Durante nuestra breve existencia nos encontramos con dos clases de honores, el que habita en la conciencia, que es un honor indeleble, y el que conceden los hombres, que casi siempre es falso. Los hombres prudentes no son nunca víctimas de la avaricia, ni de la apariencia, porque saben que el triunfador y el vencido, el rico y el pobre se encaminan juntos a un mismo fin, la muerte.
Las olas de la muerte vienen contra todos, y se abaten tanto contra el número uno como contra aquel a quien la gloria ignora. Los honores de la tierra, contingentes, son en su mayoría para aquellos que, despreciando la virtud, dirigen su mirada hacia el vacío intentando atrapar vanos fantasmas en su trivial o morbosa esperanza. Los honores morales, por el contrario, son siempre para aquellos cuya gloria fomenta el dios que ha decidido distinguir a los hombres de las bestias.
La gloria, la buena fama, pues, puede entenderse de dos formas. Y allá cada cual con su elección y su juicio. El destino suele repartir a los seres humanos dos o más infortunios por cada bien. Y sólo los más discretos saben soportar las adversidades como conviene, viendo siempre el lado bueno de las cosas y aprovechando las crisis para obtener progresos, mejorar el mundo y mejorarse a sí mismos.
Los débiles, los necios y los malvados, sin embargo, no saben conllevar el éxito o el infortunio, tal vez porque han puesto sus ojos en lo material y nimio, en lo efímero, y hacen prevalecer los goces mundanos sobre los del espíritu, seducidos como se hallan por un hedonismo inútil, henchido de caducidad. Pero toda esta visión de la existencia, egoísta y pueril, cae en un instante a tierra, sacudida por las propias ambiciones de nuestros semejantes o por los hados inflexibles. La humanidad se halla a merced de las catástrofes, las originadas por sus propios intereses y errores y las producidas por los efectos de la Naturaleza.
Expuesto lo anterior, España lleva décadas sufriendo las insanias de una casta política deforme y de unas ideologías abominables y aberrantes. Por desgracia, esas doctrinas y los psicópatas que las promulgan han llegado a un extremo en el cual las soluciones han de ser tan radicales como las causas que las generaron. Para oponerse a ellas no basta con paños calientes, ni con parches, ni con caminos circulares. Sólo se avanza, sobre todo en circunstancias así, mirando en la propia conciencia y ejercitando la autocrítica de manera sincera. Y eligiendo rectamente en todos nuestros actos, por menudos e intrascendentes que parezcan.
Hablar de cosas así es hoy soñar con utopías, y no pocos lectores pueden pensar que quien las dice es un diletante de la quimera, un soñador que marcha fuera del camino, pero a veces la esencia se halla en lo más elemental y simple, y todo lo puede alcanzar el ser humano si lo permite su estatura. Lo malo es que la sociedad española -occidental- tiene actualmente una talla diminuta.
Píndaro, en sus Píticas, escribió: «Efímeros, ¿ qué somos? ¿Qué no somos? ¡Sí, de una sombra el sueño: eso es el hombre!». Pero este hombre, en su fugacidad, ha demostrado ser capaz de alcanzar cimas increíbles. Este hombre, el que no da prioridad al oro, sino a que la tierra cubra sus despojos tras ganarse el favor de sus semejantes y el propio respeto, está siempre dispuesto a combatir el mal. Este hombre, el que cuestiona la injusticia y siembra el reproche entre los criminales, este hombre lúcido y digno de encomio, que no ceja de luchar contra el abuso de la gentuza, es el que necesita España en estos tiempos amargos. Merezcámoslo, primero; y, luego, peleemos con fe por encontrarlo. Y por multiplicarlo.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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