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Como nota final al trabajo sobre la filosofía del arte de Ángel Faretta publicado anteriormente en estas páginas se hace necesario añadir, sin embargo, a modo de adenda, algunas notas polémicas tomadas durante la lectura del autor argentino. Para ello debemos comenzar haciendo hincapié en una idea que resulta decisiva en mí lectura personal de Faretta: su teoría es la consecuencia artística de la revisión a la cultura occidental que el filósofo francés René Guénon realizó en dos obras maestras del pensamiento del siglo XX: La crisis del mundo moderno (1927) y El reino de la cantidad y el signo de los tiempos (1945). Múltiples son las coincidencias en los dos sistemas: la importancia sacra del símbolo como vehículo de transmisión de un conocimiento metafísico; la denuncia de la Modernidad como una construcción socio-histórica carente de centro y de fines; la progresiva horizontalización en curso que cancela el eje vertical que nos religa con lo trascendente, etcétera. Si Guénon, pensador obsesionado con la ortodoxia religiosa y enemigo declarado de cualquier aproximación no ritualista a lo sagrado, ataca con dureza en su obra todas las inversiones satánicas del camino hacia lo trascendente; Faretta hace lo propio con aquello que no considera como cine porque no utiliza los símbolos como vehículo de sentido o lo hace sólo de forma alegórica. En ese sentido el pensador argentino se encuentra defendiendo algo así como una “ortodoxia cinematográfica”, al igual que Guénon defiende una ortodoxia religiosa, para la cual ha trazado previamente una definición de lo que es cine y aquello que no lo es.

Sin metafísica, sin el empleo de símbolos, todo arte es alegórico. Y eso es precisamente lo único con lo que discrepamos, desde la más profunda humildad, con la teoría de Faretta: la aparente condescendencia con la que se despacha a algunos de los más grandes artistas de los dos últimos siglos. Un vistazo rápido al cine: Carl Theodor Dreyer, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Stanley Kubrick, Andrei Tarkvovsky, Víctor Erice, Theo Angelopoulos o Paolo Sorrentino, entre otros, son artistas cuya obra va mucho más allá, en términos mitopoéticos, puesto que está encaminada hacia el contacto con lo numinoso o hacia la representación del drama existencial. Y lo mismo se puede decir en términos literarios de H.P. Lovecraft, Philip K. Dick o Thomas Ligotti, por citar algunos nombres de autores que han entendido el mundo contemporáneo, en términos narrativos, con una hondura difícil de igualar. Por supuesto, todo intento teórico –y, probablemente, ninguno se ha formulado en el siglo XXI desde unos presupuestos más sólidos que los utilizados por Faretta– tiene que crear un corpus artístico a su medida; Aristóteles o Boileau también lo hacen. Pero pretender cerrar ese sistema, igual que hace Guénon reduciendo la experiencia mística al acontecimiento religioso o a la representación artística de manual, nos parece reduccionista.

En la película de John Ford La taberna del irlandés (Donovan´s Reef, 1965), un personaje dice lo siguiente: “Yo creo en un solo Dios verdadero pero respeto las creencias y costumbres de mi raza”. ¿No es esto tan alegórico, al escuchar una cita que probablemente se podría extender al propio Ford, como cuando Tarkovsky, según el ejemplo citado habitualmente por Faretta, pone a un cartero a hablar de Nietzsche al principio de su película Sacrificio (Offret, 1986)? A nosotros así nos lo parece. Sin embargo, no creemos que por ello toda la obra de Ford deba ser calificada de alegórica ni expulsada del concepto de cine puesto que reconocemos la existencia de otras formas de arte en el cine y de otras aproximaciones a lo sagrado en el arte.

Toda mitología resulta, en cierto sentido, alegórica. Hablar del Árbol de la Vida o del Pecado Original no deja mucho lugar a la interpretación simbólica: comenzando por el Génesis bíblico y todas sus imitaciones y revisiones posteriores, como la de John Milton en El paraíso perdido (1667), el concepto de teodicea lleva aparejado consigo la voluntad de transmitir el significado del mundo en toda su amplitud.

