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Jamás pensé que estaría más de dos horas en una sala de cine escuchando al público carcajearse sin cesar mientras se proyectaba una película de Paolo Sorrentino; pero ha ocurrido: incluso cuando esa risa, muchas veces, ocultaba una lágrima. Se trata de Fue la mano de Dios, su última película hasta la fecha: la menos autoral, sí, y también la más personal. Un fragmento de vida esculpido en celuloide que entra directo por la escuadra.
La última película del director italiano tiene tres protagonistas evidentes: el propio cineasta, la ciudad de Nápoles, y Maradona. Fue la vida de Dios cuenta la historia de su director, Paolo Sorrentino, aquí llamado Fabietto Schisa (encarnado por un joven y brillante actor que no conocía, Filippo Scotti), en un año clave (1986) para su ciudad natal, Nápoles: aquel en que Diego Armando Maradona llegó al equipo local y ganó, con la Selección Argentina de Fútbol, el Mundial. Un partido de fútbol o la vida del propio Maradona, en manos del director napolitano, pueden convertirse en experiencias religiosas de primer nivel (no en vano Juan Villoro escribió aquello de que “Dios es redondo” en un ejercicio sorrentiniano de pura teología posmoderna); y la vida del propio director, en una tragicomedia perfecta sobre la existencia.
A Sorrentino le gusta desconcertar en los primeros tramos de sus películas: lo hacía en su obra maestra, La gran belleza (2013), y lo hace ahora en Fue la mano de Dios; para ello se vale, en esta ocasión, de un humor tremendista y desfasado cuya mueca de sonrisa deja pronto paso al más profundo de los melodramas: la pérdida de los padres en un estúpido accidente, al tiempo que la llegada de la vocación como director de cine. Porque fue un partido de Maradona lo que salvó a Sorrentino de morir con sus padres: esa es la verdadera “mano de Dios” a la que hace referencia el título y de cuyo caprichoso arrebato o milagrosa salvación nació uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo. En la cima de su carrera, Sorrentino hace el mismo ejercicio de autoficción que nos dejó, apenas unos años antes, Pedro Almodóvar en otra extraordinaria película cargada de sentimiento y nostalgia: Dolor y gloria (2019).
Las películas de Paolo Sorrentino siempre cuentan una vida: la de personajes reales como Berlusconi o Andreotti; la de personajes inolvidables de la ficción reciente como el compositor Fred Ballinger (Michael Cane) y, sobre todo, el escritor Jeb Gambardella (Toni Servillo). Pero en esta ocasión, Sorrentino traza las líneas de su propio rostro y el de su familia a través de los últimos momentos que pasó con sus padres y del transcurso de los primeros meses después de la muerte de estos. Todo cabe en Fue la mano de Dios: los milagros y las tragedias, las bromas y las peleas, el cine y el amor, el sexo y la soledad, la playa y un vagón de tren vacío, un niño que saluda y una loca que dice adiós. Vida y muerte. Surrealismo e hiperrealidad. Y, sobre todo, aquello que compone la esencia de cuanto encarna la mística de Paolo Sorrentino: un espacio donde lo sagrado y lo mundano se funden y se confunden de manera inevitable.
Fue la mano de Dios (2021) es a Amarcord (1973) lo que La gran belleza (2013) a La dolce vita (1960) y Juventud (2015) a Fellini, ocho y medio (1963). Si en Youth (2015) la reflexión se centraba en la vejez, en Fue la mano de Dios lo hace en la juventud. En ambos casos destaca la categoría visual: antes barroca, ahora sobria. En ambos casos, la emoción resulta de nuevo incontenible y los pequeños detalles como el sonido —chof, chof, chof, chof— que hace una lancha a más de 200 kilómetros por hora, siembran el film de poesía.
“La realidad es mediocre”, se dice en la película, “ya no me gusta la realidad”. El cine y el fútbol no sirven para nada (solo para escapar de la realidad) pero pueden ser tan revolucionarios como el gol que Maradona les hizo (con la mano) a los ingleses con la guerra de las Malvinas aún palpitante. “Termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida. Escondida debajo del bla, bla, bla, bla, bla. Y todo sedimentado bajo los murmullos y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza. Y luego la desgraciada miseria y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo”. Los personajes de Sorrentino nunca terminan de penetrar dentro de la trascendencia pero tampoco caen en esa actitud condescendiente que se propone negarla o simplemente despreciarla.
El alma es nuestra memoria; el dolor de los recuerdos simboliza lo esencial del yo. Una bella venganza contra aquello que la vida arrancó; la iniciación del joven que abandona la infancia como rito de paso para abrazar la vida adulta: eso es Fue la mano de Dios. Muchos no le pedimos nada más al arte que saber encontrar destellos de belleza prestos a significar las toneladas de sufrimiento que conforman toda forma de existencia. Directo por la escuadra: un fragmento de vida esculpido en celuloide.
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