
Referir la totalidad de los personajes, hechos y leyendas que, de una forma u otra, han tenido relación con el castillo de Arévalo es difícil en extremo. Tan intensa ha sido la vida de esta fortaleza; tan importante en el devenir de los siglos que conformaron Castilla, que son innumerables los hechos los cuales nos llevan a sentir su silueta negra en la noche como una sombra que proyecta en nuestro ánimo sensaciones sin fin, históricas remembranzas, ensueños legendarios, emociones del pasado y confusos presagios de futuro.
Hace seiscientos años allí estuvo prisionera, de paso para Medina, en pos de una muerte amarga, que los historiadores no están seguros en situar, una mujer. Una mujer que, cuando le llegó el último suspiro, con tan solo veinticuatro primaveras dejaba atrás ocho años de peregrinación carcelaria camino de la última y definitiva frialdad: doña Blanca de Borbón.
Don Pedro, el rey castellano al que la Historia calificaría de cruel, había de tomar matrimonio. Los motivos estaban en la corona, no en su corazón. Aquel día, los recuerdos apasionados de las noches de placer en compañía de María de Padilla, estaban más vivos en su alma que en otras ocasiones.
Con el semblante rígido, ensombrecido el ceño y las manos inquietas, esperaba el rey a la infanta que le traían desde el norte de los Pirineos para esposa.
El año 1353, el día 25 de febrero, las miradas de doña Blanca y don Pedro se encontraron. Ella con ilusionada esperanza amorosa, casi infantil. Él con amargo rencor y desazonado disgusto.
Los dieciséis años de doña Blanca presentan un riquísimo obsequio. Las manos tensas de don Pedro acogen aquel cinturón de oro y simpar pedrería. Su rostro hace una pequeña mueca, en la que se dibuja una sonrisa abortada.
La amante del rey, María de Padilla, la de las enajenadas noches de placer, la del cuerpo voluptuoso, la de pasión sin freno, contempla ausente la escena. Sus ojos grandes, vivos y luminosos se clavan en el soberbio regalo. Su semblante, absorto, emana profunda amargura arropada con ira celosa de tintes vengativos. Después todo su rostro se relaja, y sus labios parecen expresar, en silencio, una última y horrorosa esperanza.
Las nupcias se celebran. La boda concluye.
La noche es fría.
Los que ya son marido y mujer penetran en la estancia que, preparada al efecto, espera impaciente que el milagro del amor se consume entre sus paredes. La pedrería del cinturón que luce don Pedro y que, apenas hace unas jornadas, le entregara la joven ruborizada que a su vera se encuentra, refulge con destellos producidos por las llamas de la lumbre que entibia la alcoba.
María Padilla, lejos de allí, tiene su espíritu ocupado en manipulaciones demoníacas y actuaciones de brujería. De su boca salen opacos conjuros.
El crispado cuerpo de don Pedro se estremece en convulsiones. El refulgente cinturón que le regalara doña Blanca se ha transformado en serpiente. El resbaladizo ofidio ciñe la cintura de don Pedro.
El desamor ya tiene apoyatura. El desprecio ya tiene causa.
¡Es una bruja!
Ocho años habrían de seguir a esta negra noche nupcial. Ocho años de presidios, de cárceles y agonías. Ocho años hasta que, envenenada, el amoroso manto de la muerte se tendiera sobre la desgraciada doña Blanca, llevándola hasta los lugares en los que los límites no existen.
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