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Es imprescindible reinstaurar los «juicios de residencia»… y legislar sobre la responsabilidad de funcionarios y cargos públicos. 

Raro es el estudio de opinión en el que se le pregunte a los españoles qué, o cuáles, son los problemas que más les preocupan y que son más urgentes de hincarles el diente, en el que los encuestados no respondan que la corrupción. 

España, aparte de por el caos y la indigencia intelectual, está gravemente afectada por los mediocres y los malvados que han acabado ocupando todos los resortes del poder, los golfos y gánsteres que están presentes en todas las instituciones, desde los municipios hasta el gobierno de la nación. 

La corrupción impone su presencia y se deja sentir, ¡Y de qué manera!, en los poderes legislativo, ejecutivo y  judicial, y por supuesto, en la prolongación de estos: los medios de información y creadores de opinión. Y hasta en las universidades… 

Ni que decir tiene que la percepción de que lo caracteriza a España se llama podredumbre, y va acompañada de la sensación de impunidad, de que nadie, ninguna institución hace nada por evitarla, de que ningún poder del Estado tiene voluntad de hacerle frente y ponerle freno. Como mucho, los partidos políticos con representación en las instituciones, nos dicen que están sumamente preocupados y deciden crear alguna «comisión ad hoc», o algún «observatorio», en el que colocan a gente afín -no podía ser de otro modo- que, acaba elaborando un sesudo informe en el que acaban afirmando que los españoles somos «así», que la picaresca es una seña de identidad de la cultura española y que, bueno, en el fondo no nos va tan mal… que hay otros lugares del mundo más corruptos, que en todos sitios cuecen habas, y en mi tierra a calderadas. 

El malestar de los ciudadanos ha llegado a ser tal, que ha dejado de ser descontento y se ha convertido cada vez más en desafección. La percepción general de los españoles es que todos los partidos políticos son «iguales», iguales de golfos, iguales de bandidos. 

La corrupción aparece cada vez más como el gran caballo de Troya de la democracia que, desprestigia a políticos y partidos por igual. A ello se suma la constatación permanente de que, muchos políticos viven en una realidad tan distante a la de la ciudadanía que, les resulta imposible aterrizar y palpar la circunstancia en la que vive la mayoría de la población. Entre la gente, la percepción más extendida es la de que, quienes gobiernan lo hacen para una minoría; cada día que pasa existe un mayor descontento hacia las élites y el poder político que, inevitablemente conduce a un mayor rechazo hacia la democracia representativa. 

Según el Índice de Percepción de la Corrupción, que elabora anualmente «Transparencia internacional», España es el país de Europa en el que más ha empeorado la percepción de corrupción y ocupa un lugar destacado en el ranking de países más corruptos. Evidentemente, no solo influye en el estado de ánimo de los españoles, es un asunto bastante serio y que afecta de forma muy dañina a la imagen de España y a sus posibilidades de atraer inversiones honestas y a largo plazo. Una economía como la española, que se sitúa entre las 15 primeras del mundo (y supuestamente entre las 35 más competitivas a escala mundial), no puede encabezar el ranking de los países más corruptos, si quiere mantener una buena imagen y poseer competitividad. 

Ya Maquiavelo, hace cinco siglos, nos indicaba que cuando todo está corrompido, hay que empezar desde cero. 

«Quien en los actuales tiempos quisiera fundar una república, le sería más fácil conseguirlo con hombres montaraces y sin civilización alguna, que con ciudadanos de corrompidas costumbres; como un escultor obtendrá mejor una bella estatua de un trozo informe de mármol que de un mal esbozo hecho por otro.» (Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio) 

Cuando se emprende la construcción de un edificio, se descubre que el armazón de la obra tiene termitas, es mejor deshacerse de él y comenzar con otra madera nueva, que, incluso aunque inicialmente sea de peor calidad, esté sin contaminar. 

Es mejor dictar normas que impidan la corrupción (por aquello de más vale prevenir…) que aprobar leyes para castigar a los corruptos, una vez extendido el mal.   

La experiencia demuestra que los humanos en general, tienden a las malas costumbres y que, es conveniente frenar cuanto antes, sin dilación ni aplazamientos, las conductas no virtuosas de forma ajustada a derecho. 

