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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de los caballos de Leonardo da Vinci y de los caballos de la conquista de América.

 

LOS CABALLOS DE LEONARDO DA VINCI

Cuenta una vieja leyenda romana que un día del mes de enero del año 1560 el papa Paulo IV llamó a Miguel Ángel, el gran Miguel Ángel Buonarroti, el genio de la Capilla Sixtina y el que casi hizo hablar a Moisés, para conversar sobre «tiempos pasados» de Milán, Bolonia, Pavía, Ragusa, Florencia y etcétera y recordar juntos las viejas glorias del arte renacentista… Fue entonces cuando, al parecer, Miguel Ángel dijo estas palabras:

-Santidad, no le deis más vueltas: yo no sé lo que la Historia dirá de mi obra ni en qué lugar me colocarán los hombres del mañana; como no sé qué dirán de Donato di Niccoló di Betto Bardi (Donatello, para nosotros), ni de Guido di Pietro da Mugello (Fra Angélico), ni de Tommaso di Mone Cassai (Masaccio), ni de Filippo Lippi, ni de Piero della Francesca, ni de los Bellini -Jacopo, Gentile y Giovanni- ni de Andrea Verrochio, ni de Donato Bramante, ni de Sandro Botticcelli, ni de Pietro Vanucci (el Perugino)… pero sí sé lo que dirán y escribirán de Leonardo Piero Vince… porque él fue, sin duda, el mejor, la cúspide del arte y el saber de su tiempo. ¡Dios, lo que yo habría dado por tener la cabeza y los sentidos de aquel hombre!

Y es que a la hora de hablar del Renacimiento (pintura, escultura, arquitectura, ingeniería, anatomía, geología, hidráulica, naturalismo, etcétera) Leonardo da Vinci es el artista, el compendio, la cumbre, el genio… ya que, ciertamente, nadie como él sintió el ansia de saber ni tuvo sus inquietudes, ni abrió y recorrió tantos caminos.

Pero ahora y aquí no vamos a hablar del Leonardo de la «Santa Cena»; ni del ingeniero revolucionario que quiso hacer volar al hombre; ni del anatomista que diseccionaba cadáveres para copiar del natural los órganos corporales; ni del inventor que quiso transformar las técnicas guerreras de la época… ni siquiera del Leonardo de La Gioconda. Hoy y aquí vamos a hablar de los caballos de Leonardo, de aquella pasión que sufrió por la raza equina desde sus años mozos y sobre todo a partir del monumento de Francesco Sforza…

La primera vez que Leonardo se enfrentó artísticamente con un caballo fue en marzo de 1481 (tenía veintinueve años), al encargarle los monjes de San Donato en Scopeto, cerca de Florencia, que pintara el retablo del altar de la capilla del convento… es decir, cuando comenzó La Adoración de los Magos y se planteó la perspectiva del fondo. Porque ahí aparecen (dibujos de los Uffizi) sus primeros caballos, incluso su preocupación por los diversos movimientos de este animal. Como puede verse en cualquier reproducción de la obra, son unos caballos violentos e indómitos, apuntes claros de cualquier ejemplar «toscano».

Después Leonardo cambia la Florencia de los Médicis por el Milán de Ludovico el Moro, a quien llega precedido por una carta de «autopresentación» y una lira de plata esculpida en forma de cráneo de caballo (¡tan bien conocía ya la anatomía del animal!)… y allí, en la capital del norte, se encuentra con el primer gran desafío de su vida: el monumento ecuestre a Francesco Sforza.

Pero llegados aquí quiero reproducir estas líneas de la biografía de Silvana Levi Orban:

 

«Algunos críticos piensan que fue gracias a este trabajo que Leonardo pudo realizar su deseo de alejarse de Florencia; sin embargo, el encargo de esa obra produjo cierto interés en el artista, hasta tal punto que en la carta de autopresentación ante la corte escribió: «También podrá realizarse el caballo de bronce, que será gloria inmortal y eterno horno de la feliz memoria del Señor vuestro padre y de la ínclita casa de Sforza». Leonardo, que se sentía atraído por los problemas del movimiento, se sintió más fascinado por el estudio del caballo que el del caballero. Sus primeros dibujos analizaban de manera minuciosa las formas anatómicas del animal, que quería detenido en la posición más vital y noble del encabritamiento; en cuanto al duque, al que debía estar dedicada la estatua, en esos primeros estudios no era más que un montón de líneas esbozadas un poco rápidamente y directamente no existía.»

