21/11/2024 14:55
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Hoy quiero escribir de periódicos, de Prensa, de libertad de expresión y de ese «cuarto poder» que un día hizo decir a un Presidente de los Estados Unidos que un país podía vivir sin Gobiernos pero no sin periódicos…o sea, que quiero hablarles de los dos artículos que me han acompañado toda mi vida y de la película que me habré visto tantas veces como años he conseguido vivir hasta ahora. Han sido mi norte periodístico y mi conciencia personal. Mi Santísima Trinidad Profesional y mi paño de lágrimas en los momentos difíciles.

           

EL CUARTO PODER

Y por ahí comienzo. Quiero que antes de seguir vean  ustedes conmigo mi película. «El cuarto Poder»… el mejor Humphrey Bogart como actor,  y luego sigan leyendo.

               

Porque ahora les quiero hablar de «El rasgo», aquel artículo de Emilio Castelar que acabó con el Reinado de Isabel II y de «El error Berenguer», el artículo de José Ortega y Gasset que con tres palabras («Delenda est Monarchía») dio la puntilla a la Monarquía y al Rey Don Alfonso XIII.              

Dos artículos y Dos Borbones ¡caídos!

    

 «El rasgo» se publicó el 23 de febrero de 1865 en «La Democracia»  y en pocas líneas demostró que lo que el Gobierno se proponía hacer con los bienes del Patrimonio Nacional no era otra cosa que una «maniobra corrupta» para enriquecer a  la Reina, aunque lo presentara como un gesto de amor desinteresado de Doña Isabel por Madrid… Naturalmente, aquel mismo día tuvo que dimitir el Presidente del Gobierno, a la sazón el general Narváez, y la Reina y la Monarquía quedaron tan tocadas del ala que poco después tuvieron que hacer las maletas y no parar hasta bajarse del tren en París. Pero, para entender mi devoción mejor es que lo lean:

«El RASGO»

 

« Los periódicos reaccionarios de todos los matices nos han atronado los oídos en estos últimos días con la expansión de su ruidoso entusiasmo, de sus himnos pindáricos; verdadero «deliriums tremens» de la adulación cortesana. Según ellos, no la casta Berenguela, ni la animosa María de Molina, ni la generosa Sancha, ni la grande Isabel, ni Reina alguna desde Semíramis hasta María Luisa, han tenido inspiración semejante a la inspiración que registrarán  con gloria nuestros anales y escribirán con letras de oro los agradecidos pueblos en bruñidos mármoles.

 

Vamos a ver con serena imparcialidad qué resta, en último termino, del celebrado rasgo. Resta primero una grande ilegalidad. En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad. Impidiendo al Rey tener una existencia aparte, una propiedad, como Rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirlo íntimamente con el pueblo. 

 

Hace mucho tiempo que se viene encareciendo cuánto podían servir para sacar de apuros al Erario los bienes patrimoniales de la Corona. Y, sin embargo, nada, absolutamente nada se sacará ahora; nada. La Reina se reserva los tesoros de nuestras artes, los feraces territorios de Aranjuez, el Pardo, la Casa de Campo, la Moncloa, San Lorenzo, el Retiro, San Ildefonso: más de cien leguas cuadradas, donde no podrá dar sus frutos el trabajo libre, donde la amortización extenderá su lepra cancerosa. El Valle de Alcudia, que es la principal riqueza del Patrimonio, compuesto de ciento veinte millares de tierra, no podrá ser desamortizado a causa de no pertenecer a la Corona, y, según sentencias últimas, pertenece a los herederos de Godoy. En igual caso se encuentra la riquísima finca de la Albufera, traspasada por Carlos IV a Godoy en cambio de unas dehesas de Aranjuez y unos terrenos de Moncloa. Si después de esto se transmite a la Corona el veinticinco por ciento de cuanto haya de venderse, quisiéramos que nos dijesen los periódicos reaccionarios que resta del tan celebrado rasgo, qué resta sino un grande y terrible desencanto.

 

Los bienes que se reserva el Patrimonio son inmensos: el veinticinco por ciento, desproporcionado; la Comisión que ha de hacer las divisiones y el deslinde de las tierras, tan tarda como las que deslindan de los bienes del Clero; y en último resultado, lo que reste del botín que acapara sin derecho el Patrimonio vendrá a engordar a una docena de traficantes, de usureros, en vez de ceder en beneficio del pueblo. Véase, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derechos para protestar contra ese proyecto de Ley, que, desde el punto de vista político, es una engaño; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de  vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo, y desde todos los puntos de vista uno de esos amaños de que el partido moderado se vale para sostenerse en un Poder que la voluntad de la nación rechaza; que la conciencia de la nación maldice. 

 

Emilio Castelar, en el periódico La Democracia, de 25 de febrero de 1865.           

 Y ahora vayamos al encuentro de Ortega, el verdugo de la Monarquía y de la II República.         

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 «El filósofo», que nació en la imprenta de un periódico, publicó «El error Berenguer» el 15 de noviembre de 1930 en «El Sol» y fue una bomba que acabó con la corrupta y ya desprestigiada Monarquía y el hundido Rey Don Alfonso XIII…

y lo más gracioso es que el pueblo redujo el artículo a tres palabras, las tres, en latín, con las que lo cerraba: «Delenda est Monarchia». Pero, lo de antes, mejor es que pasen y lo lean:  

 

«EL ERROR BERENGUER «

 

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario -que Berenguer es del error, que Berenguer es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país (…)

 

La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

 

Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

 

Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.

 

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.

 

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

 

He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.

 

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

 

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

 

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!

 

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.

 

Este es el error Berenguer de que la historia hablará.

 

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia.

LEER MÁS:  Cangrejos invasores. Por Eloy R. Mirayo

 

Bien, Pues, estas han sido mis brújulas en el periodismo… y aunque yo no llegara a ser el Director que es Humphrey Bogart en la película, si puedo decir que fui martillo contra la corrupción y contra el desgobierno y las nulidades políticas que nos ha tocado conocer y sufrir desde 1975 hasta hoy mismo…¡y hasta mañana, seguro,  porque a este mindundi que nos gobierna no habrá quién lo eche y si por “el milagro Ayuso” llegara al Poder el cobardica de Génova sería peor!

   

 

Película: https://www.youtube.com/watch?v=AVIvvTjgDis

Texto «Rasgo»: La gestión de la memoria: El rasgo, de Emilio Castelar (gestindelamemoria-felix.blogspot.com)

Texto «Error Berenguer» : José Ortega y Gasset: El error Berenguer (segundarepublica.com)

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.