En una de sus más geniales intervenciones públicas, durante la presentación en Madrid de su libro El concepto del cine, Faretta dejó esculpida una máxima digna de ser recordada: “En una obra maestra el azar tiende a cero”. Algo que es del todo cierto: ¿las grandes obras de arte no se diferencian del resto precisamente por su apariencia de perfección? Aunque, de nuevo, se nos ocurre una posible réplica puesto que detrás de semejante afirmación hay esa necesidad de cerrar la interpretación. Lo cual deja fuera, de por sí, toda una corriente del arte contemporáneo en su vertiente narrativa, sea ésta literaria, sea ésta cinematográfica, que precisamente tiene su fundamento en el azar y en la contingencia y que, gracias a modernos conceptos de la ciencia puestos en común con otros términos espirituales como la “sincronicidad” jungiana, revelan otras formas de representación lo trascendente. ¿De verdad podemos descartar con el simple calificativo de “alegóricas” grandes obras literarias, imprescindibles para entender el mundo contemporáneo, como De rerum natura Gargantúa y Pantagruel (1534), Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759), El corazón de las tinieblas (1899), Ulises (1922), Viaje al fin de la noche (1932) Los reconocimientos (1955), El arco iris de la gravedad (1973), La broma infinita (1996) o Submundo (1997)?

Una obra de arte pertenece a su autor, sí, pero también pertenece a aquellos que la reciben. Si un artista quisiera cerrar su obra al momento de publicarla, ¿qué sentido tendría compartir con otros algo que únicamente se puede tomar o abandonar de manera completa? Precisamente por eso es que el criterio subjetivo de cada lector resulta crucial a la hora de entender las obras. Los creadores de mitologías modernas como J.R.R. Tolkien en Gran Bretaña o Miguel Espinosa en España, son mucho más que autores alegóricos, como seguramente los tendríamos que calificar siguiendo las nociones artísticas de Faretta; de la misma forma, los grandes místicos occidentales como Jakob Böhme, Juan de la Cruz, Maestro Eckhart, Angelus Silesius o William Blake, proponen aproximaciones esotéricas que van más allá de la comprensión ortodoxa de lo numinoso propuesta por Guénon. La obra de Faretta en la filosofía del arte, como la obra de Guénon en la historia de las ideas, resulta genial pero no definitiva precisamente porque concebir la posibilidad de una teoría como definitiva supone algo así como un determinismo crítico que resulta antitético con la propia naturaleza de lo espiritual y de lo artístico.

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En 1962, el pensador italiano especializado en cultura popular y semiótica Umberto Eco, al que Faretta graciosamente califica de “hueco”, publicó un libro titulado Obra Abierta. En él, se puede leer lo siguiente: “La obra de arte es un mensaje fundamentalmente ambiguo, una pluralidad de significados que conviven, en un solo significante. La poética de la obra abierta tiende, como dice Pousseur, a promover en el intérprete actos de libertad consciente, a colocarlo como centro activo de una red de relaciones inagotables entre las cuales él instaura la propia forma sin estar determinado por una necesidad que le prescribe los modos definitivos de la organización de la obra disfrutada. El peso de la carga subjetiva en la relación de fruición no escapó en absoluto a los antiguos, especialmente cuando disertaban sobre las artes figurativas. La obra que sugiere se realiza siempre cargada de las aportaciones emotivas e imaginativas del intérprete. Si en toda lectura poética tenemos un mundo personal que trata de adecuarse con espíritu de fidelidad al mundo del texto, en las obras poéticas, deliberadamente fundadas en la sugerencia, el texto pretende estimular de una manera específica precisamente el mundo personal del intérprete para que él saque de su interioridad una respuesta profunda, elaborada por misteriosas consonancias”.

Prosigue Eco en su texto de 1962: “Las obras abiertas se caracterizan por la invitación a hacer la obra con el autor; en una proyección más amplia, hemos considerado las obras que, aun siendo físicamente completas, están, sin embargo, abiertas a una germinación continua de relaciones internas que el usuario debe descubrir y escoger en el acto de percepción de la totalidad de los estímulos; toda obra de arte, aunque se produzca siguiendo una explícita o implícita poética de la necesidad, está sustancialmente abierta a una serie virtualmente infinita de lecturas posibles, cada una de las cuales lleva a la obra a revivir según una perspectiva, un gusto, una ejecución personal. Todas las interpretaciones son definitivas en el sentido de que cada una de ellas es, para el intérprete, la obra misma, y provisionales en el sentido de que cada intérprete sabe que debe siempre profundizar la propia. En cuanto definitivas, las interpretaciones son paralelas, de modo que una excluye las otras, sin negarlas.”.

