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Corrían los años 90 y aquello que se suele llamar pomposamente “cultura” exudaba malestar por cada uno de sus poros. Escritores de la talla de Bret Easton Ellis, Martin Amis, Michel Houellebecq, Chuck Palahniuk, Frédéric Beigbeder, Douglas Coupland o Neal Stephenson, entre otros, nos habían enseñado a odiar la “acumulación de mercancías” propia de “una cultura de masas” encuadrada en una “sociedad de consumo”. Estábamos a la vuelta de todo antes de haber ido. Hastiados del mundo, rebosantes de odio. Y éramos terriblemente jóvenes.

Vivíamos atiborrados de televisión donde se sucedían sin fin productos tan entrañables e inocentes como El coche fantástico o El equipo A. Nuestra banda sonora constante eran los discos de Nirvana y de Oasis. La ropa, rota mucho antes de ser usada, reflejaba la profunda indiferencia que el mundo nos provocaba. Tanto como la existencia de un hermano menor que te recuerda lo evidente: que te estás haciendo viejo y que al final la realidad, el mundo y la vida adulta te están esperando henchidos de ánimo revanchista. Sin posibilidad de huida.

El cine nos parecía un asunto de moñas, salvo algunas excepciones de las que sí se podía hablar sin temor al ridículo, como eran Kieslowski, Lynch o Haneke. Con el cambio de milenio y sin el apocalipsis por todos (secretamente) anhelado, en España escritores como Agustín Fernandez Mallo rescataban la (eterna) deriva costumbrista de la literatura española continuando la estela de Julián Ríos y Juan Goytisolo. Ninguna obra a veinticuatro fotogramas por segundo parecía capaz de poder acercarse a ese deseo rupturista y renovador. Pero vivíamos en un error. Y películas como (Boogie Nights 1997), Reservoir Dogs (1992), Seven (1995),  Academia Rushmore (1998), El gran Lebowski (1998), o Antes del amanecer (1995), por citar algunas, nos enseñaron cuán profundo era nuestro grado de equivocación.

Han pasado más de veinte años y los jóvenes sin futuro de entonces, tan inconformistas como los personajes de Gus van Sant o Kevin Smith, ahora cotizan para la seguridad social con trabajos fijos y vuelven pronto a casa los fines de semana para darles las buenas noches a sus hijos. El tiempo nos agota a todos: también a un cine que parecía a punto de volver a fundarse pero que ha quedado anclado en esa (bendita) nostalgia ochentera que resulta de lo más irresistible a propios y a extraños.

Directores tan afilados como Tarantino o Fincher; entregados, en sus primeros años, a un cine violento y nihilista, cargado de inconformismo y rodado con verdadera furia, son hoy narradores mucho más serenos y, curiosamente, cada vez más en consonancia con los rasgos propios del novelista clásico: desarrollo de personajes sobre relevancia de la trama, el gusto por el recoveco y la sub-trama sobre la economía narrativa, la voluntad desatada de estilo sobre el nervio musculoso de los planos breves en eterna sucesión (parasitado por la televisión). Etcétera. Ahí están películas como Zodiac (2007), Los odiosos ocho (2015) o El gran Hotel Budapest (2014) para demostrar que hay verdad en mis palabras.

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El arte de la novela hace mucho tiempo que dejó de ser un patrimonio exclusivo de la literatura. Un cineasta, también uno de esos (denostados) “videocliperos” transgresores de los 90, también puede firmar la puta e inacabable Gran Novela Americana. Cuando se ha cansado de prenderle fuego a todo sin que eso nuevo por llegar termine de encarnarse. Puede que todo esté ya contado de mil formas distintas, pero eso no evitará que sintamos nostalgia por el propio arte de contar. Y que hagamos películas en torno a eso mismo.

Lo mismo sucede con Licorice Pizza (2022) de Paul Thomas Anderson —¿se habían olvidado de que estábamos aquí para criticar una película o qué?—: el más talentoso cineasta de su generación y equivalente norteamericano de lo que Paolo Sorrentino representa en Europa, en tanto que genial heredero a la par que renovador del genuino e inimitable estilo desarrollado durante décadas por dos autores tan dispares como Martin Scorsese y Terrence Malick.

