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Decía un tal Quevedo, Don Francisco (1580-1645), que en una nación donde no existe justicia es muy peligroso tener razón, pues la mayoría de sus ciudadanos son estúpidos… y añado yo, «y los estúpidos pueden acabar eligiendo al presidente del gobierno». 

Antes de entrar en materia es bueno hacer una serie de precisiones: Cuando los antiguos griegos inventaron hace milenios aquello, ahora considerado tan fabuloso de la «democracia», tuvieron muy en cuenta que para que esa clase de régimen político funcione, los electores tienen que estar bien formados e informados, pues es la única manera de que la gente acabe teniendo buen criterio y sepa a quién o quiénes elige para que gestionen la cosa pública, y al fin y al cabo (que es lo fundamental) los dineros de todos que, no ha de olvidarse que se recaudan para el mantenimiento de los «elementos comunes», si se me permite que equipare una ciudad, una nación a cualquier comunidad de propietarios. 

 ¿Qué si no, al fin y al cabo, se pretende, cuando un grupo de humanos se organizan en «comunidad» sino facilitar la vida de las personas, abaratar costes y rentabilizar lo mejor posible lo que se posee en común? 

Algo que hay que subrayar es que los antiguos griegos eran todos, o casi todos, alfabetos, la comunidad ponía especial empeño en la formación y toda la gente sabía que, si no se poseía formación, cualquiera podía ser víctima de demagogos y charlatanes que llegaran al poder prometiendo maravillas y haciendo mucho ruido: oclocracia, gobierno de quienes logran hacer más ruido, o sea, de una muchedumbre. 

Para evitar la degeneración de la democracia representativa hacia la oclocracia, la democracia ha de poseer «absolutos/incuestionables» y sólo debe permitirse que la soberanía de la mayoría se aplique, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. 

En un sistema de democracia representativa nunca debe consentirse que, la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado, pues, a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo. Y, por supuesto, la mayoría no debe poseer capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales; pues eso sería abrir la puerta a formas tiránicas de gobierno. En una democracia representativa el poder de los votantes debe de estar claramente delimitado, pues, como decía anteriormente, el dominio de una mayoría ilimitada es el principio de la tiranía.  

Votar es simplemente un instrumento político de participación, para elegir los medios prácticos, para decidir respecto de la toma de decisiones relativas al funcionamiento de una sociedad. Pero los principios fundamentales, en los que se basa esa comunidad, nunca deberían estar determinados, supeditados a una votación.  

Bajo ningún concepto se ha de permitir que los derechos individuales se sometan al voto público; la mayoría no tiene derecho a votar para quitarle los derechos a una minoría; la función política de los derechos es precisamente proteger a las minorías de la opresión de las mayorías, y no olvidemos nunca que la minoría-minoritaria más pequeña es el individuo.   

Cuando la Constitución de un país deja a los derechos individuales fuera del alcance de las autoridades públicas, la esfera del poder político queda seriamente restringida; es así como los ciudadanos pueden, de forma segura y adecuada, estar de acuerdo en acatar u obedecer las decisiones del voto de la mayoría, dentro de esa esfera limitada. Las vidas y los bienes de las minorías o de los que disienten nunca se cuestionan, nunca están en riesgo, no dependen del voto y no están amenazados por ninguna decisión que pueda tomar la mayoría; ninguna persona y ningún grupo poseen carta blanca para poder actuar contra los demás. Nunca se debe permitir que los deseos, el capricho colectivo sean el criterio correcto en todo lo concerniente a los asuntos políticos, nunca se debe abrir la puerta a que una mayoría se arrogue el «derecho», el poder de esclavizar, subyugar a otros…  

Ni que decir tiene que el poder del gobierno ha de estar claramente definido, limitado de forma muy estricta y precisa, para que ni el gobierno, ni ninguna organización criminal, de gánsteres, que quiera conseguir poder estatal pueda abolir la libertad de los ciudadanos.  

Tal forma de gobierno convierte la libertad individual en intocable, poniéndola fuera del alcance de cualquier multitud o grupo con ansias de poder. La vida de cada ciudadano sigue siendo suya, y cada cual posee la libertad de vivirla, siendo conditio sine qua non que respete la libertad de los otros a hacer lo mismo. «Ésta» es la única «democracia» admisible, lo demás son formas de gobierno y regímenes liberticidas, pues nunca habría nada que frenara la tentación de sacrificar a los más débiles, a las minorías más o menos «indeseables». Una sociedad libre nunca debe suscitar inseguridad personal, o poner en riesgo los derechos de las personas, y en particular el derecho de propiedad.  

