21/11/2024 11:32
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España ha bajado cinco puestos en el ranking global del índice de percepción de la corrupción desde 2019. En la actualidad está situada en la posición 35 del ranking mundial, junto a Botswana, Cabo Verde y San Vicente y las Granadinas…

¿Acabarán algún día las detenciones de políticos de los dos partidos que se han alternado en el poder en España en los últimos cuarenta y tantos años?

¿Es España un país especialmente corrupto; tenemos los gobernantes que nos merecemos, son todos los políticos unos golfos… acaso hemos cometido algún pecado por el que tengamos que purgar, o tal vez nuestros ancestros?

Cada año la Organización de Transparencia Internacional publica el Índice de percepción de la corrupción (IPC).

 

Un grupo de expertos puntúa un amplio grupo de países, utilizando una escala del 0 (percepción de altos niveles de corrupción) a 100 (percepción de muy bajos niveles de corrupción) para obtener la clasificación de los países en función de la percepción de corrupción del sector público.

Se evalúan los siguientes aspectos: soborno, malversación, funcionarios que utilizan la función pública para provecho personal, funcionamiento de las instituciones para prevenir la corrupción y hacer cumplir las normas, la burocratización y el nepotismo, entre otros.

En el último informe, la clasificación referida al año 2022, está encabezada por Dinamarca y Nueva Zelanda, que son los países más «limpios», es decir en los que la percepción de corrupción del sector público por parte de los ciudadanos es menor.

Comparten la última posición Afganistán, Corea del Norte y Somalia, que con 8 puntos son los países cuyo sector público es percibido como más corrupción.

Al tiempo que la lucha contra la corrupción se estanca y deteriora, los derechos humanos y la democracia están siendo atacados. No se trata de una casualidad.

Si los gobiernos continúan utilizando pretextos como la lucha contra el supuesto «cambio climático», o supuestas epidemias, o legislando desde la perspectiva «de género», o cuestiones semejantes, para erosionar los derechos humanos y la democracia, la corrupción empeorará a mayor velocidad.

 Nada de ello está siendo abordado por los candidatos de los diversos partidos políticos en la campaña para las elecciones generales del próximo 23 de julio.

Transparencia International hace constar en sus informes acerca de la percepción de la corrupción, año tras año, que los países que vulneran las libertades civiles obtienen de forma consistente puntuaciones más bajas en el índice.

Conforme se erosionan los derechos y libertades y se debilita la democracia, el autoritarismo avanza, lo cual contribuye a aumentar aún más la corrupción.

Por ello, Transparencia Internacional exige a los gobiernos que cumplan sus compromisos respecto de la corrupción y los derechos humanos y llama a la población del mundo entero a unirse y exigir el cambio.

Otro asunto importante, que subraya año tras año Transparencia Internacional, es que una economía como la española, que se sitúa entre las 15 primeras del mundo, no debería estar por debajo de los 70 puntos en el Índice de Percepción si quiere mantener su imagen y competitividad.

Por eso, este año Transparencia Internacional reitera que reducir la corrupción es fundamental para garantizar la integridad política y el buen funcionamiento de las instituciones democráticas.

Cuando cualquier persona oye hablar de corrupción, y especialmente la política, da por hecho de que es inmoral.

Sin embargo, no todo los que es considerado socialmente inmoral es ilegal, ni viceversa.

Evidentemente, cuando alguien afirma que la corrupción, el despilfarro, el enriquecimiento abusivo -e ilegal- de quienes ostentan cargos de responsabilidad en la gestión de lo público, es profundamente inmoral, lo hace pensando en que la corrupción provoca un grave daño, un enorme perjuicio a la sociedad, es decir, a todos quienes formamos parte del conjunto de la sociedad.

Son muchos los estudios de los economistas que concluyen que la corrupción implica un enorme coste y priva a los ciudadanos de recibir prestaciones de salud, educación e infraestructuras de toda clase.

La corrupción crea grupos que se aprovechan de su posición ventajosa dentro de la burocracia del Estado, para obtener beneficios personales o grupales; y, evidentemente, son muchos los funcionarios, los empleados públicos que hacen dejación de su responsabilidad de velar por los intereses de todos los ciudadanos.

Por otro lado, las acciones u omisiones de quienes están implicados en la podredumbre de la que venimos hablando, atentan contra los valores morales más comunes, imprescindibles para que exista una sana convivencia social, tales como la honestidad, la honradez, la confianza, el respeto, etc.

Si en las convocatorias diversas, a las que recurren las administraciones públicas, quienes contratan bienes y servicios obligan a los proveedores a pagar determinadas cantidades de dinero para, de ese modo recibir trato de favor, entonces se destruyen las relaciones de confianza que deberían existir entre los administradores y los administrados.

