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Es conveniente no olvidar nunca su gigantesco grado de maldad, saber a qué y a quiénes nos oponemos, porque han traído de nuevo el enfrentamiento entre los españoles. Gracias a ellos hay familias divididas, rotas, que no se hablan o que han perdido la mutua confianza. Desde el fallecimiento de Franco, llevan sembrando un odio lento, profundo, inmisericorde. Es parte de su fórmula para perpetuarse en el poder.
Las izquierdas resentidas -y sus satélites- son sucias. No es la suciedad de la pobreza, de la miseria material, sino la del abandono moral. Es la suciedad abyecta de esta raza marxista que ha invadido el mundo y que coaligada con la codicia y la envidia han contaminado el discurso, la convivencia y las costumbres.
Su voluntad está movida fundamentalmente por dos resortes: el del egoísmo, pues ansían su propio bien sin limitación alguna; y el de la perversidad, ya que quieren el mal ajeno y para ello están dispuestos a llegar hasta la más extrema violencia. En ambos casos se añade la traición, porque ejercen su inhumanidad a costa del bienestar y de la vida de sus compatriotas, a quienes, por sus cargos, juramentos y responsabilidades debieran defender.
Ajenos a la razón, están dispuestos a que el sudor, la miseria y la sangre de la ciudadanía corran en abundancia con tal de llevar a cabo sus ambiciones o expiar sus delitos, y para ello encaminan sus esfuerzos a elaborar una sociedad de seres atormentados y depauperados. A forjar un campo de reclusión o matanza donde seres ansiosos y afligidos no puedan subsistir más que devorándose unos a otros; a moldear una vida civil representada por el desahucio material y moral, y por la desesperación.
Para estos farisaicos pontífices del diálogo, de la libertad y del progreso, toda aspiración noble no hallará nunca ocasión de manifestarse; por el contrario, con sus hordas de demontres urbanos, con sus chonis poligoneras, con sus machonas y sus invertidos, con todo lo aberrante, lo envilecido, lo astuto, lo vulgar… señorearán sin estorbos sus dominios, porque la excelencia en pensamiento y obra es para ellos desconocida.
Desdichados aquellos a quienes estos obscenos alguaciles de la plutocracia marxista hablan de la verdad y les hacen caso, porque su seducción conduce a paraísos cubanos, venezolanos, coreanos y similares, que no son edenes modélicos, sino páramos notorios. Infortunados, por otra parte, los espíritus libres que, aunque bien advertidos contra semejantes encantadores, sufren, sin hallar a ello término, el rencor y la ignorancia culpable de unos conciudadanos que eligen y reeligen a esta sepsia por ser su modelo y su medida, el modelo y la medida que el espejo -la vida- les refleja y confirma en el horror de su intimidad.
El caso es que estos mendaces que dictan leyes mediante las cuales usurpan la libertad al hombre libre y pervierten a la infancia, que disfrazan sus almas carcomidas con falsas obras y pomposas palabras, consiguen atraer al populacho que ignora el valor de las cosas, que no sabe distinguir lo que es grande y lo que es pequeño, que desprecia lo recto y lo noble si de ello no extrae utilidad.
De ahí que estas falsas monedas mientan siempre para suscitar los más bajos deseos de la plebe, sabedoras de que en la plaza pública se persuade con gestos, no con virtudes, y de paso no dejen de refocilarse en su abyección al constatar que la excelencia se halla cada vez más desamparada, que los mejores, y con ellos la verdad y la libertad, padecen más y más cada día, gracias a sus delitos y demencias.
Y porque el mal es su fuerza y su razón de ser, guiñan el ojo al populacho y le dicen: «Todos somos iguales, no hay hombres superiores. Un hombre vale lo que otro». Lo cual peor que una patraña es un crimen, pues aparte de que no existen dos individuos iguales, no se puede promover -como advirtió Abraham Lincoln- la fraternidad del hombre incitando el odio de clases, ni se puede formar el carácter mediante la eliminación de la iniciativa e independencia de las personas, ni se puede ayudar a éstas de forma permanente haciendo por ellas lo que ellas pueden y deben hacer por sí mismas.
Y porque, así, fomentando el clientelismo, despojando a los seres humanos de su dignidad e igualándolos a la altura de las alcantarillas, logran acabar al mismo tiempo con la propiedad privada y con la identidad individual. Logran, por ejemplo, que los okupas se comparen con quienes sacrifican su vida y se esfuerzan para conseguir esa vivienda humilde que aquellos violentan; o que los vagos, los psicópatas, los asaltantes de fronteras se comparen con quienes vienen pagando impuestos a través de generaciones y cuyos antecesores han contribuido a hacer de España un país digno y próspero, como lo era al final del franquismo, que es precisamente la imagen de nuestra patria que pretenden eliminar.
