22/11/2024 01:06
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El mismo martes 21, en que quemaron la capilla del Carmen, a la hora de comer, estando todos alrededor de la mesa, en agradable conversación familiar, vinieron los revolucionarios a casa a hacer un registro. Buscaban armas. Con malos modales, golpearon la puerta de hierro con las culatas de sus fusiles, gritando: ¡El amo de la casa! Añadiendo en tono de amenaza: Una, dos, tres. De un brinco nos levantamos todos. Los tres hombres de la casa, Joaquines padre e hijo y Francisco, salieron a la terraza y en seguida les obligaron los brazos en alto. Yo me llevé la niña al cuarto. Pobrecita, gritaba: ¡que van a matar a Papá! Pero yo le hice dirigirse a la Virgen que tenía en una esquina del cuarto: No temas, le dije, a Papá no le pasará nada, porque la Virgen lo salvará. Empecé a rezar el avemaría. La voz, a pesar mío, me temblaba. Antes de terminar de rezar vino Sol y me pidió agua de azahar para victoria, que tenía un ataque de nervios. En seguida oí que me decían: Mamá hemos de bajar todos a la calle. Con la niña abrazada a mí llorando me fui a la escalera. Los revolucionarios estaban en el vestíbulo apuntando con las armas. Les dije con seguridad: Por mí no temo, pero esta niña se asusta. No sabía cómo tomarían mis palabras. He de confesar que quedé sorprendida al oír que uno de ellos decía: Abajo las armas y dirigiéndose a la niña, la acarició, diciéndole: No temas, niña, que sólo queremos hacer un registro.

 

Salimos a la calle todos menos Joaquín padre, que quedó dentro con parte de los revolucionarios. Como tardaban en salir, pasé verdadera angustia. Francisco, fuera, en la calle, conversaba con uno de ellos. A mí me trajeron una silla y me permitieron sentarme. Al cabo de un rato otro de ellos, que estaba dentro de casa, salió y dijo que entráramos, que nos íbamos a resfriar. Así lo hicimos, agradeciéndoselo. Al preguntarle Francisco noticias de Barcelona al que hablaba con él, todo está tranquilo, contestó con naturalidad, iglesias no queda ni una. Sólo se ha salvado la Catedral. Y nombró otra iglesia que no recuerdo.

 

Por fin bajó Joaquín con los hombres que hicieron el registro y se deshacían en excusas, por habernos dado un susto inútil, molestándonos. Entre ellos comentaban: Eso ha sido una venganza personal. Hemos hecho el ridículo. Hay que procurar no dejarse enredar por el Comité.

 

Luego hemos sabido a qué fue debido el cambio de actitud de esos revolucionarios. Y es que entre ellos vino un muchacho -el que nos hizo entrar a descansar- hijo de una amiga -lavandera- de una camarera de casa, que haciendo el servicio militar le obligaron ir con ellos. Este muchacho, al entrar en casa y reconocer a esa chica -Teresa- tuvo tal habilidad que logró desvirtuar el encono contra nosotros. Cosa posible, por cuanto esos hombres, mal organizados entre ellos, ignoran la mayor parte de las veces, el nombre de la casa a donde van y el motivo que los lleva a registrar o a matar…

 

En cuanto quedamos solos comentamos el susto, entre serios y bromistas, como solemos hacerlo en casa. Joaquín hijo explicó que al abrir él la puerta dos de los revolucionarios le apuntaron con las armas y un tercero dijo: Si hay algo dentro de éste lo lincháis. ¡Categórico el hombre! Y otro del lado acercándosele, le decía: No tengas miedo. ¡Cualquiera los entiende! En fin, que este día termino sin otra novedad.

 

Al día siguiente fue la quema de la Parroquia, como ya he dicho. Como los trenes no funcionaban ni había modo de comunicarse por correspondencia, María del Carmen [de Nadal y Baixeras], que había venido invitada el sábado, se encontró sitiada en Caldetas, como asimismo Francisco. Se hablaba de la posible salida de Francisco hacia Barcelona, en un coche de la FAI como súbdito argentino. Fue a hablar al Comité y obtuvo un salvoconducto, con la condición de salir a las cinco de la madrugada. No nos opusimos a su intento; pero como el caso era grave, tampoco le inclinamos a realizar ese viaje, que resultaba arriesgado. Interiormente deseábamos que se decidiera, para así, además de verle lejos de la revolución, poder, por su conducto, mandar noticias a Mercedes [de Nadal y Baixeras] a Inglaterra. Habíamos quedado incomunicados, con temor de que, al enterarse de las malas noticias de España, regresara a nuestro lado rápidamente. Francisco se fue el viernes a las cuatro y media de la mañana. Clareaba. Joaquín y yo salimos a la carretera a despedirle. Antes de emprender el viaje, a pie, con su maleta, sin cuello, sin sombrero, yendo hacia el Comité de la FAI a agregarse a uno de sus vehículos -resultó ser el carro de las verduras- le persigné. No estuvimos siguiéndole con la mirada hasta la esquina. Que la Virgen le proteja, dijimos. ¡Qué días de emoción y de tristeza! Nada más de él supimos hasta el martes, en que empezaba a circular algún tren y llegó Juan Antonio [de Nadal Muro] por la tarde. Nos trajo la noticia de que nos habían saqueado la casa de Barcelona, y habían robado cuanto habían querido. Esta noticia confieso que me dejó indiferente. Sólo temía por mi diario particular, y tenía toda la esperanza de haberlo salvado. Lo material ya no me interesaba. En esos días tan llenos de otras preocupaciones, en mí se iniciaba definitivamente el renunciar a todo. Lo que sí me interesó es lo que nos contó de Francisco. Había encontrado en el Paseo de Gracia a esos revolucionarios que habían hecho el registro en Caldetas, y le habían dicho: Si aquel día hubiéramos sabido de quién era la casa a ese señor lo prendemos, porque teníamos orden de detención. Y al decir Francisco que pensaba dormir en Claris [calle Pau Claris de Barcelona, donde vivían] aquella noche, le aconsejaron que no lo hiciera. El asunto, como puede verse, tomaba mal cariz, cosa que no me sorprendía, pues ya hacía algunas horas estaba intranquila por Joaquín, siendo tan significativo en la política y cuestiones religiosas. Tanto es así, que habiendo venido a visitarle Mailés [la familia Maylés, no Mailés, era una familia bien estante de Caldes d’Estrach], éste le dijo, como yo misma, que había llegado el momento de tomar precauciones. Pero Joaquín no quiso hacerlo, porque temía si venían a prenderle que al no hallarle en casa se ensañaran con la familia. Con todo, el miércoles a la mañana, insistí de nuevo en que nos marcháramos inmediatamente Joaquín, la niña y yo. Veía fácil el obtener los salvoconductos con el motivo de estar yo delicada y tenerme que acompañar él al médico. Luego saldrían los chicos de casa yendo, de momento, con nuestros amigos Escolá, y así, poco a poco, deshabitaríamos la casa y nos reuniríamos en Barcelona en cualquier escondite, preparando la huida para todos. Aquella noche no había descansado ni un momento, siempre con la visión presente de una detención que consideraba inevitable. A cada rato me parecía oír llamar a la verja de casa. Cada coche que pasaba lo notaba disminuir la marcha, o a mí me lo parecía. ¡Qué angustia! El corazón oprimido a cada nueva impresión me latía con aceleramiento.

