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Dijo Charles de Gaulle, más o menos, que patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; y nacionalismo, cuando lo primero es el odio por los demás pueblos. Hoy día ninguna mente sensata puede ignorar que el modelo territorial consagrado en nuestra Constitución ha fomentado los separatismos, ha lastrado las arcas públicas al multiplicar por 17 todos los organismos, y además ha roto la solidaridad y la igualdad entre los españoles.
Tras la pandemia y tras las elecciones pasadas y a la vista de lo que está ocurriendo en Cataluña, cualquier postura nacionalista sectaria es hoy, peor que una manifestación de arcaísmo, una deriva criminal. Es lamentable que a estas alturas, frentes estrechas, de limitada visión, pretendan ignorar la historia y hundir a los demás en conflictos cuyo rasgo más perceptible es la irracionalidad.
Pese a reconocer que resulta cansino disputar con necios, estamos obligados a denunciar diariamente a esos separatistas que se empeñan, con la ayuda de los sucesivos gobiernos centrales, en destrozar a Cataluña. Tanto por solidaridad con esa entrañable región española como por un sentimiento de fraternidad hacia la mayoría de catalanes que sintiéndose inalienablemente españoles padecen los abusos de la estupidez allí institucionalizada.
Pero no sólo el gobierno de la Generalidad -o el de las Vascongadas- gusta exhibir el sometimiento del Estado de derecho como un triunfo político; poco a poco otros gobiernos autonómicos -Galicia, Valencia, Baleares…- se van aupando al carro de la jactancia que alienta la impunidad y erigiéndose en intocables Jefes de Estado tribales.
Por otra parte, en no pocas comunidades autonómicas la elección del gobierno ha de ponerse bajo sospecha venal o despótica, puesto que el soborno o el chantaje o incluso el odio, son el alma de estas elecciones. Los partidos que llevan tantas décadas en el poder, han conseguido éste comprando o exigiendo el afecto de los contrarios del mismo modo que atrayéndose los sufragios de los afines.
La liberalidad y el matonismo de los candidatos vencen toda clase de oposición. Las familias se venden por el pánico o por medio de subvenciones, empleos lucrativos o carguillos más o menos elevados. Y para mantener la fidelidad de sus clientes, tratándose de beneficios recibidos o de temor, los gobernantes se ven con frecuencia obligados a repetir sus dones y sus amenazas.
Esta necesidad absoluta en que se ven ciertos partidos de prodigar favores e intimidaciones es como un pozo sin fondo y constituye una tremenda perversión: por muchos euros que se entreguen nunca se colmará la avidez de los comprados, y por muchos enfrentamientos que provoquen jamás podrán callar a los espíritus libres. Por un lado, las dádivas exigirán la reserva de unos recursos que debieran ser utilizados para el bienestar de la comunidad, no de los políticos. Y por otro, los atropellos y desmanes irán envileciendo la sociedad hasta hacer su atmósfera irrespirable. Algo que se está viendo estos días en Cataluña.
Todo ello, claro, se ha venido deteriorando con la ayuda de la ley electoral. Una cifra ridícula de votos ha sido suficiente, a menudo, para que ciertos arquetipos de la política provinciana pudieran ejercer de llave parlamentaria y convertirse en un freno a cualquier razonable intento de reforma nacional. Ni el origen ni las consecuencias fueron ni son casuales. Constituyen, por el contrario, un fraude pergeñado mediante aquellas bombas de efectos retardados camufladas en nuestra Constitución, y en una ley electoral trucada, conveniente al sistema proporcional que se ha ido comiendo poco a poco a la nación.
Con el nacimiento del Estado de las autonomías hemos asistido a la aparición de aparatosos centros de burocracia y de poder político centrífugo, sufragados con el dinero de los ciudadanos y presionando caprichosa y temerariamente sobre el déficit público. Pocos se detienen a pensar que el dinero que manejan y distribuyen los gobiernos a través de los presupuestos generales del Estado es del pueblo, y toda clase de cuentas, de hacienda pública y de orden público, deben ser bien ajustadas, y aunque los respectivos municipios y regiones conserven sus singularidades, han de acatar por encima de todo la disciplina de la unidad nacional.
Como a la vista de la deriva de las Autonomías se ha comprobado que no se hallan al servicio de dicha unidad, sino al servicio de sí mismas y de sus elites, su existencia es un gravísimo lastre. Desde la llegada de la democracia, durante esta transición aún insepulta, que nos ha dejado muchas más sombras que luces, la evolución política ha favorecido el acantonamiento y empujado a los presidentes autonómicos a mostrarse cada vez más celosos de sus prerrogativas; a querer juzgar, explotar y administrar impunemente los recursos que se hallan bajo su jurisdicción y que sucesivos gobiernos centrales han puesto en sus manos sin ningún control y con absoluta irresponsabilidad.
Por eso es necesario acabar con los privilegios neo feudales de políticos y Autonomías. Queremos hombres y mujeres de la tierra española, dueños de ella, en lugar de siervos a merced de las arbitrariedades personales de los políticos y de su manejo de unas instituciones convertidas en objeto de especulación política, más dedicadas al servicio de su interés particular que al interés de la ciudadanía.
Hay que arrancar a los políticos su estado actual de reyezuelos de taifas o de señores feudales para reconvertirlos en lo que nunca debieron dejar de ser: una clase de funcionarios, administradores del bien público que se deben por entero al pueblo, al cual tienen que presentar sus proyectos, gestiones y logros con absoluta transparencia. Sus desaforadas y anacrónicas ventajas deben desaparecer de raíz, quedando en el futuro sus figuras de hoy como meras sombras corruptas que se pasean melancólicamente por aquellos despachos que ocuparon más por venalidades y partidismos que por méritos propios.
Si el fin de centralizar es dar unidad, rechacemos el espíritu de las Autonomías y centralicemos. Y si el fin de concentrar es dar fuerza, dejemos de dispersar instituciones y concentremos. Sólo suprimiéndolas podrá lograrse la unidad económica, la unidad social, la unidad territorial y la unidad de los ciudadanos ante la ley. Todo ello a mayor servicio y gloria de una Patria fuerte y entera.
Tal objetivo va a costar trabajo, es cierto, porque la ruptura de rutinas y vicios conlleva el quebranto de innumerables y oscuros intereses, creados al hilo de la corrupción institucionalizada, pero es imperativo hacerlo en beneficio del interés de la mayoría, que no es otro que el del Estado nacional unitario.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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