Hay tres etapas evidentes en el cine de Anderson: la primera, que dura hasta Magnolia (1999); la segunda, que dura hasta El hilo invisible (2017); y la tercera, que acaba de empezar con Licorice Pizza (2021). Cada vez que el autor de películas tan destacables e irregulares como Pozos de ambición (2007), The Master (2012) o Puro Vicio (2014) logra alcanzar la perfección en su estilo (influenciado por Robert Altman y sus repartos corales, en su primera etapa; a imitación de un perfeccionismo gélido y digno de Kubrick, en la segunda parte de su carrera), pasa a un estadio siguiente con películas de transición tales como Embriagado de amor (2002) o, su última película hasta la fecha, Licorice Pizza.

Por su estrecha relación con el mundo de la música y del videoclip, directores como Fincher, Paul Thomas Anderson o Baz Luhrmann dominan el ritmo musical de las películas y, siguiendo la estela de Tarantino o de los Hermanos Coen, la introducción de música extradiegética (para entendernos, canciones que no suenan dentro de la escena) en sus películas. El jazz, la juventud y el amor tienen, en ese sentido, algo en común: que no “van” a ninguna parte. En su lugar, sencillamente “son”. Fluyen, sin dirección. Como quien corre hacia ninguna parte. Así funcionan la trama y la estructura de Licorice Pizza: puro jazz donde el leitmotiv es la historia de amor constantemente frustrada entre los dos protagonistas, que culminará con el paso a la edad adulta de dos adolescentes en puntos distintos de su vida.

Licorice Pizza es una pequeña pero gigantesca obra maestra y una película para quedarse a vivir en ella. Muchos son sus alicientes: desde el descubrimiento de una actriz descomunal: Alana Haim, aquí, como ya ocurriera con Vicky Krieps en El hilo invisible; al homenaje de quien fuera actor fetiche del director, el fallecido, Philip Seymour Hoffman, cuya inolvidable sonrisa esta vez estaba en boca de su hijo, el también debutante y sobresaliente Cooper Hoffman. La escena inicial, un largo plano secuencia, nos hace acompañar a sus dos protagonistas, que se acaban de conocer pero que ya se reconocen como “el amor de su vida”, abre una sinfonía nostálgica que este año goza de la compañía de grandes títulos en sentido análogo como Fue la mano de Dios (2021) o Belfast (2021), y que se cierra con las palabras más bellas que se puedan combinar en toda lengua: “Te quiero”.

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Con una evanescencia narrativa rebosante de energía en la línea de clásicos como American Graffiti (1973) o Movida del 76 (1993), Anderson ha hecho un bello homenaje al mundo de su adolescencia volviendo, precisamente, a sus grandes temas, aunque por vías hasta ahora inexploradas en su filmografía: su constante estudio (quizás sería más conveniente decir “descripción”, puesto que, como todo gran narrador, no pretende moralizar ni adoctrinar) del ser humano como eje principal de su narración, mostrando una especial fascinación por la forma en que las historias se entrecruzan gracias a la muy posmoderna teoría de la entropía: no olvidemos que Anderson se precia de ser el único cineasta hasta la fecha capaz de adaptar a Thomas Pynchon.

Licorice Pizza es, sin embargo, la película con más golpes de humor del director y, en general, la más amable con el espectador: un homenaje al arte de contar historias como en Mank (2020), Érase una vez en Hollywood (2019) o La crónica francesa (2021); sólo que donde Fincher fracasó, Tarantino no terminó de despegar ni Wes Anderson fue capaz de entregar su mejor trabajo; PT Anderson ha hecho su película más conmovedora y menos errática desde Magnolia; un trabajo que reformula su cine volviendo a los inicios y a la propia adolescencia del director para separarse del hieratismo hermético que le ha hecho perder tantos espectadores (no a este) a lo largo de los años.

En definitiva: estamos viviendo un momento dulce con el que es el mejor año de cine en mucho tiempo, y Paul Thomas Anderson, uno de los mejores cineastas vivos, ha tenido a bien entregarnos, a modo de guinda, una de las mayores historias de amor del cine reciente: frente a Ryan Gosling y Emma Stone, el de Alana Haim y Cooper Hofmann representa un amor menos “canónico” pero, al menos para quién esto escribe, mucho más emocionante. Pasaremos años añorando lo que supuso el estreno de esta película: en eterna nostalgia de lo perdido: como el amor, la juventud o ese bellísimo jazz que ya nadie escucha.

Autor

Guillermo Mas Arellano