
En el ámbito hispano, Ortega, luego seguido por Julián Marías y alguno más, puso en boga el concepto de “generación” cómo método de investigación histórica. El hombre, como ser histórico, se encuentra con una serie de “vigencias” (concepto usado ampliamente por Marías), que son las de sus coetáneos, la de su generación. “Cada generación representa una cierta actitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada” (Ortega, El tema de nuestro tiempo) . En cada momento del devenir humano conviven tres tiempos vitales distintos: el antecedente, del que se recibe, el propio y el posterior, que recibe al anterior. En un mismo momentos histórico (los contemporáneos) conviven distintas generaciones (los coetáneos)
Me gustaría aportar un granito de arena, desde esta perspectiva, para comprender el fenómeno del 267 sucesor de Pedro; un granito de arena quizá casi invisible en una playa inmensa, pues el papa León XIV ha provocado una atención mediática como no se había conocido antes. No hay tertuliano, opinador o influencer que, iluminado por la ciencia infusa, no se haya convertido en experto vaticanista y no haya compartido su opinión o análisis.
Se acumula de forma exponencial la información sobre él y, cosa curiosa, tirios y troyanos lo alaban y ponen en su persona grandes expectativas (quizá demasiadas). Los que llamaríamos “progresistas” (uso estos términos, aplicados al ámbito religioso, con gran prevención) lo ven como un continuador del pontífice anterior. Los “conservadores” ven en él una vuelta a un estilo dogmático, riguroso, alejado de ambigüedades y la recuperación de cierta solemnidad y rigor en la imagen y la estética. ¿Se puede ser ambas cosas?
Es demasiado pronto para trazar el perfil del papa Prevost; pero me parece claro un punto: este papa tiene un tono, un talante, un estilo distinto, no sólo a su predecesor, sino a todos los papas anteriores, hasta Juan XXIII. Hay algo en su discurso que no nos encaja en ninguno de los apartados que tenemos previstos. ¿Dónde puede estar el quid de esta cuestión?
Todos los papas anteriores han estado influidos, mediatizados por el gran fenómeno de la Iglesia en el siglo XX: el Concilio. Obsérvese el fenómeno curioso de que se le llame popularmente el Concilio, cuando es uno de los 21 que ha celebrado la Iglesia y quizá el que menos contenido dogmático contiene. Nicea, Calcedonia, y no digamos Trento, aclaran y definen aspectos fundamentales de la doctrina católica. El Vaticano II intenta poner el discurso de la Iglesia en un tono que sea percibido por el hombre contemporáneo; tiene -esto se ha repetido como un mantra- una función pastoral, más que dogmática. Nos legó textos de una gran belleza y profundidad (algunos de los cuales se ignoraron e incumplieron desde el primer día); pero lo que más influyó de él, no es su contenido, la doctrina recogida en sus textos, desconocida para la mayoría de los católicos, sino lo que se llama su “espíritu”. Ese concepto nebuloso del “espíritu del Concilio” es el eje alrededor del cual gira cualquier debate en la Iglesia desde finales de los 60. Lo que es conciliar es lo abierto al mundo, lo moderno, lo inclusivo (por usar la terminología actual); lo que es tradicional, rígidamente dogmático, jerárquico es preconciliar. La liturgia en la que el sacerdote se inventa las rúbricas (práctica casi general) es conciliar; el vetus ordo o la misa un poco solemne con incienso y algo de latín es preconciliar. Etcétera. Lo más paradójico de este tema es que estos conceptos, por lo menos a un nivel popular, tienen poco que ver con los textos mismos del Vaticano II que, como digo, son desconocidos y -lo que es peor- ignorados por muchos de los que los conocen.
Juan XXIII y Pablo VI fueron hombres marcados por esa idea de apertura al mundo, de aggiornamento y por un espíritu ecuménico que parecía ver (erróneamente, como se ha demostrado) cerca el momento de la ansiada unión. Juan Pablo I, del que poco podemos decir, en la misma adopción de su nombre dejó claro que era continuador de este espíritu. Juan Pablo II no elige ese nombre de forma arbitraria. Era un hombre del Vaticano II, en el que participó activamente, y su actitud ecuménica (encuentro de Asís) lo demuestra con creces. Benedicto XVI tuvo como teólogo una participación importante en este evento, aunque luego se distanció de sus amigos Rahner, von Balthasar, Congar, de Lubac, derivando hacia posiciones menos aperturistas, pero nunca tradicionales. Consciente de los equívocos y problemas que surgieron, plantea su tesis de la “hermenéutica de la continuidad” para intentar salvar el Concilio sin caer en los excesos de su espíritu. Por último, Francisco, de todos los papas mencionados, es el que mejor representa ese espíritu, esa sintonía con el mundo moderno. Esa ha sido la base de su gran popularidad, dentro y fuera de la Iglesia, y de sus polémicas y equívocos.
Pues bien, León XIV es otra cosa. Pertenece a una generación que tenía una edad infantil en aquellos complejos años de finales de los 60 y 70. No está determinado por esta categoría. No es conciliar ni preconciliar. No encaja en ninguno de los ficheros que llevamos tanto tiempo usando. Puede que estemos entrando en una nueva etapa de la historia de la Iglesia. Usando la terminología orteguiana a la que me refería al principio, León XIV y Benedicto XVI y Francisco son contemporáneos, pero no coetáneos.