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Tienen razón quienes habiendo leídos mis artículos, o simplemente el último, han llegado, muy perspicaces ellos, a la conclusión de que yo he leído poco sobre la historia de España. Sin sentir por ello la menor pizca de orgullo -no soy como el presidente del gobierno-, a quienes así me califican, les aclararé que también ha sido muy escaso lo que he podido leer de la historia en su contexto mundial. Tampoco me he nutrido de la buena Literatura, si acaso un TBO de vez en cuando, de poesía solamente se lo que rima con «cinco»; apenas se, y puede que esté equivocado, de qué va la Filosofía y de que van sus principales ramas: Ética, Epistemología, Metafísica, Lógica, Estética, Gnoseología, Filoso, ni de qué sirven, o para que se estudia pero… Si se, de lo que mucho aprendí sin leer en ningún libro, es de lo que significa trabajar para poder alcanzar un buen y digno desarrollo como miembro de la Sociedad a la que se pertenece. Mi primer encuentro con el Trabajo fue a la edad de once años y aún, con ochenta y cuatro recién cumplidos, mantengo una agradable relación con él, ayudando a mis hijos.
Sin que suene a excusa, a estas alturas, nunca he disfrutado de tiempo libre que invertir en preparación cultural y conocimiento intelectual acudiendo a una academia, como pudieron hacer otros. Mis aceptadas obligaciones desde el nivel de aprendiz, hasta el grado de oficial en el negocio familiar me lo impidieron. Así he vivido todos los años que llevo metidos en la mochila, siendo prácticamente un simple iletrado al que generosamente -lo que no deja de ser extraño, y sinceramente mucho agradezco- le publican con mucha frecuencia -eso me parece; y lo sigo agradeciendo- en El Correo de España.
Mi virtud, si así se puede ver, es la facilidad con que me acoplo a las circunstancias que se alejan de mi posibilidad de hacerlas cambiar ¡Ojo! sin perder la dignidad ni el auto respeto. Entonces, por desconocimiento de la antigua historia española, al no haberla leído, nunca ha sido el motivo de mi preocupación. Jamás pensé, por ejemplo, que los difuntos señores -todos muertos antes de mi nacimiento- Prim, Espartero, Zurbano, Castelar Sagasta o Riego, pudieran intervenir en mi vida, ni en la vida de los cuarenta y siete millones -menos uno, yo- de españoles, haciéndonosla más fácil, más sencilla, más cómoda y más justa.
Mi preocupación, como cerebro primario, ha funcionado inseparablemente unido a la historia que se va escribiendo en el día de hoy, que se va a prender al 0,1 segundo del siguiente día. Siempre ha sido de esa manera, porque siempre he tenido que pagarme lo que necesito, lo que disfruto y aquello que uso con los medios económicos que me he ganado y continuo ganando con el esfuerzo de mi cuerpo y el concurso de mis manos -mi trabajo es artesanal-.
Para mostrar lealtad a algo trascendente, como pudiera ser a la Patria, no se necesita tener los huevos como el caballo en bronce del general Espartero, que «cabalga» en la calle de Alcalá de Madrid. Tener algo así entre los muslos debe ser muy incomodo. En mi caso, que los tengo redonditos y pegados al culo como los leones, me basta con cumplir con el juramento que hice sobre la bandera de España de, si fuera necesario, derramar hasta la ultima gota de mi sangre… pero después de derramar la sangre de algunos de quienes osaran atacarla.
Yo, mientras viva y pueda mantenerme en pie, seguiré manteniendo mi juramento.
Autor
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Mi currículum es corto e intranscendente. El académico empezó a mis 7 años y terminó a mis 11 años y 4 meses.
El político empezó en Fuerza Nueva: subjefe de los distritos de C. Lineal-San Blas; siguió en Falange Española y terminó en las extintas Juntas Españolas, donde llegué a ser presidente de Madrid.