 

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Desde la mañana dos hombres vigilaban nuestra casa. Los vi y me asusté. Pero luego se esfumó este susto con los muchos que sufríamos a cada rato.

 

Por la tarde nos dijeron que el Comité de Caldetas hacía un nuevo registro por todas las casas, con intención de poner unos letreros diciendo: Registrado, para resguardarnos de nuevos registros de esos grupos que venían de fuera, como nos sucedió a nosotros. Joaquín estaba en casa de los Escolá jugando al tresillo. Fui a avisarle y creíamos prudente volver a casa y esperarles para que el servicio no estuviera sólo en aquel momento. Pero Joaquín, en vez de esperar en casa, se quedó paseando, cerquita mismo, por delante de la vía. A los diez minutos llamaron a la puerta. Pensé: ¿serán ellos? Pero casi me parecía imposible que tuvieran tiempo de llegar ya. No obstante, al abrir la verja vi entrar un grupo de hombres armados. Entre, les dije desde lejos, el señor viene en seguida. Creí de buena fe que eran los del Comité de Caldetas. Mandé a María Antonia [de Nadal y Baixeras] a buscar a su padre. Uno que debía ser un jefe se acercó a donde yo estaba, que era al lado de la puertecita de escape de rial, por donde salió la niña. El hombre traía tan mala raza, que no dudé un momento de que me había equivocado, y que aquellos hombres no eran de Caldetas sino de fuera, y que venían a prender a Joaquín. ¡Dios mío! ¡Qué momento! ¡Qué hacer! Nada… Las sirvientas, en pie, en el planchador, en frente mío, mi miraban con cara de susto. Yo, sólo en el jardín -luego he sabido que no estaba sola; pero no veía a nadie- esperaba como una estatua, en pie, la tragedia. El hombre, receloso, se paseaba, impaciente, como fiera enjaulada, de arriba abajo, sin mirarme. La mirada fija en la calle. Por decir algo, procurando dulcificar la voz, le pregunte con amabilidad: Deuen estar molt cansats? Aquesta feina no ens cansa -¿deben estar muy cansados? Este Trabajo no nos cansa-, contestó vuelto de espaldas vomitando en sus palabras, todo el odio de raza que llevaba dentro. No interrumpió su receloso paseo.

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Me acerqué a un banco, y me senté, como un sentenciado. Cerca de la verja de la carretera vi entonces que, guardándola estaba un grupo de hombres. Más cerca de mí también había algunos. Desvié la mirada, dirigiéndola al casino por donde Joaquín llegaría, inconsciente, -así lo creía yo-, decidido. Él confiesa que en seguida comprendió, como yo, su error: que aquellos hombres no eran del Comité de Caldetas; pero no dudó un momento en entregarse. Aquí estoy, dijo. Las armas, le pidió aquel demonio. No tengo armas. Entonces le cacheó y le dijo: Haurà de venir a Mataró per unes declaracions -tendra que venir a Mataró para unes declaracions-. Joaquín echó a andar. Enseguida le hicieron escolta los demás. Antes de salir de casa se volvió hacia nosotros. Me miró a mí con una mirada que en cien años que viviera no he de olvidar. Él sabía que en la esquina lo fusilarían. Yo también lo sabía. Y sabía más: que aquella noche yo no había dormido presintiendo esta detención y que le había suplicado que huyera, y él no quiso por nosotros. Me voy a Mataró, dijo. La niña estaba cerca de mí. Aquellos demonios no me dejarían despedirnos. La niña se echaría a llorar… la escena emocionaría a Joaquín, restándole fuerzas. Hasta luego, le contesté, y vi cómo se lo llevaban, más muerta que viva por la emoción y el dolor, con la impotencia de retener el crimen y el salvajismo de una revolución denigrante en la que los fusilamientos se efectuaban sin motivo, sin conocer causas, por satisfacer sólo el desenfreno de unas pasiones animales que cobijan todos ellos en lo hondo de sus mentalidades relajadas. Caso único en la historia, vergüenza para España.

Autor

César Alcalá