 

La idea de hacer un caballo alzado sobre sus patas posteriores era técnicamente muy ambiciosa: hasta ese momento, nadie había podido construir una estatua en esa posición, ya que creaba varios problemas por la inhabitual distribución del peso. Otra dificultad la constituía la cantidad de material que debía fundirse: el monumento, en efecto, debía alcanzar la considerable altura de 7 metros y 64 centímetros. Si hubiera logrado realizar la obra tal como la había previsto en un primer momento, Leonardo habría eclipsado completamente la fama de dos recientes y grandiosos monumentos ecuestres a la memoria de Colleoni y de Gattamelata, realizados respectivamente por su maestro Verrochio y por Donatello. Pero los problemas técnicos que afrontó evidentemente debían de ser insuperables en la época y la obstinación con que Leonardo persiguió su imposible proyecto estuvo a punto de hacerle perder el encargo. Ludovico, en efecto, cuando en 1489 se dio cuenta de que la obra aún estaba en sus primeros esbozos, se dirigió otra vez a Lorenzo de Médicis para pedirle que le mandara uno o dos maestros adecuados para la ejecución de la estatua. Es evidente que el problema no era de fácil solución y desde Florencia no llegó ningún experto. Leonardo, después de una pausa debida posiblemente a la indignación por la escasa confianza demostrada hacia su capacidad para continuar el proyecto, siguió ocupándose de él el 23 de abril de 1490. Ese día inició un nuevo cuaderno, el denominado Códice C -hoy en París- y después de la fecha se ve esta nota: «comienzo este libro y recomienzo el caballo».

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¡Ay!, pero Leonardo tuvo que abandonar la idea del caballo encabritado y replegarse a la más clásica del caballo «al paso». Lo cual le obligó a estudiar de nuevo y desde el principio la anatomía del cuadrúpedo y todos los posibles problemas de musculatura. Quizá por todo ello el monumento a Francesco Sforza sólo quedó plasmado para la posteridad en cientos de dibujos y apuntes… (para dolor del propio Leonardo la estatua nunca llegó a fundirse en bronce, ya que Ludovico envió el bronce dedicado a la fundición del caballo a su cuñado, el duque de Este, para que lo usase en hacer cañones y los soldados franceses que invadieron Milán en 1499 derribaron el modelo original en yeso).

A finales de 1502, Leonardo regresó a Florencia y se enfrentó de nuevo con sus amigos los caballos en el fresco de La batalla de Anghiari. El tema de la obra fue la gran victoria de los florentinos medio siglo antes de Anghiari, cerca de Arezzo, y fue elegido por el mismo Leonardo para decorar una de las paredes de la sala del Consejo del Palazzo Vecchio. El motivo central era -puesto que la obra desapareció muy pronto- un combate de cuatro jinetes que luchan alrededor de una bandera, y ahí puede verse perfectamente el dominio que Leonardo tenía ya de la anatomía equina.

Después de La batalla de Anghiari Leonardo se enfrentó a otro monumento ecuestre: el del mariscal Gian Giacomo Trivulzio, aunque tampoco llegó a realizarlo. Según los biógrafos, el genial Leonardo tenía metida en su mente la estatua romana, actualmente perdida, del Regisole de Pavía… y los cientos de caballos que había observado y estudiado en Milán para la estatua de Sforza, como lo demuestran los llamados dibujos Windsor dedicados a la forma, a la anatomía, al movimiento del caballo e incluso de caballos concretos, con indicación de raza y nombre del propietario.

Leonardo murió el 2 de mayo de 1519… mientras Hernán Cortés conquistaba México con un puñado de hombres y ¡dieciséis caballos!

 

 

LOS CABALLOS DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

Vayan por delante tres cosas que conviene saber:

Primera: Que cuando los españoles llegan a América, a finales del siglo XV, allí no hay caballos, a pesar de haber sido América del Norte, en cierto modo, la «madre» de la raza equina (como quedó dicho en la introducción).

Segunda: Que los caballos viajaron por primera vez en el segundo viaje de Colón, siendo ya en ese momento don Juan Rodríguez de Fonseca responsable único de la organización de los viajes colombinos (Morales Padrón escribe estas líneas al respecto: «Los obstáculos aparecieron bien pronto, y la tarea se hizo más ardua de lo que los impacientes Monarcas deseaban. Los Reyes Católicos no cesaban de escribir para que la escuadra, de 17 barcos y 1.500 tripulantes y pasajeros, estuvieran prontamente dispuestos». Y añade expresamente que «con la prisa, hubo fraudes y engaños: los caballos fueron cambiados por unos jamelgos infames, en un acto de pura picaresca, y por vino se suministró algo parecido». Lo que demuestra claramente cuándo y qué clase de caballos fueron los primeros en ir a las Américas).

Tercera: Que la primera relación con nombres y apellidos de los caballos que llegan a América procedentes de España la da Bernal Díaz del Castillo en su famosa Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. El gran cronista de la conquista de México dice en su obra:

 

«Y todo esto ordenado, nos mandó apercibir para embarcar, y que los caballos fuesen repartidos en todos los navíos; hicieron una pesebrera y metieron mucho maíz e hierba seca.

Quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron:

Capitán Cortés, un caballo castaño zaíno, que luego se le murió en San Juan de Ulúa.

Pedro de Alvarado y Hernán López de Ávila, una yegua alazana, muy buena, de juego y de carrera, y desque llegamos a la Nueva España el Pedro de Alvarado le compró la mitad de la yegua o se la tomó por fuerza.

Alonso Hernández Puerto Carrero, una yegua rucia de buena carrera, que le compró Cortés por las lazadas de oro.

Joan Velázquez de León, otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos La Rabona, muy revuelta y de buena carrera.

Cristóbal de Olí, un caballo castaño escuro, harto bueno.

Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un caballo alazán tostado; no fue bueno para cosa de guerra.

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Francisco de Morla, un caballo castaño escuro, gran corredor y revuelto.

Joan de Escalante, un caballo castaño claro tresalbo: no fue bueno.

Diego de Ordaz, una yegua rucia machorra, pasadera, y aunque corría poco.

Gonzalo Domínguez, un muy extremado jinete, un caballo castaño oscuro muy bueno e gran corredor.

Pedro González de Trujillo, un buen caballo castaño, perfecto castaño, que corría muy bien.

Morón, vecino del Bayamo, un caballo overo, labrado de las manos y era bien revuelto.

Baena, vecino de la Trinidad, un caballo overo, algo sobre morcillo; no salió bueno para cosa ninguna.

Lares, el muy buen jinete, un caballo muy bueno, de color castaño algo claro, e buen corredor.

Ortiz, el Músico, y un Bartolomé García, que solía tener minas de oro, un buen caballo oscuro que decían el Arriero. Este fue uno de los buenos caballos que pasamos en la armada.

Joan Sedeño, vecino de la Habana, una yegua castaña, y esta yegua parió en el navío. Este Joan Sedeño pasó el más rico soldado que hubo en toda la armada, porque trujo navío suyo, y la yegua, y un negro, e cazabe, e tocino, porque en aquella sazón no se podía hallar caballos, ni negros si no era peso de oro, y a esta causa no pasaron más caballos, porque no los había ni de qué comprallos. Y dejallo he aquí, y diré lo que allí nos avino, ya que estábamos a punto para pasarnos embarcar».

 

Dicho esto, y como introducción a «Los caballos de la Conquista de América», no hay más remedio que puntualizar algo muy importante: que el caballo, ciertamente, fue decisivo en los primeros momentos y quizá durante el primer cuarto de siglo de la presencia española en el Nuevo Mundo. «Estos famosos animales -escribe Morales Padrón-, que galoparon por casi todas las calzadas de Europa, se transportaron a Indias como fáctor bélico o como mero semental, padre de toda una generación acreditada. Los servicios que en la lucha prestaron fueron considerables; se les cuidaba con mimo y se les mataba con dolor cuando era necesario, bien porque estaban heridos o para servir de alimentos. El tudesco Federmam, yendo de Coro a Bogotá, los alzaba con cuerdas por los precipicios. Si nacía un potrillo lo arropaban y metían en una hamaca que cargaban los hombres. El cruce de los ríos lo hacían atando las canoas de dos en dos, de modo que los caballos llevasen los remos delanteros en una y los traseros en otra.»

En un principio, el indígena creyó que caballo y caballero formaban una sola pieza (Bernal, Estete, Herrera, Aguado); de ahí su estupor cuando le veía descomponerse en dos. Cortés supo aprovechar con astucia la admiración y temor que causaban las bestias para el logro de sus objetivos. Oviedo, recogiendo esta sorpresa general, escribe: «E assí como los ginetes dieron en la delantera o primera batalla de los indios, los pusieron en huida, porque ovieron mucho espanto de tal novedad, e nunca avian visto esta manera de hombres a caballo pelear con ellos ni con otros».

Pero, de entre todos estos animales destacaron el famoso Arriero, el Romo, el Vi­ llano, el Zainillo, etcétera, y en especial aquel que Cortés montaba el día de la marcha a las Hibueras, el que dejó al cuidado del cacique de Tayasal, cerca del lago Petén y donde hoy está la población guatemalteca de Flores. Sobre este caballo llegó a crearse toda una leyenda, pues los indios le levantaron un monumento de pie­ dra y le adoraron con el nombre de Tziunchán o dios del trueno y del rayo.

Naturalmente de todos y cada uno de estos caballos hablaremos en capítulos sucesivos. Baste por ahora decir que «contra los caballos empleó el indio la trampa­ hoyo y la boleadora y que después se hizo su amigo, lo dominó y utilizó tan eficazmente como el español».

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.