Algunas cuestiones previas
El eje del primer artículo de esta serie era el odio y acciones que la masonería -en su hija la revolucionaria y liberal- había emprendido contra La Cristiandad (Iglesia y orden católico político, económico, social, cultural…). Los dos métodos principales empleados fueron, por un lado, la infiltración (captación de miembros de la Iglesia para la causa masónica, liberal y revolucionaria) y; por otro lado, la persecución con el objetivo de exterminio (caso bien claro de la Vendeé y otros). Así fue destruida la Cristianísima Francia. El siguiente en la lista era la Católica España. Con la experiencia revolucionaria francesa, para el caso de España la masonería dio prioridad a la infiltración. Las trazas más violentas quedarían aletargadas para ser activadas en 1820.
En la primera parte de esta serie ya anoté que en España la principal acción revolucionaria fue llevada por infiltración, atrayendo a eclesiásticos (de clero regular y secular) para “la causa”. Prominentes eruditos, muchos de ellos sinceramente católicos, quedaron seducidos por la Ilustración y trataron de hacerla católica aunque para ello tuviesen que ceder en diversidad de postulados doctrinales, pretendiendo limar diferencias. Buen ejemplo fue Feijóo. Éste bebió de autores de lo más granado de entre los novatores y la Ilustración radical y masónica. Bacon fue miembro de la Sociedad Rosacruz (masonería especulativa) lo mismo que Descartes o Spinoza, Bayle o Malebranche, como bien ha estudiado Margaret Jacob en The Radical Enlightenment.
Es en este contexto desde donde se puede entender la actitud ecléctica -dispuesta a concesiones y mixtura- de estos intelectuales ilustrados españoles, sinceramente católicos pero seducidos por los filósofos de las novedades europeas de la segunda mitad del siglo XVII. Entendían esta filosofía de novedades como “espíritu integrador”, que lleva a aceptar y tolerar todo lo que pareciere válido a la luz de la razón aunque esto supusiese desligarlo -en mayor o menor medida- del criterio de verdad expuesto por la doctrina y magisterio infalible de la Iglesia Católica. No es extraño que estos ilustrados católicos españoles se encuadrasen por lo general en el bando antiescolástico y opinasen que “es menester huir de dos extremos que igualmente estorban el hallazgo de la verdad. El uno es la tenaz adherencia a las máximas antiguas [la escolástica]; el otro la indiscreta inclinación a las doctrinas nuevas” (“Guerras filosóficas”, en De la Fuente Obras escogidas del padre Feijóo).
Este ambiente llevó -a estas figuras de inicios del siglo XVIII– a criticar y rechazar lo que llamaron “milagrismo” y “aparicionismo” pero también las expresiones populares de fe como procesiones y peregrinaciones. Asimismo rechazarían el “ceremonismo” religioso planteando que había que volver a la simplicidad inicial del mensaje evangélico, abandonando -lo que ellos consideraban- superficialidades que con el tiempo había elaborado la Iglesia Católica (idea ésta desde entonces recurrente entre la heterodoxia católica decimonónica y “soplo” de “espíritu “ conciliar Vaticano II y de algunos actuales “movimientos” eclesiales).
Esta referida idea supuso abrir una brecha por donde el protestantismo intentó volver a penetrar en España, tras el fracaso y disolución de los grupos erasmistas y protestantes de Valencia a Valladolid pasando por Sevilla, y de Sevilla a Zaragoza pasando por Toledo y Madrid. Ahí tenemos a los Encinas, Servet, Valdés, Reina, Valera, Herrero, y algunos de los Cazallas o miembros de grandes linajes como los marqueses de Pozas y Alcañices. Ahora, en esta primera mitad del siglo XVIII, volvía a abrirse esta grieta que, por lo general no discurriría hacia el protestantismo sino hacia la protestantización del catolicismo, pero ya no pretendían salirse de la Iglesia Católica sino horadarla desde dentro para pavimentar el camino hacia el liberalismo. No es de extrañar que muchos de estos católicos acabasen en el “partido” de lo descreído pero sin renunciar al marchamo de “católicos”. Y, de ahí, al monismo filosófico como fundamento de la democracia liberal. Así se inició en España el camino de la secularización de las masas, fenómeno nuevo y desconocido hasta aquel entonces.