Como consecuencia de ello, los empresarios que deseen conseguir contratos de obra pública u otros bienes y servicios con los gobernantes, se verán obligados a reservar un dinero para sobornar, de lo contrario, perderán la oportunidad de hacer negocios.

El resultado lógico es que los ciudadanos desconfíen más cada día de la burocracia estatal, cuyos miembros piensan más en acrecentar su patrimonio y el de sus allegados que, en resolver las necesidades sociales.

Entre las causas de la corrupción están las «políticas sociales» del Estado socialdemócrata o Estado del bienestar que, se traducen en prestaciones sociales, subvenciones, contratos de servicios u obras, etc. en las que los políticos son los encargados de la selección de las «demandas sociales».

Otro asunto que abre la puerta a la corrupción es la capacidad que poseen los políticos gobernantes de «privatizar» algunas actividades del sector público mediante concesiones administrativas, lo cual se suele realizar de forma bastante arbitraria y caprichosa, y por supuesto «descontrolada».

Luego, también están las supuestas «descentralizaciones» de actividades, transferidas a los ayuntamientos, o a las diputaciones, o cabildos insulares o gobiernos regionales, que, aparte de provocar duplicidades, triplicidades, cuadruplicidades, etc. se llevan a cabo sin ninguna clase de control o supervisión.

Pero, sin duda alguna, lo más preocupante en este panorama de putrefacción que vengo describiendo, es la corrupción moral que está acompañada de anomía, de inmoralidad, de ausencia de moral pública que denuncie o castigue de un modo u otro a los corruptos.

Sin duda es preocupante que se haya generalizado la disculpa, la insensibilidad respecto de la corrupción y los corruptos y que, nadie o apenas nadie se haga responsable de que estemos en manos de golfos, bandidos, corruptos…

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Desgraciadamente, entre los ciudadanos predominan los cómplices (también fraudulentos) y los conformistas que, consideran que la corrupción es un daño, un mal soportable.

Existe un enorme número de ciudadanos que no son considerados corruptos (y tampoco tienen la percepción de ser ellos corruptos), al no  tener posibilidad de obtener una ventaja en una determinada actividad criminal como hombres públicos, ya sea como funcionarios o como cargos electos, pero que sí cometen fraude habitualmente, o cuando tienen ocasión, como en el cobro ilegal de prestaciones por desempleo y subsidios, o «rentas básicas», o becas, o por incurrir en impago a la Seguridad social, o en economía «sumergida», trabajo y dinero negro, el «PER» (Plan de Empleo Rural), cobro indebido de la PAC (Ayudas Europeas de la Política Agraria Común) etc.

Pues sí, la moral pública debe comenzar por uno mismo; uno no puede exigir a otros un comportamiento correcto, virtuoso, si no se lo exige a sí mismo.

Por otro lado, están los conformistas que, como indicaba más arriba, consideran que la corrupción es un daño soportable; cumplen con las normas legales a la vez que prefieren «no complicarse la vida» y afirman que, «allá cada uno con su conciencia.

Estoy hablando de quienes hacen la vista gorda respecto de los comportamientos ajenos cuando son ilegales e inmorales, llegando en algunos casos a la pública alabanza del defraudador-corrupto, con una actitud de «sana envidia», cuando no admiración, especialmente cuando se trata de defraudar a la Hacienda Pública, por ejemplo.

Generalmente, detrás de estas actitudes suele estar el miedo, pues son muchos los que, temen que les suponga algún perjuicio si toman una actitud crítica.

Es por ello por lo que procuran no implicarse y pasar desapercibidos. Aquello que decía mi abuelo de «no seas tonto y hazte el torpe».

Evidentemente, en lo que respecta a los políticos las causas de la corrupción política residen en la falta de normas jurídicas y de instituciones de control y exigencia de responsabilidades.

Es imprescindible legislar sobre la responsabilidad de funcionarios y cargos públicos, si se quiere hacer frente a la corrupción, frenar a los corruptos, disuadirlos y castigarlos.

Cuando, como es el caso de España, no existen, o apenas, normas e instituciones de vigilancia del comportamiento correcto se acaba generalizando la arbitrariedad en la gestión de los dineros ajenos y bienes y servicios públicos, a la vez que se abre la puerta a la tentación para incurrir en corrupción, desde el convencimiento de que existe una general impunidad…

ALGUNAS ACCIONES NECESARIAS PARA FRENAR LA CORRUPCIÓN Y DISUADIR Y CASTIGAR A LOS CORRUPTOS:

Implantar en España una estricta separación de poderes que, en estos momentos en inexistente.

