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Situada en la calle Vallmajor número 1, entre las calles Ravella, Modolell y Copérnico. También conocida como Preventorio D. Estaba dirigida por militantes de la CNT-FAI y del SIM. Su principal dirigente fue Santiago Garcés. Con respecto a esta checa José María Fontana nos aporta el siguiente testimonio:
“Eran horribles y espantosos los sufrimientos, que se produjeron muchos intentos de suicidio. M. Robles se tiró al patio, y aquel bondadoso y sonriente viejo, Francisco Morera, regresó de un interrogatorio lleno de sangre que le manaba hasta por las orejas, y, después de unas horas de insensibilidad en el suelo, se ahorcó de un grifo a setenta centímetros del piso, con su cinturón. Son dos botones de muestra”.
Manuel Godoy Prats estuvo encarcelado en la checa de Vallmajor y fue el encargado de enseñarla a las autoridades que hasta ahí se desplazaron una vez las tropas nacionales entraron en la ciudad. Durante el juicio a Alfonso Laurencic dijo:
“Fui introducido en una habitación, y, sin mediar palabra, me golpearon con porras. Cuando estaba ya casi sin sentido, me apoyaron contra la pared, y, con unas grandes tijeras de oficina, me clavaron en la nuca y me rociaron el pecho con gasolina. Después me arrancaron la corbata, y me prendieron fuego. Las quemaduras fueron apagándose por sí mismas. Fui otra vez apaleado, y extendido en un sofá. Entonces me resistí brutalmente porque querían hacerme una prueba más horrible que las anteriores (…) Al cerrarse la puerta, un palo que sale de ella se mete entre las piernas, y muy cerca de la nariz queda un potente foco, y suena constantemente un timbre atroz. La sensación de asfixia es horrible, porque, a pesar de cerrar los ojos, la luz es tan fuerte que no se consigue nada con ello. Este suplicio empezó a las diez y media de la noche, y duró hasta las tres de la madrugada”.
Juan Juncosa Orga, estuvo detenido en la checa de Vallmajor desde el 31 de mayo de 1938 hasta la entrada de las tropas nacionales en Barcelona. Durante el juicio a Laurencic declaró:
“El tormento más frecuente era pegarnos con unas porras de alambre, revestidas de goma. Otro suplicio era colocar en la cabeza del detenido una goma con una campana; tiraban de ésta, y la campana pegaba contra la frente. También aplicaban hierros candentes que ponían en las partes más sensibles del cuerpo, testículos, por ejemplo; o colgaban boca abajo al individuo, sujeto por una argolla, y tenerlo un rato, hasta que declarara lo que les convenía. Había también unos cajones con una luz muy potente y unos cencerros; duchas de agua muy fría, e inmediatamente una corriente de aire, producida por un ventilador”.
Guillermo Bosque Lapena estuvo, primero, encerrado en La Tamarita y, después, en Vallmajor. Durante el juicio a Laurencic expuso:
“Empezando por las duchas, que nos daban tres o cuatro veces al día. Nos tenían media hora debajo de la ducha, y luego nos tiraban, desnudos, a una carbonera. Estuve cinco días sin comer. Las palizas empezaban a las nueve de la noche, en que ellos solían venir un poco “alegres”, y la pagábamos todos. Cada dos horas, hasta las cinco de la mañana, nos llamaban a declarar. Así estuve durante quince días. Después salí para el “Villa de Madrid”, de donde me sacaron varias veces, dos de ellas con los ojos vendados. En Vallmajor estuve desde mayo basta enero de este año. Allí me pusieron en la silla eléctrica diez o doce veces. Después “escribí a máquina”, como decían ellos. Consistía el suplicio en descoyuntar los dedos”.
Jaime Escoda Llavaría, durante el juicio a Laurencic explicó:
“Me pusieron una argolla de madera al cuello, y una bombilla eléctrica enorme muy cerca de los ojos, mientras me golpeaban continuamente en la cabeza”.
Joaquín Gay Vilar estuvo en la checa de Vallmajor del 30 de mayo de 1938 al 14 de enero de 1939. Durante el juicio a Laurencic manifestó:
“Me pusieron una inyección infectada en el brazo, en el derecho. Lo hicieron con muchos compañeros, entre ellos Rodríguez, jefe de ventas de la Casa Ford; el comandante de Ingenieros Llorente, el señor Osset, don Alfredo Mazas, que prestaba servicio en la Jefatura Superior de Policía. No quisiera suponer que ponían las inyecciones infectadas a propósito… el señor Rodríguez, jefe de Ventas de la Casa Ford, falleció a consecuencia de ella”.
Rita Bermejo, durante el juicio a Laurencic dijo:
“Allí fue donde me pegaron, y me levantaron la uña del dedo medio, por dos veces. Me quisieron sentar en la silla eléctrica, pero hubo un bombardeo y no pudieron. Un tal Gironella me dio una paliza tremenda; estuve quince días sin poderme mover”.