Se nos dirá, con razón, que precisamente lo alegórico es lo que “cierra”, lo petrificador, mientras que lo simbólico es lo que “abre”, aquello que no puede ser capturado en un único significado. Lo que estamos poniendo en cuestión es que el célebre monolito de la película de Kubrick pueda ser apresado en un único significado. O que el complejo nudo de juegos oníricos que el director neoyorkino dispone en Eyes Wide Shut (1999) sea reducible a una única interpretación. Por no hablar de Tarkovsky: si algo demuestra su libro Esculpir en el tiempo (1984) o las anotaciones tomadas por Sven Nykvist durante el rodaje de Sacrificio (1986) es que el director dejaba una gran parte de su trabajo al azar. Cuando el director ruso fue preguntado en una rueda de prensa acerca del significado del agua en su cine, él contestó con visible molestia que el agua no significaba nada; que simplemente estaba ahí porque a él le resultaba sugerente. Y ese componente de irracionalidad, de sugestión y de sueño es precisamente aquello de lo que emana la emoción por la cual amamos el arte más allá de todas las interpretaciones.

Leamos a Tarkovsky: “He tenido muchas ocasiones de hablar con mis espectadores. Y muchas veces he tenido que percatarme de su escepticismo frente a mis afirmaciones de que en mis películas no hay ningún símbolo o metáfora. Muy a menudo, incluso con apasionamiento, se me pregunta por el significado de la lluvia. Por qué aparece en todas las películas. Y por qué aparece siempre el viento, el fuego y el agua. Preguntas de este tipo me confunden. Se podría decir que los aguaceros son característicos de la región en que me crié. En Rusia hay largas temporadas de lluvia que despiertan la nostalgia. Y también se podría decir que a mí no me gusta la gran ciudad, sino la naturaleza, y que me siento extraordinariamente a gusto cada vez que me alejo de los logros de la civilización moderna y voy a mi casa de campo, alejada más de trescientos kilómetros de Moscú. La lluvia, el fuego, el agua, la nieve, la escarcha y los campos son elementos del ambiente material en que vivimos, son una verdad de la vida. Por eso me afecta cuando me entero de que las personas, en vez de disfrutar sencillamente de esa naturaleza que se ha incorporado a las imágenes, van buscando en ella un sentido oculto. En la lluvia se puede ver, sin más, mal tiempo, mientras que yo lo utilizo de una forma determinada, como un ambiente estético, que marca el desarrollo de la acción. Pero eso no significa que en mis películas la naturaleza sea símbolo de algo. En las películas comerciales parece que ni siquiera existe la meteorología. Allí todo está marcado por las extraordinarias condiciones de luz y de interiores para conseguir unas tomas rápidas. Aquí todo marcha según el guion, y nadie se pone nervioso por los tópicos de un ambiente reproducido tan sólo de manera aproximada, por el descuido en los detalles. Pero cuando el cine le trae al espectador el mundo real y le permite observarlo en toda su plenitud, casi olerlo, sintiendo sobre su propia piel la humedad o la sequía, entonces se comprueba que ese espectador hace mucho que ha perdido la capacidad de entregarse a esa impresión de forma emocional, simple, en un sentido inmediatamente estético”.

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Termina Tarkovsky: “Por el contrario, continuamente se está sometiendo a un control, se está examinando y preguntando por el porqué y el para qué. El único motivo es muy simple: en la pantalla, yo quiero mostrar de la forma más perfecta posible mi propio mundo ideal, tal como yo mismo lo siento y lo percibo. No escondo ante el espectador intenciones especiales ni me dedico a jugar con él. Le muestro el mundo tal como a mí me parece, en su máxima expresividad y precisión. Tal como expresa, de la forma más perfecta posible, el sentido no perceptible de nuestra existencia. Siempre hay agua en mis películas. Me gusta el agua, especialmente los arroyos. El mar es demasiado vasto. No le temo al mar, pero me resulta muy monótono. En la naturaleza me gustan las cosas más pequeñas. Prefiero los microcosmos, no los macrocosmos; opto por las superficies limitadas. Me encanta la actitud japonesa frente a la naturaleza. Se concentran en un espacio confinado que refleja el infinito. El agua es un elemento misterioso debido a su estructura. Y es muy cinético, transmite movimiento, profundidad y cambios. Nada es más hermoso que el agua”.