Mientras, en Francia la Convención levantaba el nuevo edificio religioso masónico. El l 7 de mayo de 1793 Robespierre presentó su proyecto de nueva religión del estado democrático: el Ser Supremo (Gran Arquitecto) era el dios del nuevo orden y era atendido por la diosa Razón. Estos tendrían sus sacerdotes. Aquí encaja la Constitución Civil del Clero (1790). Y el 10 de noviembre se instituía la fiesta a la diosa Razón.
El siguiente paso de la Convención fue debatir si Dios (cristiano) existía o no existía. Y es que en la Democracia Liberal la Verdad y la Mentira, el Bien y el Mal, lo Moral y lo Inmoral lo deciden y decretan democráticamente las instituciones democráticas (parlamentos, gobiernos…). Es así que se aprobó por aclamación que Dios no existía (julio 1794). A partir de ese momento, el cristianismo queda fuera de la ley, esencialmente la Fe Católica. Se católico -creer en Dios- queda equiparado a ser antidemocrático y estar en contra del gobierno democrático y del Estado democrático.
Por lo tanto, el católico se convierte en ser un traidor y enemigo del Estado y un enfermo social, plaga que hay que eliminar para que no contamine al cuerpo. Y si las enfermedades físicas personales se combaten con los médicos que llevan la salud al cuerpo. Al cuerpo social enfermo también se le lleva la salud con Comités de Salud Pública (instituido en enero de 1793) ¿Recuerdan que nos decía que los Comités de Salud Pública eran los encargados de imponer bozales, la general “detención” domiciliaría, los “pasaportes” y demás abyectas medidas? Como reflexionaba en la primera parte de esta serie: Esto es en realidad la democracia liberal, hoy con formas y estilos más suaves pero similares a la revolución de 1789, sus objetivos y fines no han cambiado.
El domingo pasó a ser el día del Gran Arquitecto y de su diosa Razón. La catedral de Notre Dame pasó a ser templo dedicado a la diosa Razón, la cual era procesionada por las calles de la capital encarnada en una de las múltiples meretrices de altos vuelos parisinos (burla sacrílega a la Santísima Virgen María). El Journal de la Montagne se mostró efusivo al respecto diciendo que “este día consagrado al Ser Supremo será el día más hermoso en la vida del hombre virtuoso”. Por su parte, desde las páginas de Le Pére Duchesne –de Hébert- se presentaba a Jesucristo como el primer revolucionario sans-culotte, azote de los sacerdotes, valedor de los pobres y defensor de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Vemos cómo todo ese discurso teológico “de la liberación”, “teología del pueblo”, “opción por los pobres” tan manido después del Concilio y tirando del hilo de ciertos “vientos espírituales”, no son nada nuevos. De hecho desde la publicística revolucionaria en diverso extermista –de Le Pére Duchesne a L’Ami du peuple o Le Junius français pasando por Vieux Cordelier (con los sans-culotte, herberistas, irreprochables o terroristas, Enragés o rabiosos)- se utilizaba ese discurso sobre Jesucristo que sería recuperado al hilo del aggiornamento conciliar.
L revolución hizo todo esto se hizo al amparo del decreto de libertad religiosa. Pero este mismo decreto establecía que quedaba prohibido el ejercicio religioso que “excite” al pueblo “mediante prédicas fanáticas”. Indudablemente, esto iba dirigido a prohibir la Santa Misa, la fe católica, los actos de culto católicos, la Iglesia Católica. De facto, como he señalado, los católicos se convertían por el simple hecho de serlo, en una enfermedad social que había que exterminar.