Sobre esta checa escribe Higinio Polo:
“Después de la cena, Himmler y su cortejo nazi van a ver la «checa» de la calle Vallmajor, y el jefe de las SS y los jerarcas fascistas se confiesan asombrados por la crueldad de los republicanos españoles y de los comunistas. En marzo de 1942, algo más de un año después de esa visita a Barcelona, se inicia la matanza sistemática en campos como Treblinka y Sobibor, mientras Himmler da instrucciones a sus subordinados para que el plan de eliminación esté culminado en diciembre de ese mismo año, preocupado porque la eficaz maquinaria nazi no pueda hacerlo, dado el volumen de personas a las que había que hacer desaparecer”.
En junio de 1938 un joven llamado Félix Ros, adscrito a Falange Española desde 1934, recibió la visita de una patrulla de control. Su futuro, hasta la entrada de las tropas nacionales en Barcelona, estuvo marcado por la checa de Vallmajor. Sobre su experiencia en dicho centro escribió unas memorias tituladas Preventorio-D, ocho meses en la checa. En ellas escribió:
“La Sección Sexta del SIM se componía de dos edificios deslindados entre sí por la calle de Vallmajor, perpendicular a Copérnico. El primero, donde con anterioridad estuvo instalada la Academia Muntaner (Comercio e Idiomas), es un chalet de pésimo gusto, planta y dos pisos, con ventanas ovaladas, techos bajos y batidísimos por el frío. Ocupaban este local las oficinas, las habitaciones de interrogatorio y las cinco o seis de tortura que para dar eficacia a aquel solían emplearse; en unos sótanos muy amplios, afluyentes a Vallmajor, realojaba la compañía de Asalto dedicada a mayor felicidad de los detenidos. Sobre la acera enfrentada a ese portalón -que debió ser garaje-, por el que entrábamos los recluso en el chalé cuando nos llamaban a prestar declaración, abríase una puertecilla de rejas del antiguo convento de magdalenas, subrayada por un conato de jardín, tras el cual, mediante una concisa escalera, se penetraba en lo que fue Preventorio D, nombre correctísimo, que haría sonreír empalagosamente al señor deán de Canterbury sobre sus desayunos con mermelada de naranja. Suponiendo la fachada de Vallmajor un testuz de toro, puede decirse que las dependencias se distribuían en forma de cornamenta, con el jardín interior comunicado a un gran huerto más allá de las dos alas paralelas; el claustro, pues, no se cerraba, resultaba mejor una especie de triple galería. Además de esta planta a nivel, tiene el edificio otra, sótanos y altillos. La capilla, muy espaciosa, se recuesta en Copérnico. En conjunto, el edificio no era grande, pero albergó siempre de trescientos cincuenta a quinientos reclusos”.
El director se llamaba Pedro García “un redomado hipócrita, perfectamente enterado de cuantas crueldades se cometían”; el subdirector un tal Calleja “tipo muy delgado y nervioso, moreno, chulo y vivalavirgen”; un guardia llamado Julio “bajito, delgadito, rubio. sifilítico y tracomático”; Perfecto Antuña “predicaba un socialismo teórico”; Manuel Campillo “se vanagloriaba de que, durante la revuelta del 34, en unión de otros probos, violó a casi todas las monjas de un convento”; un tal Ramón “muy mal educado y uno de los corazones más enjutos de la pandilla”; otro llamado Adán “se deleitaba con su bondad franciscana”; Manuel Murciano, “hombre de sentimientos ruines, rencoroso, destilando odio siempre, gozaba en el sufrimiento de todos y nos trataba como a enemigos personales”; Manuel Meana “nos odiaba a todos, con un odio precavido, lleno del deseo de atormentar, de humillarnos siempre”; Justo González “frío, estúpido, silencioso, era una mala bestia, al que se le iban las manos por nada”; un tal Gervasio “frío, estúpido, silencioso, era una mala bestia, al que se le iban las manos por nada”; Marcelino Arias “era un solemne embustero, engreído y fatuo, con su aspecto de mosquita muerta, su tenue hablar en acento gallego, su cara fina de guapin de aldea”; Víctor Cuadrado “alto, delgado, fuerte, sarnoso casi perpetuo. Se le consideraba muy gandul, bueno para el recluso y muy malo para las mujeres”; Manolo López. Asturiano “alto, bastante más viejo que los otros, mortecino, con cierta voz apagada y de ultratumba, era un hombre malhumorado, pero de sentimientos muy nobles y servicial”
Sobre las celdas escribe Félix Ros:
“La celda 36 bis era amplia, como casi de cuatro por siete. Al abrirme la puerta, la impresión fue de lo más deplorable: había allí hasta cincuenta y pico de individuos maravillosamente barbados y de destrozada ropa, sobre un fondo de hollín, pues la estancia fue en tiempos oratorio de las monjas, y las turbas, luego denominadas Democracia luchando contra la invasión, dedicándose a las labores propias de su seso, la quemaron, como la capilla y otras salas. Tuve, empero, dos grandes suertes: la de caer en esa aglomeración -una de las dos de la casa- y no en una celda chica (par cuatro u ocho) y la de encontrar allí a varios amigos… Continué mi camino hasta llegar a una puerta que comunicaba a una pieza alargada donde hallábanse situadas cuatro picas para el aseo, una ducha y dos letrinas”.
