24/11/2024 06:55
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Según detalla, el Secretario General del PP es partidario de negociar los puestos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) con los socialistas para repartirse el pastel

Muchas cosas y muy importantes todas se desprenden de las 500 páginas que Cayetana Álvarez de Toledo ha dejado escritas en su obra “Políticamente indeseable” como dije hace unos días, porque en realidad lo de Cayetana no es un libro más, es una denuncia y una radiografía implacable de lo que es hoy el Partido Popular que dirigen los “cobardicas” Pablo Casado y  don Teodoro García Egea, el fullero y compravotos de Murcia.

Y como no hay más que añadir les reproduzco las palabras que le dedica a la reunión que mantuvo, como Portavoz del Grupo Parlamentario Popular, con don Casado y don Teo en los grandes despachos de Génova. Son estas:

La primera vez que hablé a fondo con Pablo Casado sobre la renovación de la cúpula judicial fue en aquella infausta reunión de intendencia en Génova. En el debate de investidura, Sánchez había arremetido contra los tribunales y anunciado su intención de «desjudicializar» el Procés. Sus palabras causaron el lógico escándalo, pero a él no pareció preocuparle. Poco tiempo después, filtró su intención de nombrar fiscal general del Estado nada menos que a Dolores Delgado: diputada del Partido Socialista, ministra de Justicia en activo, militante de izquierdas, hater de la derecha y pareja de Baltasar Garzón, uno de los personajes más turbios y sectarios de la órbita iberoamericana, inhabilitado y expulsado de la carrera judicial por pisotear las garantías procesales de los acusados. El nombramiento de Delgado era una agresión directa al PP, pero sobre todo a la separación de poderes. «¡No tiene pudor!»; «¿Cómo se atreve?»; «Esto le pasará factura», decían unos y otros. Pero yo veía en su gesto un golpe de autoridad. De autoritarismo. Sánchez no quería disimular su voluntad de someter al Poder Judicial. Quería que se notara. Que se viera claramente quién manda en España. Y para qué. Su plan, convergente con el de Podemos, era relanzar el Proceso iniciado en Cataluña, ahora desde las instituciones del Estado. Buscaba asegurar al PSOE, o a sí mismo, el poder a perpetuidad. En su camino sólo había tres obstáculos: el Rey, la Oposición y la Justicia. De erosionar la figura del Felipe VI se encargarían Podemos y los separatistas. De debilitar a la Oposición, nuestras propias dudas y divisiones internas. De someter a los jueces, el Gobierno con la complicidad involuntaria —eso esperaban— del PP. El instrumento era la renovación del CGPJ y el TC.

Lo comenté en la reunión con Pablo y Teodoro. «La Justicia es uno de los tres diques de contención que quedan frente al Proceso. Creo que no podemos entrar, de ninguna manera, en el reparto de cromos en el CGPJ. Aguantemos la presión y, además, levantemos la bandera de la regeneración de la Justicia, de acuerdo con nuestro programa electoral y con lo que es ético y deseable. En esto los votantes están claramente con nosotros». Era una reflexión elemental y pensé que todos la compartíamos. Sin embargo, para mi sorpresa, Teodoro discrepó tajantemente y defendió la conveniencia de negociar con el PSOE para controlar parte del Consejo. Es más, me dio la impresión de que ya estaba haciéndolo, directamente o a través de terceros. Pablo, en cambio, no parecía tan convencido. De hecho, secundó buena parte de mis argumentos y añadió otro de carácter pragmático: «Aunque quisiera pactar con el PSOE, no podría. Después de lo de Marchena [el whatsapp de Cosido, que aludía a que con Marchena de presidente del CGPJ se controlaría la Sala Segunda del TS], nuestros votantes me matarían». Pero no me quedé tranquila. Vi que Teodoro insistía y que lo hacía de forma beligerante. Por primera vez percibí que sus ataques y filtraciones contra mí ocultaban algo más que una obsesión pueril por el control del Grupo Parlamentario o el foco mediático. Teníamos diferencias políticas y estratégicas de fondo. Y también tomé nota de otra cosa, todavía más inquietante: que Pablo estaba delegando en Teodoro no sólo un poder prácticamente omnímodo sobre la estructura del partido, sino responsabilidades cada vez más importantes y delicadas para el futuro del centroderecha y de España.