Faretta acusa de vacuidad intelectual a Kubrick o a Tarkovsky. Que no ofrezcan una “teoría del todo” no significa que no tengan nada que decir: más de medio siglo después del estreno de 2001: Una odisea espacial (2001: A Space Odyssey, 1968)​ o décadas después del estreno de Stalker (Stalker, 1979) creemos que hay mucho más que “progresismo y new age” en ellos. Lo mismo que Guénon achaca a la teoría de Carl Gustav Jung es lo que Faretta espeta contra este tipo de cine: sincretismo, mistificación, indeterminación y mucho aparataje para esconder nada. La ausencia de una respuesta final, esa ausencia de sentido onírica o expresión anti-convencional lírica, en la obra de estos autores es la mayor refutación posible a la lectura farettiana de su obra. El poder de las imágenes que encontramos en Barry Lyndon (Barry Lyndon, 1975) o en El espejo (Zerkalo, 1975) está más allá de cualquier discusión dialéctica que se quiera tener sobre ellas.

Las obras de arte quieren decir algo, por supuesto, pero también quieren captar una mirada para ofrecérsela a los otros. Resignifican el mundo y nos permiten entender la realidad desde una perspectiva más amplia que la nuestra. No quieren transmitir un sentido arbitrario, ni un mensaje unidireccional, sino que pretenden reproducir la perplejidad del artista ante el misterio de la vida en toda su grandeza. La niña nacida en los albores de La Zona que mueve un vaso con los ojos mientras pasa el tren o el silencio de Redmond Barry en el balcón de un palacio cuando por primera vez queda con la condesa de Lyndon son algunas de las escenas en movimiento más bellas jamás filmadas. Quien construye una iglesia, al decir de Andrés Ibáñez, se encierra dentro de ella; mientras que el arte, todo gran arte, es una puerta o un puente que nos permite emprender un camino hasta entonces vedado.

Para realizar una crítica de cualquier disciplina artística con solvencia se requieren nociones teóricas porque, de lo contrario, el único criterio válido es el fisiológico: lo que me ha provocado o no la obra. Pero emplear criterios artísticos tampoco debe llevar a una mutilación de lo más básico a la hora de establecer un juicio: el gusto y el sentimiento. La experiencia, en términos artísticos o espirituales, siempre debe anteceder a la intelectualización. Y nuestro esfuerzo intelectual de comprensión profunda no debe traicionar a ese primer e infantil estallido de emoción que es el gran indicador de la mayor o menor dimensión que porta cada obra. Que nuestro sistema sea “abierto”, rico en posibilidades interpretativas, y no “cerrado”, limitado a una única vía, es lo que nos hará más o menos limitados a la hora de comprender complejo mundo del arte con toda su variedad de miradas. Sin caer en el relativismo, tan frecuente en nuestros días, pero tampoco en el dogmatismo, que igualmente parece cundir multiforme en estos tiempos de incertidumbre.

Por último, quisiera señalar dos ausencias en la obra de Faretta: una es la película Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone, con la que D. W. Griffith se obsesionó (llegó a comprarse una copia de la película para poder estudiarla privadamente) y que, en muchos aspectos, anticipa el “concepto del cine” tal y como Faretta lo recoge; y la otra ausencia notable es la trilogía de El caballero oscuro (2005; 2008; 2012), a cargo de Christopher Nolan, que quizás suponga la inmersión más inteligente de los últimos años que el cine ha ofrecido del mitologema heroico. Ninguna de estas o de las anteriores notas “críticas” preteden restarle valor al tremendo esfuerzo intelectual desarrollado por Ángel Faretta; todo lo contrario: precisamente porque me considero su alumno y creo en la singular valía de su Teoría es que merece la pena seguir dialogando para ensanchar y ahondar dentro de sus conceptos.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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