De manera que, no interfieran unos poderes en los otros; si, tal como ocurre en la actualidad, el poder judicial está controlado por los partidos políticos, la corrupción, que es cosa de políticos y gestores públicos, seguirá aumentando.

El Consejo General del Poder Judicial (Gobierno de los Jueces) está repartido entre los partidos políticos con representación en el Parlamento, mediante «cuotas», de manera que, si alguna vez, alguno de sus dirigentes, se viera obligado a acudir a un tribunal, siempre o casi siempre tendrá la garantía de que no tendrá que enfrentarse a jueces hostiles.

Si existe algo especialmente escandaloso es el control de la Fiscalía por parte del poder ejecutivo.

Institución jerarquizada, al frente de la cual está el Fiscal General del Estado, nombrado por el Gobierno.

Esta institución tiene encomendada la vigilancia del respeto al derecho y a las instituciones constitucionales, el ejercicio de acciones penales y civiles, la independencia de los tribunales, las garantías de los derechos de las personas, la intervención en toda clase de procesos y la defensa de los intereses públicos y sociales, entre otras importantes funciones. Son funciones tan relevantes que, cuando se afirma que la Fiscalía goza de independencia y autonomía se está produciendo una burla cruel a los ciudadanos.

Evidentemente, si se pretende frenar la corrupción, disuadir y castigar a los corruptos, tanto el Consejo General del Poder Judicial, como la Fiscalía General del Estado, no deben estar controlados por los partidos políticos, y es imprescindible que su elección se lleve a cabo de manera radicalmente diferente a los procedimientos actuales.

Lo mismo podemos decir de instituciones como el Defensor del Pueblo o el Tribunal de Cuentas, o del Tribunal Constitucional que, como se ha vivido recientemente en España, también están controlados por los partidos políticos con representación en el Parlamento, que se reparten a sus integrantes mediante sistemas de «cuotas», frente a la capacidad y el mérito…

Otro asunto que no podemos olvidar son las inmensas cantidades de dinero que reciben los partidos políticos con representación en las diversas instituciones, valga como muestra el Decreto de febrero de 2021, del Consejo de Ministros del Gobierno de España, mediante el cual se aprobó el reparto de 52.704.140 euros, de los Presupuestos Generales del Estado de 2021, para subvencionar a los partidos políticos con representación parlamentaria «para atender a sus gastos de funcionamiento».

En España existe una ley orgánica de 2007 que regula la financiación de los partidos, y los dineros -de nuestros impuestos- con los que se les riega generosamente, de manera espléndida.

Los partidos son «premiados» en función del resultado obtenido en las elecciones al Congreso de los Diputados.

Para determinar la distribución de las subvenciones se tiene en cuenta tanto el número de escaños como el de votos obtenidos por cada agrupación política.

Es importante señalar que los partidos políticos con representación en las instituciones se financian en más del 80% con dinero público.

Por supuesto, además de lo anterior, todos los partidos políticos reciben dinero público por múltiples vías, por el simple hecho de tener representación en ayuntamientos, diputaciones provinciales, cabildos insulares, parlamentos regionales, y un largo etc.

Tampoco hay que olvidar que, son muchas las empresas vinculadas a los partidos que, a través de supuestos concursos públicos o adjudicaciones directas, realizan -supuestamente- trabajos para la administración (municipal, provincial, regional, nacional…) en la que esos partidos tienen responsabilidad de gobierno; las facturas acaban siendo infladas, respecto al precio inicial previsto, y la diferencia acaba yendo a determinadas empresas que, realizan facturas falsas y mediante procedimientos turbios acaban haciendo llegar el dinero a los partidos amigos…

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Por supuesto, la única forma de acabar con todo ello es suprimir las subvenciones diversas a los partidos políticos (y a sus oenegés, fundaciones, sindicatos y demás chiringuitos de los que se valen para «extraer» dineros de nuestros impuestos).

Por otro lado, es imprescindible eliminar la posibilidad de que los gobiernos concedan indultos a personas condenadas por corrupción.

Quienes estén tentados de corromperse deben saber que no van a tener ninguna posibilidad futura de ser perdonados e indultados.

Hay que reducir el número de aforados a su mínima expresión (ningún país en Europa tiene tantos aforados como España), y disminuir también, las situaciones de aforamiento, limitándolo exclusivamente a las actividades y actuaciones relacionadas con el ejercicio del cargo público.

Para hacer frente al clientelismo político, es urgente disminuir el número de cargos de libre designación, y que sean ocupados por empleados públicos, mediante algún procedimiento de concurso-oposición.

