La misión de un líder, jefe de Estado o dirigente, sea un monarca o una asamblea, consiste en procurar la seguridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de la naturaleza, así como a rendir cuentas a ese pueblo que le invistió de soberanía. Y considerando que por seguridad no se entiende aquí una mera conservación de la vida, sino también todas las cosas espirituales y materiales que el hombre pueda adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para su prójimo ni para el Estado. Y esto se entiende que debe ser hecho, tanto a través de la debida protección a los derechos de la persona, como mediante una pública instrucción de doctrina y ejemplo; así como en la promulgación y ejecución de leyes justas que los individuos han de aplicar a sus casos particulares.
Y si el gobernante alude a la incapacidad del pueblo para comprender los principios y las leyes, que es la excusa a que muchos de estos dirigentes se suelen agarrar para cometer sus delitos, hay que responderles que el pueblo tendría una gran satisfacción si las oligarquías políticas, intelectuales e intelectuales que le desprecian, no fueran menos capaces que ellos, como de hecho ocurre. Porque ocurre que las transgresiones a este género de doctrinas no proceden tanto de la dificultad de la materia como del interés de quienes han de practicarlas.
Las elites doctas, poderosas y ricas difícilmente toleran aquello que es capaz de limitar sus deseos o que descubra sus errores y delitos y, en consecuencia, que debilite o anule su autoridad. El entendimiento del vulgo, a menos que no esté nublado por el adoctrinamiento sectario, por las mentiras de la propaganda oficial o por la sumisión a los poderosos, es como un papel en blanco, dispuesto para recibir cualquier cosa que los mandatarios deseen imprimir en él.
Pero imaginar la práctica de todo lo antedicho, mis amables lectores, es sólo un sueño en la actualidad. Esa práctica cotidiana, por desgracia, nos confirma lo lejos que se halla de dicha fantasía, porque cuando noventa y nueve de cada cien partes de la ciudadanía, de las elites políticas, intelectuales y financieras, y de las instituciones, apuestan brutalmente por la basura, la sociedad resultante no puede ser otra cosa sino basura. El mundo, hoy, gracias a la infinita codicia de los nuevos demiurgos y al inagotable horror de sus almas pervertidas, se ha transformado en mera bazofia. Una secta inmunda de cofrades oscuros, auxiliados por sus esbirros, reflejo de una humanidad consentidora y rea de ignorancia, asfixia el planeta hasta ahora habitado y conocido. Y sólo una voladura universal, un desastre global, a la altura de la ideología implantada por estos seres maléficos que tiranizan los destinos de todos, podrá purificar esta cochambre que diariamente respiramos. Purificarla o exterminarla.
Nos timonean y dictan unos poderes omnímodos, a través de unos partidos y unos políticos no sujetos a las leyes, sino a su autopercepción impostada de ser paradigmas de moralidad y en este sentido a la evidencia de hallarse por encima del resto, y del bien y del mal, utilizando permanentemente su agitprop para imponer esta imagen en la conciencia colectiva. Naturalmente que la idea ni es natural ni es cierta, pero eso es lo de menos porque el discurso ideológico ha sacralizado el origen y la razón de ser del grupo elegido, convirtiéndolo en un símbolo de solidaridad y de progreso, algo así como un valor absoluto, indiscutible. Con tal razonamiento la cultura de la exclusión se justifica, afirmándose tal grupo superior en su derecho a estigmatizar todo aquello que se le oponga. Todo antagonista de la secta globalizadora es, pues, un apestado y por tanto un peligro para la sociedad.
Y, de este modo, estos nuevos demiurgos y sus políticos chanflones, a pesar de tener más faltas que una preñada de nueve meses, a pesar de que jamás se halla verdad en su boca, a pesar de todas sus taras y psicopatologías, o precisamente por culpa de ellas, se han venido muy arriba y no están por la labor de que los renuentes les mojen la oreja, arruinándoles sus agendas. A estas alturas ya no hay que hablar de los Pedro Sánchez de turno, esos politiquillos chirles y narcisos, carne de horca o de banquillo para la Historia, excrecencias sin más méritos que su falta de escrúpulos y su deber para con sus dueños, que son los que les permiten la acción malevolente; no, a estas alturas hay que poner el ojo en el Sistema y en sus pergeñadores. Pero ¿con qué mimbres cuenta la sociedad para urdir el cesto en el que atrapar a ese Método Oscuro, antes que éste desnaturalice por completo al ser humano?
Pocos buenos hay entre nosotros, pero lo peor no es la alarmante escasez de la prudencia, sino que, además, de los buenos nadie hace memoria, porque el bien no se aprende, mientras que, por el contrario, el mal se pega, de manera que un enfermo contagia el morbo a veinte sanos, y mil sanos no pegan jamás salud a un doliente. La amarga realidad es que en el mundo hay algunos que no saben nada y estudian para saber, y estos tienen buenos deseos finalmente vanos, porque al cabo sólo les sirve el estudio para saber que siguen sin saber. Otros hay que no saben nada y no estudian porque piensan que lo saben todo; a estos, si son irremediables, hay que compadecerlos, y compadecer a quienes aún no les han retirado el saludo. Otros hay que no saben nada, pero creen que sí saben, y habría que cuestionarles su jactanciosa frivolidad. Y por último están los que no saben nada, ni quieren saber nada, ni se preocupan por el saber, y viven indiferentes a todo ello e incluso diríamos que felices si eso fuera posible. Y a los cuales también su prójimo prudente sigue saludando.
La cuestión, en resumen, es que el mundo es un estercolero, como proclaman las urnas una y otra vez; «un fangal», como dicen los propios operarios que ponen en marcha el ventilador de la mugre creada por sus amos y por ellos mismos; y que, por esa misma realidad, por esa misma lógica, los escasísimos avisados, es decir, los fachas, los conspiranoicos, los franquistas, etc., serán condenados. ¿Cómo es posible que se condene a la prudencia y a la virtud? -se preguntarán los incautos. Porque el mal aborrece la luz y la verdad, y porque los que los juzgan son demonios.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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QUE VAN A ESPERAR DE UN REY TRAIDOR, QUE FIRMA LO QUE LE PONGAN, PORQUE MIENTRAS VIVA EN PALACIO BUENA COMIDA BUENA VIDA, BUEN SUELDO, QUE ME QUITEN LO BAILAO.