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Cualquier persona de bien y con criterio sabe que, desde su creación, el PSOE se ha dedicado, primero, a montar tramas delictivas y, después, a interceptar la acción de los mass media y de la justicia, apropiándose de la administración judicial y de la comunicación para impedir que su implicación en el enredo tuviera negativas consecuencias electorales o penales.
Ante tan absoluto poder, conseguido paso a paso y con la habilidad y obstinación que los delincuentes utilizan para el delito, de nada ha servido que algunos francotiradores se hayan dedicado a denunciar los hechos, interpretando sus causas y sus consecuencias desde sus aspectos sociales, políticos y morales. Estos lobos solitarios empeñados, con pena y sin gloria, en denunciar la confabulación socialista han sido recíprocamente acriminados por el Sistema y tachados con los epítetos que la habitual cursilería progre considera adecuados para la ocasión.
Un fragmento mayoritario y revelador de nuestras personalidades públicas y una plebe embrutecida por el hedonismo y la codicia ha venido aceptando el principio de que la sociedad está compuesta por tiburones y boquerones, que la convivencia ha de regirse por reglas eficaces, es decir, materialistas, y que lo tangible ha de preponderar sobre lo ético. Según esta forma de ver las cosas, el relativismo es la herramienta ideal para andar por la vida, y todo vale si puede cogerse, sin detenerse en medios para lograrlo.
Del rey abajo se ha aceptado la ley de la selva, de modo que mientras la base social se apaña para recoger cuantas más migajas mejor, los gobernantes, dueños del Estado, se aplican a exprimirlo, supeditando el imperio de la ley al de los intereses particulares y, en último término, si la propaganda no ha blanqueado suficientemente sus crímenes, a protegerlos amparándose en la «razón de Estado».
Así, con estos artificios, mediante la sistemática negativa de los distintos Ministerios a prestar auxilio a la Justicia y a explicar los arcanos administrativos a la opinión pública o a la oposición, en relación a la perpetración de los delitos, el PSOE ha estado recalcando sus «derechos» ante la ciudadanía y, más allá, ante la Historia, haciendo hincapié en su estrategia sociopolítica de mostrarse por encima del bien y del mal, y dueño legal del Estado, actitud ésta que por su mismo carácter excepcional y prepotente indicaría su exención a la hora de dar explicaciones y ofrecer transparencia, pues sus actos no afectan a la solvencia de la democracia por ellos -o gracias a ellos- instalada, y que sus jueces y sus propagandistas no dejan de sacralizar.
¿Qué persona prudente puede, a estas alturas, ensalzar la España de la Transición, controlada y dirigida por el PSOE, junto a sus cómplices frentepopulistas y peperos? Sólo los ladrones y los hispanófobos y, más allá, los sectarios, los pánfilos y los paniaguados. Durante este período tan aciago, España se ha ido al garete en todos los aspectos y, en concreto, los casos de enriquecimiento rápido se han multiplicado por mil, lo mismo que los asuntos de perversión sexual, y lo mismo que tantos oscuros crímenes y atentados terroristas pendientes de resolver.
Nos contemplan, pues, elección tras elección, casi cinco décadas de corrupciones de todo estilo y medida, como los trajes y los zapatos, y cada cual se ha ido vistiendo y calzando la suya. Porque nada es tan contagioso como el mal que desciende del rey abajo, de quienes deberían ser ejemplares, y son, además de corruptos, corruptores. Y así, con tales modelos de moralidad y tales afanes de codicia, la Transición ha resultado un vertedero en donde millones de españoles han ido depositando sus inmundicias -sus votos-, hasta conseguir una sociedad dispuesta a ser corrompida y admiradora de los ladrones y de los criminales.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Es por ese motivo por el que las personas sensatas abominan de Suarez y su mentor el Rey Juan Carlos
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