A pesar de ello, o más bien por ello, cuando a mediados de febrero Sánchez convocó a Pablo a la Moncloa, le preparé una nota con una serie de exigencias. Las llamé «emergencias democráticas» y entre todas ellas destaqué la despolitización de la Justicia. Este es el mensaje que le envié a Casado a modo de exposición.de motivos:

La reunión en Moncloa sólo busca dar apariencia de normalidad a una circunstancia política puramente anormal. De emergencia democrática. Y sobre todo someter al PP, y vía el PP, al Poder Judicial. Creo que habría sido preferible decirle: «Usted acaba de formar gobierno con unos sediciosos, acaba de habilitar a un usurpador, acaba de aceptar una mesa para negociar la ruptura de la soberanía nacional, acaba de anunciar una reforma del Código Penal para excarcelar al golpista mayor, y acaba de dejar clara su voluntad de someter al Poder Judicial y a la Fiscalía. ¿Para qué me llama usted? Gobierne. Intente cabalgar esa fiera solo. Y cuando fracase, me llama». A partir de ahí, una vez aceptada la reunión, creo que deberías ser claro. Nada de hablar de asuntos «normales»: economía, educación, pensiones… Sólo de las emergencias democráticas. Es decir, de tus exigencias para proteger a la democracia española frente a sus desmanes. Ese es el papel que le pasé a María [Pe- layo], que por supuesto incluye la Justicia: su inmediata despolitización para evitar el proyecto antidemocrático de Sánchez de «desjudicialización» del Proceso. No podrías evitar el tema y además es un tema crucial. El tema. El más importante de todos los que están sobre la mesa. Donde nos jugamos la continuidad del sistema del 78. No sé si esto te ayuda en algo. Espero que sí. 

 

Pablo no utilizó mi nota. No hay nada extraño en ello: el colaborador propone y el líder dispone. Sin embargo, ese día me quedé preocupada.

En los días posteriores, el Gobierno dio un paso más en su política de abandono del constitucionalismo y anunció la convocatoria de una mesa extraparlamentaria de negociación con toda la cúpula separatista, incluido Torra, que acababa de ser inhabilitado por desobediencia al TC. La decisión motivó mi segunda interpelación a Carmen Calvo, aquella en la que me dirigí a su escaño vacío, para sofoco de su sustituta y de parte de mi bancada. Había aprendido cómo funciona el Parlamento en tiempos de declinación: importa más tu discurso que el debate, que la mayoría de las veces queda reducido a un diálogo de besugos con Twitter.

 

En este caso, mi objetivo era hacer la radiografía de la deriva reaccionaria del PSOE. Hitos. Datos. Bandazos. Hasta su presente liquidación como fuerza igualitaria. Pero de filón también mencioné un asunto que, sin imaginarlo entonces, acabaría provocando uno de los mayores revuelos de mi etapa como portavoz: «El próximo sábado, el fugado Puigdemont ha convocado un acto masivo en Perpiñán. Vergüenza para Europa, desde luego. Pero sobre todo vergüenza para ustedes. Ya me dirá en su réplica el nombre del orador socialista que intervendrá como telonero del prófugo».

 

Efectivamente, el mitin suponía una humillación para España y para la Europa del Derecho, la democracia y la unión. Pero sobre todo lo era para Francia y para Macron, autoproclamado azote de reaccionarios y nacionalistas. El candidato de su partido en Perpiñán había acogido con entusiasmo la visita de Puigdemont, al que había declarado «su amigo». Alfredo tuvo la excelente idea de que Pablo le dirigiese una carta a Macron reclamándole coherencia ideológica y apoyo a la democracia española, y yo se la transmití a María Pelayo, con la que tenía confianza y una buena relación. El resultado fue un largo y desolador intercambio de mensajes.

 