Es, también, inaplazable la aprobación de una Ley de protección a los denunciantes, de manera que los ciudadanos se sientan protegidos legalmente cuando sepan de hechos delictivos, y deseen presentar denuncias por corrupción.

Regulación de los Lobbies: Es necesario que se legisle sobre los lobbies, se les exija transparencia, y se creen Registros de grupos de interés en las distintas instituciones públicas y asambleas parlamentarias.

También es necesario el cumplimiento de la normativa legal sobre publicidad de contratos de obras y compra de bienes y servicios, por parta de las diversas administraciones.

También es imprescindible reformar la actual ley de «régimen local» para que los alcaldes y concejales dejen de tener la enorme capacidad de decisión que poseen en la actualidad, y particularmente lo que respecta a intervenir en el mercado inmobiliario, recalificando terrenos, aprovechando ellos y sus allegados y testaferros la información privilegiada que les da el ser alcaldes y concejales; e igualmente, es necesario desposeer a las corporaciones locales de su capacidad de contratar bienes y servicios con la arbitrariedad que actualmente lo hacen, evitando por todos los medios que favorezcan a empresarios amigos, e incluso creen empresas ad hoc, en la idea de que los ayuntamientos son su cortijo particular y que lo de menos es el interés de los administrados.

Como ya he escrito en múltiples ocasiones, es urgente reinstaurar «los juicios de residencia», una institución jurídica que tuvo gran importancia en la gestión política, la supervisión y el control de los empleados públicos que desempeñaban sus funciones en la América Española, aunque no era exclusivo del Nuevo Mundo, pues, también se utilizaba en el resto de los territorios del Imperio Español.

El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque, al parecer, su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas.

Era un procedimiento judicial mediante el cual funcionarios de cierto rango (Virreyes, Presidentes de Audiencia, alcaldes y alguaciles) eran juzgados por su actuación en sus funciones de gobierno, tratando de ese modo de minimizar y evitar posibles abusos y corruptelas en el uso de su poder.

Dicho proceso se realizaba al finalizar su mandato, al acabar el ejercicio de su cargo y era ejecutado normalmente por la persona que le iba a sustituir.

En el «Juicio de Residencia» se analizaba detenidamente con pruebas documentales y entrevistas a testigos el grado de cumplimiento de las órdenes reales y su labor al frente del gobierno. La investigación y la labor de recabar pruebas e información las realizaba un juez elegido por el rey en el mismo lugar encargado de reunir todos los documentos y de realizar las entrevistas.

La «residencia», que es como acabó llamándose para abreviar, era todo un evento público que se pregonaba a los cuatro vientos para que toda la comunidad participase y tuviese conocimiento de este.

Estaba compuesto por dos fases: una secreta y otra pública.

En la fase secreta el juez interrogaba de forma confidencial a gran número de testigos para que declararan sobre la conducta y actuación de los funcionarios juzgados, y examinaba también los documentos de gobierno.

Con toda esta información el magistrado redactaba los posibles cargos contra los residenciados.

En la segunda fase, la pública, los vecinos interesados eran libres de presentar todo tipo de querellas y demandas contra los funcionarios y estos debían proceder a defenderse de todos los cargos que se hubiesen presentado en ambas fases del proceso.

Posteriormente, el juez redactaba la sentencia, dictaba las penas y las costas y toda la documentación del proceso era remitida al Consejo de Indias, o a la Audiencia correspondiente para su aprobación.

Las penas a los que se castigaba a los enjuiciados eran multas económicas que llevaban aparejadas la inhabilitación temporal o perpetua en el ejercicio de cargo público.

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812.

Es muy sorprendente que fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos políticos de los gobernantes.

Para saber más les recomiendo que lean mi libro «ESPAÑA SAQUEADA: POR QUÉ Y CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ… Y FORMA DE REMEDIARLO».

Y, ya para terminar:

Urge emprender en España un plan de «educación para la decencia».

La moral pública cambiará en España si cambian los ciudadanos en sus exigencias de moralidad. La moral pública cambiará en España cuando, los españoles dejen de reelegir a los corruptos; la corrupción existe porque los ciudadanos los votan.

Los partidos políticos protegen a sus miembros corruptos, lo cual, no parece influir en los votantes en los diversos comicios a los que son convocados.

Autor

Carlos Aurelio Caldito
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Ramiro

Cuando las personas que denunciamos la corrupción, con luz y taquígrafos, tenemos que defendernos en los tribunales, mientras los presuntos corruptos siguen campando a sus anchas, y tan contentos, ¡es que algo no funciona bien en nuestra Patria!

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