Mediante la magia de esta ignominiosa propaganda, y dado que toda la caterva de advenedizos y rufianes que forma parte del populacho quiere vivir gratuitamente, los pequeños y los parásitos, se han hecho los amos de los grandes y esforzados, y viven a expensas de ellos; y es así como, a base de mala fe y engañosa doctrina, los falsos palabreros se sirven de subsidiados y hampones para dividir al resto; y es así como, traficando sin escrúpulos con la multitud, han conseguido que el hombre venda diariamente al hombre.
Viendo, pues, a estos comediantes representar su farsa, a estos malvados blanquear sus sepulcros, al instante se da cuenta uno de lo absurdo que es dejarles la confección del relato. Y sin embargo así sucede. Porque ellos, al contrario que las almas grandes, sí saben sacar provecho de los montones de basura, de la inmundicia que los viene votando. Y porque la base de su filosofía es creer siempre en lo que les conviene creer, nunca en la verdad.
De ahí que, protegidos por los psicópatas del Sistema y por los psicópatas del populacho, hayan logrado construir en España sus nidos repugnantes. Por eso hay en esta España que aprisionan tantas cosas malolientes; por eso quieren convertir a los ciudadanos en sus animales domésticos; por eso cuando apelan al victimismo y solicitan diálogo y moderación, lo que quieren es imponer mansedumbre y mediocridad.
Pese a la experiencia del coronavirus, no es de esperar que el conjunto de los españoles deje de ser siervo de esta patulea; al contrario, seguirá dispuesto a besar la mano de quienes los humillan y castigan. Sólo una exigua minoría los combatirá, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia. Pero esa minoría puede y debe ser suficiente, sabedora de que ni los vanos títulos y honores que tanto ambicionan, ni el poder o las riquezas que atesoran o codician pueden darles legitimidad ni valor.
Aunque de origen artificial, el coronavirus ha supuesto un gran acontecimiento. Así, al menos, ha sido diseñado por los poderes globalistas y, en definitiva, relatado con sospechosa coincidencia en todos sus medios y asambleas. Pero como dejó escrito Nietzsche, el mundo no gravita alrededor de los inventores de estruendos, sino alrededor de los nuevos valores. Estos son los que faltan en esta época de vertiginosas transformaciones: nuevos valores o la resurrección de los antiguos, es decir, de aquellos principios y tradiciones que hicieron de la civilización occidental el germen y el refugio del humanismo.
Los hombres de bien no pueden aceptar con resignación las abominaciones impuestas por el NOM y sus esbirros, aunque a su odio se le dé el nombre de progreso y virtud. A la camada de resentidos le interesa un mundo putrefacto, sin justicia, porque todo el que no tiene nada que perder confía siempre en ganar algo en el río revuelto de la degradación. Quienes carecen de moral y de dignidad ganan siempre con la perversión y el caos. La maldad vive en la descomposición como la mano en el guante.
Los malos no duermen si no han hecho daño, el sueño los huye si no han tirado a alguno, porque el crimen es el pan que comen, y el vino que beben, la violencia. (Proverbios 4, 16) La permanente lucha entre el Bien y el Mal adquiere en España una singularidad, la de dilucidarse tratando de desgarrar unos la nación y de recomponerla otros. Esa es la batalla: el Bien contra el Mal. O ellos o nosotros.
Adenda:
«¡Viva el 8-M!». La expresión de Pedro Sánchez en el Congreso, más allá de su intrínseca vileza, dadas las luctuosas circunstancias que rodean a dicha fecha, significa primordialmente -además del despecho a los muertos y a sus familias- una cosa: su ausencia de temor a la justicia.
Y la jactancia que conlleva esa certeza de su impunidad, constituye así mismo un absoluto desprecio a los jueces y a lo que representan. Él, en su fuero interno, creerá saber hasta qué punto cuenta con la protección de los señores del Sistema, es decir, con sus amos, pero lo que resulta evidente es que con su arrogancia ha expresado la humillación más absoluta hacia la judicatura.
Confiemos en que aún queden jueces que, por respeto a sí mismos y a su juramento deontológico, tomen nota de tal actitud para un inminente futuro.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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