Nunca se ha de permitir que la mayoría vote para decidir sobre si se le quita la vida o se permite vivir a Sócrates, por incurrir en herejía o expresar ideas «políticamente o socialmente incorrectas»; aunque una mayoría exija el ejercicio de ese poder, la Constitución y las leyes, mejor dicho, el Gobierno, deben salvaguardar la libertad de los individuos 

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Y ¿por qué les cuento todo esto? Pues muy sencillo, porque hace ya demasiado tiempo que hemos pasado de acercarnos peligrosamente y coquetear con situaciones de «dictaduras de mayorías», a estar plenamente instalados en una en la que sufrimos la arbitrariedad y las locuras de quienes se amparan en ser la voz de esa mayoría, supuestamente progresista…   

En España, y en multitud de países, se ha acabado imponiendo una «oclocracia», el gobierno de la muchedumbre ruidosa, una forma de «totalitarismo democrático», del que ya alertó nada menos que, Aristóteles hace 2500 años, en la que se hacen con el poder quienes más gritan a una muchedumbre analfabeta o semi-analfabeta, prometiéndoles el «paraíso ahora»; una oclocracia en la que la mayoría de la gente acaba siendo víctima de demagogos y charlatanes que llegan al poder prometiendo maravillas y haciendo mucho ruido… y esos procedimientos oclocráticos se han ido generalizando (a la vez que los derechos y libertades individuales han ido retrocediendo, han sido limitados e incluso suprimidos), con el noble pretexto de protegernos, por nuestro bien, ante los enormes peligros derivados de la supuesta crisis de salud pública originada por el coronavirus, también llamado covid-19. 

No es de extrañar que, en el último año una de las series de televisión más exitosas haya sido una de Netflix, titulada «El juego del calamar», en la que se banaliza la violencia y se justifica recurrir a ella, colocando a los protagonistas en dilemas morales que, serían inaceptables en una sociedad decente. En la mencionada serie, que para más INRI tiene una trama «lúdica» se formulan preguntas absolutamente perversas, tales como «¿Seríamos capaces de matar para salvar nuestra vida o a de nuestros seres queridos? ¿Podríamos traicionar a alguien que ha confiado en nosotros?» 

En la narración de «El juego del calamar» está implícito el «experimento Milgram», del que merece la pena que les hable, pues, guarda una íntima relación con la ecuación de la que el filósofo cordobés, Averroes, decía que mueve el mundo: la ignorancia empuja al miedo, el miedo al odio, y el odio a la violencia. 

En mayo de 1962 se produjo la detención y el posterior enjuiciamiento de Adolf Ecihmann, oficial nazi durante la II Guerra Mundial. Según los historiadores que, han investigado al régimen de Adolf Hitler, fue el principal coordinador de la deportación y el exterminio de miles de judíos en los campos de concentración. 

Stanley Milgram, psicólogo interesado en la sociología, siguió el juicio muy de cerca y se planteó la pregunta de hasta qué punto alguien puede torturar e incluso asesinar a otra debido a la presión social. 

Todo empezó través de un cartel colocado en una parada del autobús en Florida (Connecticut) en el que se solicitaban voluntarios para participar en un ensayo relativo al «estudio de la memoria y el aprendizaje» en Yale, ofreciéndoseles cuatro dólares (equivalente a 28 dólares actuales) más dietas, por su participación.  

A quienes se presentaron voluntarios, se les ocultó que en realidad iban a participar en una investigación sobre la obediencia a la autoridad. 

 Los participantes eran personas de edades comprendidas entre 20 y 50 años de edad de toda clase de formación, desde gente con estudios de secundaria hasta titulados universitarios. 

En el experimento intervenían tres personas: el experimentador (el investigador de la universidad), el «maestro» (el voluntario que había acudido tras leer el anuncio) y el «alumno» (un cómplice del experimentador que se hacía pasar por participante en el experimento).  

El experimentador le explica al participante que, tiene que hacer de maestro, y tiene que castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que falle una pregunta. 

A continuación, cada uno de los dos participantes escoge un papel de una caja que, determinará su rol en el experimento. El cómplice toma su papel y dice que ha sido designado como «alumno». El participante voluntario toma el suyo y ve que dice «maestro». Aunque, en verdad, en ambos papeles estaba escrita la palabra «maestro» y así se conseguía que el voluntario con quien se va a experimentar reciba forzosamente el papel de «maestro». 

Separado del «maestro» por una pared en la que hay una ventana con un espejo, a la manera de los que usa la policía, a través de la cual sólo se ve desde uno de los lados, el «alumno» se sienta en una especie de silla eléctrica y se le ata para «impedir un movimiento excesivo». Se le colocan unos electrodos en su cuerpo con crema «para evitar quemaduras» y se le indica que las descargas pueden llegar a ser extremadamente dolorosas, pero que no le provocarán daños irreversibles. Todo esto es observado por la persona que está en la habitación de al lado. 

