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Angel Ossorio y Gallardo, Decano que fue del Colegio de Abogados de Madrid de 1930 a 1931, luego embajador de la II República en Francia durante la guerra civil, dejó para las futuras generaciones de Letrados un decálogo de cuyas máximas hay una que he intentado seguir. Esta no es otra que la que aconseja al abogado el apreciar el sentido común como el mejor de los textos.
Este preámbulo viene a cuento del último Real Decreto-Ley que ha publicado el gobierno español, que no es otro que el 6/22, sobre medidas de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la guerra de Ucrania. Esta última normativa tiene unas ciento sesenta páginas a través de las que se regulan materias tan distintas como las económicas y las educativas. Al final es un refrito que atenta contra ese gran principio del sentido común. Atentado contra este sentido por tener como justificación la idea-base de la guerra de Ucrania, cuando estamos atravesando un dislate económico y social desde el año 2007. Y por reunir materias tan dispares que no obedecen a las propias económicas ni sociales, sino que entre el galimatías que la lectura produce, se introducen reformas para que, simplemente, cuelen sin oposición de la calle, como es la del régimen educativo.
La enfermedad no es solo de esta norma (que corta de raíz la libertad de pactos de los contratantes en el caso de los arrendamientos urbanos, en este caso concreto) sino que la venimos padeciendo, con verdadero horror, de manera general en todas las normas que se promulgan e implantan.
Las leyes deben ser claras, públicas, estables y justas. Pues bien, ni ahora son claras, porque exigen de una mayor interpretación -las más de las veces varían del propósito y fin que el legislador ha pretendido- que llevan a una auténtica inseguridad jurídica. La ley debe ser interpretada conforme a su propio texto, pero eso no ocurre en las últimas décadas, donde el sentido de lo que se quiere regular aparece en la letra de manera muy distinta a la que se ha pensado, para provocar -en los distintos órdenes de juzgados y tribunales- resoluciones distintas y contradictorias entre sí y, en definitiva, cayendo en la injusticia.
Si acudimos a confirmar la estabilidad de las leyes veremos que carecen de estabilidad y la mayor parte de ellas caen en una aplicación temporal efímera, apenas un corto periodo de tiempo para conocer su rápida sustitución, con lo que, nuevamente, caemos en la inseguridad y dañando, gravemente, aquello mismo que se pretende proteger como es la economía (en el caso del Real Decreto citado). Adam Smith, en su famosa obra La Riqueza de las Naciones, no se cansa de recordar que el baluarte de toda economía libre es la seguridad jurídica. Pero esta seguridad no la puede dar solo el hecho de tener unos tribunales que administren la denominada Justicia a través de los procedimientos declarativos y coercitivos para su cumplimiento, sino que ha de venir precedida de una clara, justa y estable ley.
Puede observarse, tomando como mero ejemplo Las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio, cómo este compendio es claro, y sobre todo práctico, con tendencia a la permanencia. Mas ahora (y me refiero a los últimos cuarenta y tantos años) se dictan las leyes conforme vire el timón político de turno, incluso reconociendo la propia norma, como es el mentado Real Decreto-Ley 6/22, de la temporalidad de algunas de sus disposiciones, con lo que caemos en que siendo bien intencionada la máxima que obliga a cumplir la ley pese al desconocimiento de la misma materialmente no pueda cumplirse aun conociéndola, porque la aplicación que supuestamente deba darse a la misma sea materialmente imposible. El legislador partirá de la premisa de que su pensamiento es claro y fácilmente transmisible, pero esto no es así, por cuanto si para conformar una idea se hace uso de más palabras y conceptos que su comprensión necesita, la finalidad es la contraria. O tal vez esté equivocado y el objeto no sea el que se entiendan, sino el ocultar lo que realmente se quiere en aras a esa resiliencia tantas veces invocada por la Agenda 2030 (y que se expande como una mancha de aceite a todo ámbito social), cuyo verdadero significado es que aceptemos toda pérdida de libertad personal y económica sin protesta alguna.
El mal de lo anterior está en la raíz del desconocimiento que tienen los que presuntamente gobiernan, no ya de la razón de lo que es el bien común para la comunidad nacional que representan, sino de sí mismos. Para superarse tendrían que llegar a las palabras que pronunciara Don Quijote: Yo sé quién soy. Ese saber quién se es dotaría a los legisladores actuales de las herramientas suficientes para huir de la obscuridad buscando en las leyes la seguridad y permanencia que el bien común necesita. Claro está que para la maquinaria en la que se alimentan cada cuatro años los políticos de turno, los requisitos de claridad, estabilidad y permanencia poco les importa, como tampoco les importa lo que es o no justo, cuando no es propio de sus propios intereses, protegidos estos por el paraguas de una verborrea leguleya de la que está huido, de manera permanente, el sentido común.
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