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De la larga entrevista que el Emérito ha concedido a la periodista francesa Laurence Debray, tan larga que está a punto de publicarse un libro – Mon roi déchu (Mi rey caído) –, que saldrá a la venta en Francia, el próximo 6 de octubre, lo más importante de destacar, según ha adelantado la revista francesa Paris Match, es lo que ha confesado: “Destruimos instituciones más fácilmente de lo que las construimos” y afirmado: “Algunos están muy contentos de que me marchara”.
Nada que no supiéramos, y que no suene intrascendente. Así pues, comencemos diciendo que cuando Juan Carlos es entronizado Rey de España en virtud de la autoridad de Franco, se vuelve en alguien distinto a lo que era el “Príncipe de España”, que tan feliz parecía haciendo de lacayo de Franco.
Pero Juan Carlos era hijo de un vividor, y lo único que pretendía era vivir a cuerpo de rey, morirse en su cama y pasar a la Historia. Que no es poco. Tras nombrar a Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, según fue asesorado por el aquel brujo de pócimas legales que fue Torcuato Fernández Miranda – franquista, o eso fue lo que dejó ver hasta el día 22 de noviembre de 1975 -, el control del Estado comenzó a estar en manos de dos segundones, a los que auxiliaron todo tipo de buscavidas. Gentes sin ideología ni prudencia que abrieron las puertas de par en par a los conspiradores de fuera, y en tal avalancha, que no hicieron ascos a los asesinos convictos de nuestro pasado más reciente. Asesinos con los que se compartió mesa y mantel, que es, lo que algunos han entendido por reconciliación en la España reconciliada.
Lejos de la prudencia que se le suponía al Monarca por no estar en el cenagal político del momento, su función fue dar respaldo a un sistema precipitado y sin programa que se confeccionaba a diario en restaurantes de cinco tenedores, donde la cesión, a la que se llamó “consenso”, fue la nota más valorada.
Craso error que sigue sin ver el hoy Emérito, que lo que más echa de menos, según le confiesa a la periodista francesa, es la “comida española”. Craso error, decimos, porque en orden a buscar la perfección social, la primera cuestión que habría que haber tenido en cuenta, hubiera sido advertir no tanto que la pluralidad de actitudes y opciones que se daban necesitaban ser coordinadas para de esta forma conseguir una convivencia pacífica y justa, sino cómo afrontar determinadas cuestiones. Y esta es la pregunta que ni por asomo se pasea por la mente del hoy Emérito, puede que embotado de tantas cosas que al llegar a la vejez considerará superficiales… ¿Acaso es factible un Estado aséptico en cuestiones fundamentales?
Con todo, en su descargo diré que no tuvo a la altura los dos pilares que hubiesen dado naturaleza a un reinado como Dios manda. La Iglesia, que venía alzada desde 1971 -Asamblea conjunta de Obispos y Sacerdotes- contra el régimen que la había salvado de la aniquilación. Y el Ejército (Fuerzas Armadas), que asistió como convidado de piedra a todo ese proceso de destrucción que sin orden ni concierto, y engañando al pueblo, se hizo de todo el régimen anterior. A la par de espectador ante el drama del terrorismo de ETA. Terminando por cavar su propia tumba como institución fundamental de la nación, más allá de ser unos funcionarios al servicio del Estado, la tarde-noche del 23 de febrero de 1981, a cuyos Caballeros termino dejando a los pies de los caballos
El Emérito, que solo se mira el ombligo, a lo que parece, no le preocupa que España sea la nación que abandera la quiebra de nuestra civilización occidental. Una civilización que ha perdido el rumbo de su destino por la quiebra de sus valores en aras de una cultura del olvido; amenazada, además, de una invasión de bárbaros que nos dividirá en etnias y culturas, imposible de gobernar.
Y todo esto, encorsetada en una estructura burocratizada, incompetente y amoral, la Unión Europea, que se ha construido sin respetar la auténtica dignidad del ser humano, olvidando que toda persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, lo que acaba por no beneficiar a nadie. De ahí que solo pragmáticamente se respeten los valores humanos como mal menor, actitud pragmática que desaparecerá conforme avance el propósito de esa élite mundialista que planifica el devenir de la civilización occidental. Es lo que tiene vivir en un orden secularizado, adjetivado de “positivo”, en lugar de defender el Reinado Social de Cristo.
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