María me explicó que Hispán había descartado la propuesta con el argumento de que «el presidente no puede estar todos los días contestando a todo el mundo por actos gravísimos». Parecía harta y desesperada. Se quejó de la pasividad del Gabinete de Pablo. Me dijo que lo trataban como si ya estuviera en la Moncloa y que se habían convertido definitivamente a la estrategia arriolista consistente en «no moverse, por si acaso». «El presidente puede reunirse con policías, Sociedad Civil Catalana, niños con enfermedades raras, ¿y no puede mandarle una carta al presidente de Francia pidiendo ayuda a nuestra democracia?». Le contesté que yo también estaba cansada y sobre todo fastidiada por no poder ayudar. Le insistí en mi tesis: «Están [Sánchez y sus aliados] cargándose el marco para expulsarnos definitivamente del tablero. O lo entendemos en toda su dimensión o estamos liquidados». Por último, conociendo su relación de máxima confianza con Casado, le hice una sugerencia sobre la que llevaba tiempo meditando: «Y otra cosa: un día Pablo debería hablar públicamente sobre la responsabilidad de los empresarios de comunicación y de los empresarios en general. Señalarles. Y emplazarles. A defender la democracia, con él y con todos los que trabajan en el mismo sentido, de Nicolás Redondo para acá. Pablo debe erigirse en líder y defensor de la democracia. No tiene nada que perder». Expresada en privado, esta idea de apercibir a las élites económicas y mediáticas podía sonar banal. Dicha en público resultó explosiva. Pero antes Francia.

 

Al saber que Casado no haría nada respecto al mitin de Puigdemont, decidí hacerlo yo. No le escribí una carta a Macron —no me correspondía a mí como portavoz—, sino al presidente de la Asamblea Nacional francesa, Richard Ferrand. Quería explicarle hasta qué punto el acto suponía una afrenta no ya para España sino para la propia Francia, su dignidad republicana y sus valores democráticos, y reclamarle que impulsara una declaración institucional de repulsa por la presencia de un golpista y prófugo en territorio francés. Eso hice el mismo día del mitin, el sábado 29 de febrero, no tan casualmente desde un hotel de campo cerca de Narbona. A unos kilómetros, decenas de miles de separatistas avanzaban sobre Perpiñán, ajenos tanto a los fundamentos del Estado de derecho como al advenimiento de la peor pandemia en un siglo.

 

La carta tuvo eco en los medios. A los pocos minutos de difundirla recibí un mensaje del programa de Carlos Alsina en Onda Cero. Me proponían una entrevista por teléfono el lunes y contesté que la haría encantada. Carlos es un periodista de calidad y uno de los mejores entrevistadores de España. Metódico, cerebral, independiente, irónico, nada banal, con una templanza afilada y un punto de hermetismo, casi de misantropía, me inspira no sólo respeto sino una extraña simpatía. El lunes, sobre las ocho y media de la mañana, atendí su llamada. Hablamos de la carta a Ferrand y del desafío separatista a España en general. Y así, llevada por la conversación y por la necesidad de decir la verdad, aludí al asunto que le había comentado a María por escrito: la responsabilidad de las élites empresariales y mediáticas en la decadencia española. Esta fue mi reflexión:

«La pasividad francesa es hija de la abdicación española. En España hay complicidad y hay cansancio, las dos cosas. Hay complicidad del Gobierno de España con el separatismo reaccionario, es decir, con el señor Puigdemont, con el señor Junqueras, con todo lo que ellos defienden y promueven, y también hay cansancio. Mucho cansancio de buena parte de los demócratas españoles ante lo que está sucediendo. Y es contra ese cansancio contra lo que yo me rebelo. Y lo que hago es un llamamiento. Un llamamiento a la movilización de los españoles, de los demócratas en defensa de su democracia; que no pierdan la esperanza y no pierdan también su capacidad de denuncia. Y también un llamamiento a la responsabilidad de las élites españolas: de las personas influyentes, de los intelectuales, de los empresarios, de los dueños de los medios de comunicación. Porque mirar para otro lado, incluso hacer negocio con esta operación de erosión de la democracia, es una inmensa irresponsabilidad, una gravísima irresponsabilidad».

 

Afilado, Alsina repreguntó. Y yo contesté.

—Lo de hacer negocio… ¿a qué se refiere, que no…? Hacer negocio con esta situación… ¿por parte de quién?

—Sí. Hay televisiones que hacen negocio. La Sexta, por ejemplo, hace negocio con la erosión de los valores de nuestra democracia, que no son de derechas ni de izquierdas. Hace negocio con la erosión de nuestro sistema democrático. Y estamos en un momento crítico.

—¿Usted cree que La Sexta trabaja por la destrucción de la democracia en nuestro país?

—Por su erosión, sí. Hace negocio con su erosión. Desde hace mucho tiempo. Y así lo he dicho siempre […].

—Hace usted bien en decir lo que piensa. Se lo digo porque La Sexta es una televisión de este grupo de comunicación, como los oyentes, por otra parte, conocen.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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