A los participantes en el experimento se les comunicaba que el «experimento estaba siendo grabado», para que supieran que no podrían negar posteriormente lo ocurrido. 

Se comienza dando tanto al «maestro» como al «alumno» una descarga real de 45 voltios con el fin de que el «maestro» compruebe el dolor del castigo y la sensación desagradable que recibirá su «alumno».  

Posteriormente el investigador, sentado en la misma habitación que el «maestro», proporciona al «maestro» una lista con parejas de palabras que ha de enseñar al «alumno». El «maestro» comienza leyéndole la lista y tras finalizar le leerá únicamente la primera mitad de las parejas de palabras indicándole al «alumno» cuatro posibles respuestas para cada una de ellas. Éste indicará cuál de estas palabras corresponde con su par, presionando un botón (del 1 al 4 en función de cuál cree que es la respuesta correcta). Si la respuesta es errónea, el «alumno» recibirá del «maestro» una primera descarga de 15 voltios que irá aumentando en intensidad hasta los 30 niveles de descarga existentes, es decir, 450 voltios. Si es correcta, se pasará a la palabra siguiente. 

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El «maestro» cree que está dando descargas al «alumno» cuando en realidad todo es una simulación. El «alumno» ha sido previamente aleccionado por el investigador para que vaya simulando los efectos de las sucesivas descargas. Así, a medida que el nivel de descarga aumenta, el «alumno» comienza a golpear en el vidrio que lo separa del «maestro» y se queja de su condición de enfermo del corazón, luego aullará de dolor, pedirá el fin del experimento, y finalmente, al alcanzarse los 270 voltios, gritará de agonía. Lo que el participante escucha es en realidad una grabación de gemidos y gritos de dolor. Si el nivel de supuesto dolor alcanza los 300 voltios, el «alumno» dejará de responder a las preguntas y se producirán estertores previos al coma. 

Por lo general, cuando los «maestros» alcanzaban los 75 voltios, se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus «alumnos» y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de los «maestros» se detenían y se preguntaban el propósito del experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su «alumno». 

Si el «maestro» expresaba al investigador su deseo de no continuar, este le indicaba imperativamente y según el grado: 

Continúe, por favor. 
El experimento requiere que usted continúe. 
Es absolutamente esencial que usted continúe. 
Usted no tiene opción alguna. Debe continuar. 

Si después de esta última frase el «maestro» se negaba a continuar, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas. 

En el experimento original, el 65% de los participantes (26 personas de 40) aplicaron la descarga de 450 voltios, aunque muchos se sentían incómodos al hacerlo. Todos los «maestros» pararon en cierto punto y cuestionaron el experimento, algunos incluso dijeron que devolverían el dinero que les habían pagado. Ningún participante se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios. 

Fue así como Milgram elaboró el estudio del comportamiento de la obediencia. Todo empezó colgando un cartel en una parada de autobús que decía lo siguiente: «Buscamos voluntarios para un ensayo sobre el estudio de la memoria y el aprendizaje. Pagamos cuatro dólares más dietas». 

Pues, sí, como decía un tal Nicolás Maquiavelo, «Quien controla el miedo de la gente, se convierte en el amo de sus almas»; y a esa faena dedican tiempo, energías y «nuestro dinero» los actuales gobernantes; por supuesto, para fomentar e inspirar miedo, necesitan mantener al ciudadano medio en la ignorancia, y hacer uso de la coacción, de la fuerza (de la cual poseen el monopolio) para hacer cumplir las leyes. 

Algunos de los que hayan llegado hasta aquí en la lectura de mi artículo, se preguntará ¿No nos iban a hablar del número uno del tenis mundial, Novak Djokovic? 

Pues, sí, el tenista serbio, Novak Djokovic es víctima de todo este entramado perverso de ignorancia, miedo, odio, violencia… fomentado con el pretexto de protegernos, por nuestro bien, amparándose en que los gobernantes, la burocracia estatal, cuenta con la aprobación de la mayoría para reservarse el derecho de admisión en su territorio y limitar el derecho de movimiento de sus ciudadanos y de los extranjeros, de limitar la actividad económica, el tránsito de personas y mercancías, de bienes y servicios, y de implantar regímenes totalitarios y liberticidas, pues, tal como narra «el juego del calamar» y corrobora el «experimento Milgram», la mayoría de los humanos, son capaces de someterse a sumisiones y servidumbres de tal magnitud, y mucho más… y aplaudir de forma entusiasta cuando se castiga a los herejes. 

Autor

Carlos Aurelio Caldito