón era el protector del caballo y que fue él quien regaló al hombre el primer ejemplar de la especie. Incluso parece ser, siempre según la leyenda, que fue este dios quien creó el caballo, sacándolo de la conjunción de elementos que imperan en su reino: la belleza del mar en calma, la velocidad del viento sobre las olas y el poderío de las aguas del mar embravecido.
Bueno, pues lo que Belerofonte llegó a amar y desear más en su vida fue dominara «Pegaso». ¡Aquel caballo que volaba como el viento llegó a quitarle la alegría y el sueño! ¡Podían hacerse tantas cosas con un caballo volador!
«Un corcel alado, de galope incansable, que como ráfaga de viento pasa por los aires».
Hasta que un día ya no pudo resistir más y se fue a hablar con el más sabio de los adivinos de Epiro y le dijo:
-Heliodoro, tú sabes mejor que nadie que mi vida es un tormento y que el sueño ha desaparecido de mis ojos, y que la alegría ya no habita en mi corazón. Dime, ¿qué puedo hacer para dominar a «Pegaso», la causa de mis males? Porque si yo no puedo montar ese caballo huiré al país más lejano y dejaré que Hermes me conduzca al Hades…
-No seas insensato, muchacho, ni nunca desesperes -dijo el adivino-. Si quieres poseer y dominar al caballo volador ve al templo de Atenea y congráciate con la diosa… porque ella es la única que sabe cómo dominar a «Pegaso».
Y eso hizo Belerofonte. Con toda la humildad del mundo se acercó hasta el altar de la diosa y le rogó durante tres noches seguidas… hasta que Atenea complacida por la constancia del apuesto joven se dignó salvarlo.
-Ten… aquí tienes el arma con que podrás dominar a «Pegaso». Ve a la fuente de Pirene, el famoso manantial que mana al pie de la ciudadela de Corinto, y ponle este freno… después móntalo sin miedo… «Pegaso» será tu mejor amigo y compañero. Pero no olvides, Belerofonte, que si un día quisieras ser como Dios »Pegaso» te tirará al suelo y ya no será nunca más tu amigo.
Belerofonte tomó entonces las bridas que le ofreció Palas Atenea y esperanzado y lleno otro vez de alegría y vida hizo todo tal como la diosa se lo había indicado. Fue a la fuente de Pirene, donde abrevaba el caballo, se acercó o él y con un tacto de seda le puso los bridas a «Pegaso»… y lo montó. Naturalmente, el caballo al principio se mostró algo rebelde y nervioso, pero Belerofonte, que era un jinete consumado, le obligó o hacer unas cuantas piruetas y a galopar durante un buen rato por los prados de las afueras de la ciudad… lo cual gustó al caballo, que ahora sí se sentía caballo de verdad.
Y desde ese momento jinete y caballo, Belerofonte y «Pegaso», se identificaron de tal manera que quien no supiese el comienzo de la historia creería al verlos que más que hombre y caballo eran un centauro. Un raro centauro que surcaba los caminos de la tierra y el cielo griegos entre galopados y risos, lleno de alegría y juventud.
Pero cierto día aquella felicidad se complicó, pues Belerofonte mató accidentalmente a su hermano y huyó al reino de Proteo, donde iban a comenzar sus fantásticas hazañas impelido por el destino implacable.
Todo empezó cuando Antea, la mujer de Proteo, se enamoró del joven y quiso hacerle su amante a espaldas del marido. Belerofonte no quiso traicionar lo hospitalidad de su amigo y rechazó aquellos deshonestas proposiciones… ¡Ay, fue su perdición, porque entonces Ateneo le acusó de seducción y pidió su muerte al rey! Pero Proteo se contuvo y lo que hizo fue mandar o Belerofonte al reino de Licia, en Asia, con el pretexto de llevarle una carta secreta al rey Yábates.
Belerofonte tomó entonces a «Pegaso» y de buen grado dejó la ciudad de Argos, entre otras cosas porque hacer un viaje tan largo a lomos del caballo alado era una delicia. Por su velocidad, por su seguridad y por los paisajes que podía contemplar desde «allá arriba».
Lo que no sabía el afortunado jinete es que en la «carta secreta» Proteo pedía a Yóbates que diese muerte al portador de la misma. Afortunadamente para él el rey de Licia era un temeroso de Zeus y jamás había roto las leyes de la hospitalidad. Sin embargo, Yóbates -y porque no quería quedar mal con Proteo- mandó a Belerofonte a luchar contra la Quimera, que era como mandarle a una muerte ciega, ya que ésta era
«una criatura terrorífica, rápida y
vigorosa;
su aliento era una llama inextinguible»
que tenía la cabeza de león, el cuerpo de cabra y la cola de serpiente.
