20/09/2024 21:32
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Las noticias cotidianas apenas nos dejan tomar aliento entre el fin de una o varias calamidades, o de uno o varios escándalos, y el comienzo de los siguientes. Estamos viendo germinar las tendencias que desde hace décadas preparan los tiempos futuros. El recuerdo siempre presente hasta entonces de los valores de la Antigüedad y de Occidente, se está viendo cada vez más entorpecido por el alza de sus enemigos, una plutocracia enloquecida, de insaciable codicia, y un islamismo y unas izquierdas cada vez más fanatizadas, así como por una evolución económica y social que habiendo alcanzado cotas de bienestar tan artificiales como impensables no hace mucho, paradójicamente favorecen, con la creación de utópicas expectativas, la frustración ciudadana. 

Unas y otras causas y factores coinciden en el resentimiento. Y tan fácil como saber que es esta semilla del odio la que mueve nuestra actual sociedad, así resulta difícil hallar una fórmula para enfrentarse con éxito al germen del rencor. La indiferencia de unos, la cobardía de otros, la ignorancia suicida de tantos y la incapacidad para advertir el derrumbe de todos, hace complicado encontrar el impulso preciso para resucitar valores e instituciones, y oponer eficazmente el vigoroso espíritu de la libertad y del progreso auténticos a los totalitarismos políticos, a los despotismos religiosos, a los liberticidas proyectos de las nuevas mentalidades revolucionarias o del nuevo orden

Desaparecidos los genuinos intelectuales y desaparecidas las esencias de la educación humanista y de la justicia no venal, es decir, desaparecidas la virtud y la excelencia, vivimos y viviremos unos tiempos oscuros en los que aquellos aspectos de la vida cotidiana y familiar que hasta ahora han sido referencia y apoyo, quedarán como estilizaciones decorativas en el recuerdo.

En esta ciénaga social, y deteniéndonos en España, hemos llegado a un punto en que la profesión de ladrón es la única que ofrece ciertas perspectivas a un emprendedor. Un punto o un estado de corrupción en que la totalidad de los partidos políticos parlamentarios españoles -salvo VOX, en parte y de momento- dudan del sentido y de la unidad del país al que quieren gobernar, o la atacan o especulan con ella; en que la justicia es tosca, venal y arbitraria; en que la supuesta intelectualidad es burda, poltrona y servil; la información, sectaria; la educación, libertina o entregada al odio; la administración, indeseable, lenta e incapaz, y en todo ello brilla la codicia y la confusión.

Y, por supuesto, con la institución familiar en horas bajas, una diana contra la que se entretiene disparando toda la opulenta y totalitaria secta del LGTBI. ¿Progreso? El caso es que la salud social se cifra hoy en innumerables sucesos de divorcios, abortos, drogadicción, alcoholismo, sexualidad pervertida, etc. ¿Progreso? El caso es que la gente se sigue matando. El ser humano sigue robando, violando, torturando, mientras media humanidad se muere de hambre, enfermedad o locura. De la justicia, siempre escapan los tiranos, los plutócratas, los sátrapas. La codicia, la ambición y la envidia siembran la tierra de ignorancia, pobreza y odio. La Economía, la Política y el Derecho no han hallado todavía un sistema, un consenso, una ley universal contra la miseria, la guerra y el crimen… ¿Progreso?

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Sí, claro, el progreso representado por la OTAN actual, que tantos elogian. Pero su demagogia -la demagogia- no sólo es antagonista del sentido de la responsabilidad y de la buena fe, también lo es de la capacidad y de la voluntad analíticas. Suele argumentar con simpleza el demagogo, como si la Historia admitiera comparaciones anacrónicas, que en tiempos del imperio y de Felipe II, cuando el sol nunca se ponía en nuestros territorios, se vivía peor que ahora. Una visión, ésta, limitada a lo material, a un desarrollismo ajeno a las necesidades espirituales de la humanidad. Una visión interesada que evita meditar en la tara de una sociedad – la nuestra- hundida en un siglo viciado, y ávida de bienes materiales.

Esos progresistas no quieren entender que la actual angustia de las gentes en la tierra es un signo. Como lo es también la cantidad de pacientes infantiles que tienen psiquiatras y psicólogos; los jóvenes asténicos y bulímicos; los divorcios; los abortos; la violencia doméstica; el homosexualismo exhibicionista; la pederastia… Todo ello supone un estruendo social que debiera obligarnos a alzar la cabeza, a levantarnos para iniciar nuestra liberación. Las preocupaciones de la vida se combaten mediante la responsabilidad, el esfuerzo, la educación, manteniéndonos en pie con firmeza, atentos para enfrentarnos a las lacras del presente y a lo que aún está por venir.  

No cambian los problemas de la humanidad en tiempos declinantes o gloriosos, pero sí cambia en unos y otros la perspectiva desde la que enfrentarlos; y es esa visión de conjunto, esa capacidad de comprensión de los problemas contemporáneos, y la manera de exponerlos y sobrellevarlos, en donde se debe fijar la atención. Por la interpretación de los clásicos de otras épocas y de sus doctrinas, se comprueba que es la nuestra una época lábil, carente de religiosidad y de vigor intelectual. 

Hoy, en este falsario progreso, la vida es para muchos una actividad competitiva y ansiosa en la que como modélicos ciudadanos de incontrolado frenesí procuran cuidarse de sus adversarios y acaban convirtiéndose en sus propios enemigos. Estos estresados que disfrutan de las tentaciones mundanas envueltos en la vorágine de su ambición, carecen de tiempo para apreciar el esplendor de la naturaleza, y de almario donde ubicar su espíritu y sus emociones más generosas. 

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En su arrogancia activa, en su afán por ampliar su riqueza o alcanzar el estatus de nuevos ricos, aún tienen tiempo para compadecerse de los parias que añoran la vida retirada. Para ellos la calidad de vida se halla entre el tráfago urbano, las reuniones de negocios y los mordiscos a la fruta del poder. Lugares todos ellos donde radica el infierno moderno, donde se precipita el hombre acelerado y deshumanizado, y en donde ellos alcanzan el placer de vivir.

La condición humana, vista así, se ha devaluado, disolviéndose en el caos del tener por el tener, embebida en su propia jactancia y en su miserable codicia, consumiéndose en su desasosiego, en ese permanente afilarse las garras y colmillos para, desde su observatorio cotidiano, lanzarse a por la presa, prisionera ella misma de su sed insatisfecha. ¿Tiene alguien ideas propias y honradas? ¿No resulta, así, todo el mundo un poco o un mucho oportunista y tramposo? ¿No caminamos entre nuestro prójimo con la deprimente y terrible sensación de ser permanentemente engañados por unos y otros, instituciones y personas?

¿Progreso? Todo lo contrario. Pero en esa fabulosa patraña del progreso, entendido como lo entiende la plutocracia capitalsocialista y sus esbirros, es en la que quieren que las masas crean. Y lo consiguen. Porque siempre que los poderosos cometen atropellos y errores buscan y hallan a alguien, entre la multitud de damnificados, dispuesto a canonizar sus desafueros y hacer pasar por buenos sus abusos y yerros. Y así, justificados por millones de almas serviles, pueden continuar cómodamente con sus malos propósitos, robando y violentando. Y haciendo leyes en desacuerdo con la limpia conciencia. Y nada más injusto a los ojos de las gentes de bien que el ver recompensada la corrupción y la deshonestidad con la opulencia y el poder, ocultas tras la careta de un progreso falaz.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.