Bien, y…  

¿Qué hacer para frenar la corrupción y disuadir y castigar a los corruptos? 

 No será fácil, por supuesto. 

Para empezar, es imprescindible una administración de justicia independiente de lobbies y de partidos políticos que, actúe de forma rápida y con contundencia, sin arbitrariedad. 

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Por otro lado, es imprescindible eliminar la posibilidad de que los gobiernos concedan indultos a personas condenadas por corrupción. Los corruptos y quienes estén tentados de corromperse deben saber que no van a tener ninguna posibilidad futura de ser perdonados e indultados. 

Hay que reducir el número de aforados a su mínima expresión (ningún país en Europa tiene tantos aforados como España), y disminuir también, las situaciones de aforamiento, limitándolo exclusivamente a las actividades y actuaciones relacionadas con el ejercicio del cargo público. 

Para hacer frente al clientelismo político, es urgente disminuir el número de cargos de libre designación, y que sean ocupados por empleados públicos, mediante algún procedimiento de concurso-oposición. 

Es, también, inaplazable la aprobación de una Ley de protección a los denunciantes, de manera que los ciudadanos se sientan protegidos legalmente cuando sepan de hechos delictivos, y deseen presentar denuncias por corrupción. 

Otro asunto inaplazable es la necesidad de regulación de los lobbies, los grupos de presión e interés: Es necesario que se legisle sobre los lobbies, se les exija transparencia, y se creen Registros de grupos de interés en las distintas instituciones públicas y asambleas parlamentarias. 

También, es necesario el cumplimiento de la normativa legal sobre publicidad de contratos de obras y compra de bienes y servicios, por parta de las diversas administraciones. 

Igualmente, es imprescindible reformar la actual ley de «régimen local» para que los alcaldes y concejales dejen de tener la enorme capacidad de decisión que poseen en la actualidad, y particularmente lo que respecta a intervenir en el mercado inmobiliario, recalificando terrenos, aprovechando ellos y sus allegados y testaferros la información privilegiada que les da el ser alcaldes y concejales; e igualmente, es necesario desposeer a las corporaciones locales de su capacidad de contratar bienes y servicios con la arbitrariedad que actualmente lo hacen, evitando por todos los medios que favorezcan a empresarios amigos, e incluso creen empresas ad hoc, en la idea de que los ayuntamientos son su cortijo particular y que lo de menos es el interés de los administrados. 

Y ya para terminar, es urgente legislar acerca de la responsabilidad de los funcionarios y de los cargos electos en las diversas administraciones, y reinstaurar «los juicios de residencia», una institución jurídica que tuvo gran importancia en la gestión política, la supervisión y el control de los empleados públicos que desempeñaban sus funciones tanto en España como en el resto de los territorios del Imperio Español. 

El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque, al parecer, su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas. 

El Juicio de Residencia era un procedimiento para el control de los funcionarios de la Corona española, cuyo objetivo era revisar la conducta de los funcionarios públicos tanto de este lado del Atlántico como de las provincias de ultramar, verificar si las quejas en su contra eran ciertas, la honradez en el desempeño del cargo, y en caso de comprobarse tales faltas se les apartaba o se les imponían sanciones… Eran sometidos a él todos los que hubiesen desempeñado un oficio por delegación de los Monarcas.  

Inicialmente se aplicaba sólo a los jueces, que deberían de permanecer en el lugar en el que habían ejercido su cargo durante cincuenta días, para responder a las reclamaciones que le plantearan los ciudadanos que se consideraban perjudicados por ellos.  

A partir del año 1308, se someten a él todos los «oficiales» del rey. Se consolidó a partir de Las Cortes de Toledo de 1480, así como en la Pragmática posterior de 1500. Tenían que someterse a él desde los Virreyes, Gobernadores y capitanes generales hasta corregidores, jueces (oidores y magistrados), alcaldes y otros. Se realizaban al finalizar el mandato para el cual habían sido nombrados, para evitar los abusos y desmanes de los gestores de la administración pública. 

El jesuita Pedro Ribadeneyra (1526-1611), uno de los preferidos de S. Ignacio de Loyola, en su «Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus estados», expresa, refiriéndose al Juicio de Residencia: «…porque cuando no se oyen las justas quejas de los vasallos contra los gobernadores, además del cargo de conciencia, los mismos gobernadores se hacen más absolutos y los vasallos viendo que no son desagraviados ni oídos entran en desesperación».    