Pero Belerofonte se sentía invencible con «Pegaso» bajo sus piernas y aceptó el desafío.
Entonces tomó su arco y los dardos, cruzó los cielos de lo Tracia y dejó que le condujera «Pegaso», el cual no tardó en plantarse ante la Quimera. Mejor dicho, sobre ella, pues tanto caballo como jinete, pensando al unísono, comprendieron enseguida que sólo había un modo de vencer a aquel monstruo horripilante que además echaba grandes llamaradas de fuego por la boca: dispararle sus flechas desde el aire y sin ponerse al alcance del fuego mortal. ¡Y así fue! La Quimera cayó muerta acribillada a flechazos sin que Belerofonte o «Pegaso» recibiesen un solo rasguño. Visto lo cual «Pegaso» remontó el vuelo y ambos volvieron a la presencia del rey Yóbates.
Pero entonces Yóbates persuadió a Belerofonte para que se enrolara en la guerra que mantenía contra las Amazonas y que éstas iban ganando por su fiereza en el combate. Fue coser y contar, ya que aquellas mujeres guerreras se asustaron tanto al ver a «Pegaso», un caballo volador, que dieron la espalda y salieron huyendo a galope tendido… y perseguidos por el más rápido «Pegaso». Y eso que las Amazonas montaban unos caballos «pura sangre» de origen persa que eran veloces como el viento.
Para Yóbates fue suficiente. Igual que para Proteo, que no sólo le perdonó sino que además le dio a su hijo en matrimonio… incluso por encima de la opinión de lo falso y provocadora reina Antea.
Desde entonces y durante muchos años -dice la leyenda- Belerofonte vivió feliz en unión de su esposa y con el cariño de todos los ciudadanos de Argos.
¡Ay, pero el destino de Belerofonte estaba escrito y no de rosas precisomente!
La vanidad, el orgullo y la ambición desmedida del que no tiene suficiente con lo que tiene le arrastraron a una locura, lo locura de querer ser «como un dios»… cosa que era lo perdición de cualquier griego.
Un día le pidió a «Pegaso» que lo llevase al «Olimpo»:
-¿Y por qué no puedo yo subir al Olimpo -le dijo al caballo alado- si he realizado más hazañas que muchos de los dioses? ¿Acaso los héroes no tienen derecho a sentarse entre las divinidades? ¡Mi gloria es ya superior a la de todos los mortales y el mundo se me ha quedado pequeño! Quiero ser inmortal y habitar en el Olimpo.
Entonces «Pegaso» lo miró de frente, con aquella mirada que reflejaba el olmo, y cual si hablase le dio o entender que lo que pedía era un disparate y un imposible…
-¡Ah! ¿Es que para ti también existe la palabra imposible? ¿No eres tú el caballo de los dioses? ¿No surcas los cielos y eres más rápido que el viento? ¿No te conoces tú los caminos divinos mejor que nadie? ¿No te protege Poseidón, el dios soberano de los mares?
Pero «Pegaso» movió negativamente la cabeza y en su lenguaje le dijo a Belerofonte, ya conquistado por la soberbia y lleno de rebeldía, que para él existían límites: los límites de la cordura y la lealtad.
Y como Belerofonte le diese un tirón de los bridas, le castigara los ijares y quisiera encaminarlo hacia el «Olimpo»… hizo lo que nunca había hecho. Dio tal cabriola que Belerofonte salió como disparado por encima del hermoso cuello y fue o parar a veinte metros de distancia.
Lo cual visto por Zeus, el padre de los dioses que todo lo ve, provocó la ira divina y Belerofonte fue castigado a la máxima pena que impartían los jueces olímpicos: el destierro por cominos errantes y sin rumbo de por vida.
Por su porte, «Pegaso» fue reclamado por el propio Zeus y desde entonces habitó en las caballerizas celestiales como rey de los alazones divinos. ¡Y tanta estima le tomó Zeus –dice la leyenda– que lo hizo su mensajero particular y el tirador oficial del «corro de los dioses»!
Y cuenta la leyenda que muchos siglos más tarde todavía surcaba los cielos cuando viajaba por las noches de una estrella a otra… como un meteorito.
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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