¿Cómo era la vida cotidiana en la checa de Vallmajor? Félix Ros nos la describe así:
“Por la mañana, se salía unos minutos, a las siete y a las diez, esta segunda vez para asearse un poco (sin jabón, ni toalla, ni peine…; en una palabra, con agua, cuando la había); después de los ranchos, dos salidas más. Las horas del rancho variaban. El minúsculo pan lo traían antes del mediodía. Y se acabó. Ya podía uno estar enfermo, tener sed o cualquier otra necesidad. El día que se tropezaba uno con un guardián bueno (?) no era ilícito tener esperanzas de que le abriesen. En las celdas pequeñas, donde apenas cabían echados seis hombres sin impedimenta (y hundiendo los huesos del uno en las infinitas concavidades del otro), ventiladas por un solo ventanuco con más rejas que vano, ¡cuántas veces hubo que pestilenciar más el ambiente por la sordera de los guardianes! La escasísima ropa era el recipiente único, que había que lavar después de cualquier manera, para volverla a vestir”.
¿Cómo soportaron aquella situación?
“Sólo Dios lo sabe. Cuando intentaban carearme con alguien, amigos de toda la vida no me reconocían hasta escuchar mi voz. Casi todos nosotros teníamos abultadas las ingles hasta lo monstruoso; los pómulos, el arco cigomático de cada temporal, los hombros, el entronque de la cabeza de las costillas con el esternón ofrecían a nuestro tacto maravillado unas insospechadas contexturas siempre, unas aristas, unos punzones, escalofriantes, amenazando flotar a través de la delgadísima lámina de carne (?) o piel que lo cubría…”.
¿Qué tipo de enfermedades sufrieron?
“Un setenta por ciento tenía reuma. Todos, desde luego -en mayor o menos órbita-, el cuerpo lleno de llagas. Nuestro sistema curativo era modélico: agua sobre la herida y vendarla con el pañuelo sucio o un retal de camisa. El practicante de la casa era un grandísimo mal nacido a quien me encantaría tropezarme en alguna ocasión para que con sus huesos pudieran fabricarse gemelos, dijes y pasadores. Creo que se llamaba Gárate; había sido mancebo de botica en San Sebastián. Ignoro los méritos que habría contraído para ir uniformado de teniente de Sanidad; lo cierto es que todos sus diagnósticos consistieron siempre en aconsejar dieta, o tomar únicamente el caldo o el grano (según las dolencias), o la corteza o bien la miga de pan. Cuando fue pasando el tiempo, y por haber sobrevivido muchas defunciones, determinaron ocuparse algo más de nosotros, aparecieron en escena los salicilatos, unos sustitutivos del bismuto y otros de la aspirina, unas tijeras, pasta lassar, pequeñas cantidades de pésimo algodón, algo de creosota y un líquido balsámico, todo ello recetado en la forma más arbitraria y contraproducente, según lo que les quedaba de cada producto, con afán de nivelar lo déficits de los salicilatos. Lo que todo el mundo padecía -por la insuficiente alimentación- era estreñimiento. Las pocas veces que se utilizaban las letrinas éstas quedaban manchadas de sangre”.
Aquellas letrinas tienen una historia trágica que dejó reflejada Félix Ros en su libro:
“Aquellos lavabos tenían su historia. Dos días antes, exactamente, ingresó en la 36 bis un buen hombre ya viejo, sonriente. Se llamaba Francisco Moreras. Entró poco antes del ancho. A las tres lo llamaron a interroga; volvió hacia las ocho, llorando y hecho una lástima a golpes. Por la noche tornó a salir. Al regreso, cubierto de sangre que le manaba hasta de las orejas desplomóse como un fardo sobre las losas, molidos los huesos, negra la espalda de golpes. La atroz indiferencia de aquellos que, como él, estaban embarcados en la misma adversa lotería apenas si se quebró para la dádiva de unas palabras de resignación. Un individuo joven -y rojo- al que se le propuso cediera una especie de sofá en el que, excepcionalmente, dormía, alegó estar enfermo de los riñones. El viejo Moreras se quedó sobre el suelo, plegado como uno de esos paraguas de ropa que dejan caer los augustos en el circo. A media noche se levantó, fue al lavabo y, con su cinturón, colgase de un grifo a setenta centímetros del suelo. Así lo encontró a la mañana siguiente el comisario de policía Abarca –policía, pero recluso-, que era el compañero de celda más madrugador. ¡Cuidado que había de ser difícil ahorcarse en aquellas condiciones!”.
La crueldad fue el modus vivendi de los guardianes que disfrutaban torturando a unos reclusos que, en general, fueron encerrados esperando descubrir los pasos que estaba siguiendo la quinta columna. Unos métodos de tortura terroríficos que tuvieron a Alfonso Laurencic como promotor, inventor y ejecutor.
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