Los funcionarios públicos, una vez terminado el periodo de tiempo para el que habían sido elegidos, no podían abandonar el lugar en el que habían estado ejerciendo sus funciones, hasta haber sido absueltos o condenados. Una parte de su salario se les retenía para garantizar que pagarían las multas si las hubiere.      

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Es muy importante prestar atención a esta última condición, ya que, en prevención del resultado del proceso, y en caso de que el funcionario público, o cargo electo, acabara resultando culpable y tuviese que pagar la sanción pecuniaria que le correspondiese, el tribunal sentenciador dispondría de la cantidad de dinero suficiente para satisfacer la pena que se le impusiera. 

Muchos de los funcionarios esperaban con verdadero deseo que, al final de su mandato, llegase este momento, ya que si lo habían ejercido con honradez y ecuanimidad podrían aumentar su prestigio y ser promovidos para puestos superiores.  

Evidentemente, cualquier cargo electo o empleado público sabía sobradamente que, más tarde o más temprano habría de someterse a un «juicio de residencia», cuando finalizase su mandato. Es más, si habían sido fieles cumplidores de su deber, lo deseaban.  

Otro instrumento disuasorio, aparte del Juicio de Residencia, utilizado para frenar la corrupción y perseguir y sancionar a los corruptos era la «visita» que, comprendía una inspección pública o secreta del desempeño de ciertas autoridades para detectar el grado de cumplimiento de sus funciones, y en caso de ser deficientes se les podía reprender o suspender,… 

Volviendo al Juicio de Residencia, también es importante señalar que, el residenciado tampoco podía ocupar otro cargo hasta que finalizase el procedimiento. 

Una vez finalizado el periodo del mandato, se procedía a analizar con todo detenimiento las pruebas documentales y la convocación de testigos, con el fin de que toda la comunidad participase y conociese el expediente que se incoaba, el grado de cumplimiento de las órdenes reales, y su comportamiento al frente del oficio desempeñado.  

El Juez llevaba a cabo la compilación de pruebas en el mismo lugar de la residencia, y era el responsable de llevar y efectuar las entrevistas. 

Este juicio era un acto público que se difundía los cuatro vientos para que toda la sociedad lo conociese y pudiese participar en el mismo. El juicio de residencia se comunicaba a los vecinos con pregones, y se convocaba a todos aquellos que se considerasen agraviados, por el procesado. 

Se componía de dos fases: una secreta y otra pública. 

En la primera se inquiría de oficio la conducta del enjuiciado, y se interrogaba de manera confidencial a un grupo de testigos, se examinaban los documentos y se visitaba la cárcel. 

En la segunda, los vecinos interesados podían presentar todo tipo de querellas y demandas contra los encausados que se tendrían que defender de todas las acusaciones que se hubiesen presentado en las dos etapas del proceso.  

Según fuese la importancia de los delitos, se castigaban con multas, confiscaciones de bienes, cárcel y la incapacitación para volver a ocupar funciones públicas. Generalmente, las penas que más se imponí­an era multas económicas junto a la inhabilitación temporal y perpetua en el ejercicio de cargo público.  

Los Juicios de Residencia fueron una herramienta poderosísima y redujeron enormemente la corrupción y los abusos que, seguramente se habrí­an cometido sin ellos.  

Famosos fueron los juicios de residencia contra Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros muchos más. Nadie estaba libre de ser enjuiciado. 

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812. 

Sorprende especialmente que, fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos polí­ticos de los gobernantes. Indudablemente, sólo cabe pensar que les incomodaba tremendamente…  

Respecto de lo que vengo hablando, no cabe duda de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».  

Bien, alguno preguntará ¿Existe el agente político capaz de todo ello en nuestro país? 

¿Existe algún cirujano de hierro (como decía Joaquín Costa) que tenga tal propósito, dispuesto a actuar con contundencia, sin complejos?  

No se olvide el que Maquiavelo afirmaba que, debe ser uno de los principales atributos de «un buen príncipe»: debe tener tanto de zorro como de león para buscar el contexto y tener la oportunidad. 

 

Autor

Carlos Aurelio Caldito