14/11/2024 03:58

De todas las dificultades y reveses de la vida pueden sacarse algunas enseñanzas. Es más: principalmente, son las experiencias dolorosas las que pulen nuestra sabiduría, las que nos hacen menos superficiales, más hondos, más apegados a la realidad. Las dificultades nos desvelan los puntos débiles y ponen en marcha recursos personales que quizá nunca habíamos aprovechado. Esto puede decirse de cualquier persona, pero también -en otro sentido- de una colectividad.

El temporal que asoló una parte de España el martes 29 de octubre de 2024, arrasando vidas humanas y recursos materiales, nos deja unas cuantas enseñanzas. Voy a comentar dos: una positiva y otra negativa. De ambas podemos sacar consecuencias provechosas.

Primero, la positiva. Hemos comprobado la gran cantidad de buena gente que hay en España. Masas de personas se han movilizado de forma altruista y generosa para ayudar a sus compatriotas. Gente de toda condición, ideología, creencia. Además, las fuerzas de orden público, los militares, los servicios de Protección Civil. Todos han dado testimonio de entrega a los demás de su tiempo, su esfuerzo, su dinero.

Por nuestras venas corren esencias y valores seculares, que tienen su fuente en el Humanismo y el Cristianismo; valores que acaso estaban latentes, ocultos por la hojarasca de banalidad y relativismo que nos infunde la cultura postmoderna, pero que, ante un impacto fuerte, surgen y afloran a la superficie.

Hemos comprobado que la sociedad española mantiene un tono moral elevado, a pesar de que lo que le llega por los medios y las redes no es nada ejemplar y que el espectáculo de su clase dirigente es poco edificante.

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Segunda enseñanza, la negativa. Sin entrar en el debate de quién es el responsable de la mala gestión de esta crisis (podría decirse aquel adagio que Salvador de Madariaga aplicó a la II República: “entre todos la mataron y ella sola se murió”), ha quedado claro que nuestro Estado de las Autonomías, configurado a partir de la Constitución de 1978, tiene serias deficiencias. Alguna pieza falla en este motor si, ante una crisis de estas dimensiones, no está claro qué competencias asume cada cual y cómo se coordinan los recursos para ponerlos al servicio del objetivo común. Cada administración le arroja la responsabilidad a la otra como quien espanta un moscardón.

No me imagino al Presidente de los Estados Unidos, en un caso así, debatiendo con el Gobernador de un Estado; o al Presidente alemán discutiendo con el de un land. Son modelos federales parecidos al español en su funcionamiento, pero no en sus raíces históricas ni en su espíritu ni, evidentemente, en sus formas.

En fin, todo esto podría resumirse en aquel tan citado verso del Poema de Mío Cid:

¡Dios, que buen vasallo si oviesse buen señor¡

Autor

Tomás Salas
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