Reflexiones históricas IV: de la revolución liberal en España (1808-1834)
La Ilustración en España no pasó de ser cuestión de los sectores “cultos” (instruidos). El pueblo llano y medio y muchos de los eclesiásticos que lo atendían continuaban profesando la fe católica de siempre, íntegra, enseñada de generación en generación. De ahí la oposición popular que tuvieron las acciones revolucionarias francesas (guerras de la convención), con Cataluña como antemural católico de España. Sin embargo la generación posterior a Feijóo si que recogió el testigo y pasó del “ilustrismo” al liberalismo con gentes señeras como Valdès, Forner y Piquer o Arroyal. León de Arroyal fue el primero en presentar un esbozo de los principios que debería tener un nuevo orden constitucional, con sus Cartas político-económicas. Arroyal bebió no sólo de los ilustrados españoles de la primera mitad del siglo XVIII sino también de ingleses y franceses, especialmente Locke y Rousseau. De hecho las Cartas político-económicas son, en muchos aspectos, una recopilación de las Cartas de Locke. Bien se puede ver por ejemplo en la cuarta o en la sexta cartas de Arroyal, donde desarrolla las libertades liberales en las que se debe fundamentar una nueva constitución para España, dar a España un nuevo ser: cortes parlamentarias soberanas quedando el rey no más que un rey parlamentario, con los partidos políticos haciendo y deshacen a voluntad en nombre de España y sin mas referencia que sus intereses de grupo. Derecho positivo sin referencias superiores (ley Divina).
Pese a todo corrió publicística ilustrada anti-revolucionaria o “de avisos” o “advertencias” ante la revolución francesa, periódicos como Efemérides de la Ilustración Española o Diario de Barcelona que desde sus páginas se denunciaban las doctrinas heréticas e impías y sacrílegas que se habían echado raíz en España. Estas denuncias son una evidencia de que el pensamiento liberal ya había contaminado a las oligarquías dirigentes y “sabias” españolas. Para ellas la cuestión era cómo concertar el liberalismo con el catolicismo. Era claro que la masa católica no estaba por la labor. Había que acallar las “denuncias”, infiltrar la masa católica y realizar ofertas. Los grupos católico mentalmente más moldeables y acomodaticios se avendrían al pacto: “cesionismo”.
En un primer momento (1800-1808) la resultante de todo este cuadro fue la disociación entre gobernantes y gobernados, entre los grupos “de poder” (político, económico, cultural, educativo) y el conjunto popular español. Y es que las revoluciones se hacen siempre desde arriba. Así lo entendió Napoleón al invadir España y poner al masón de su hermano, José Bonaparte, como rey. Pero Napoleón y su hermano no contaban con la reacción popular ante todo esto.
Entre 1808 y 1810 el pueblo llano y medio se levantó contra el francés bajo el lema Dios, Patria (España) y Rey legítimo. Ante la reacción popular las oligarquías echaron el freno en su liberalismo, aunque bien es verdad que también quedaron divididas entre el josefismo liberal y revolucionario, y el ingreso en el bando patriótico. Esta división habría que entenderla como estratégica y táctica. Igual que se hizo en la Guerra de Sucesión, por lo general las familias aristocráticas (nobiliarias y alto-burguesas, burguesas) optaron por repartirse los papeles: unos miembros fueron al josefismo y otros fueron al bando patriótico. De tal modo se garantizaban siempre estar en el bando victorioso. Así fue el camino de infiltración liberal en el bando patrióticon y católico lo que supuso, a la postre, su descomposición. Veremos cómo destacados católicos patrióticos -que habían luchado juntos contra el francés- acabarían enfrentados en el campo de batalla: liberalismo y tradicionalismo.
A la altura de 1808, y dentro del bando patriótico, el afrancesamiento (liberalismo) de estas oligarquías fue vergonzante y disimulado. Por ejemplo, en la Junta Suprema del Principado de Cataluña encontramos esta mezcla de tradicionalismo, por un lado; y, de reformismo ilusttrado (camino del liberalismo), por otro. Ahí tenemos a los Espiga, Gadea, Balle o Campmany. Si bien La Junta alzaría la bandera patriótica y del tradicionalismo -Dios, patria y rey legitimo- hizo espacio al liberalismo. Esto también queda reflejado en los enviados por La Junta del Principado a la Junta Suprema Central. Aquí destacaron las oligarquías liberales o cuando menos reformistas de extracción burguesa media y alta -o aristocratizada- y terratenientes con un 60% de miembros y con juristas como Barata, Aner y Utgés; comerciantes como Torrescana, Ferrer y Font o hacendados como Castells, Vila o Llorens. Así también nobleza como Suelves marqués Tamarite. Junto a ellos encontramos lo que ya podríamos llamar tradicionalistas, muchos de ellos clérigos (de clero regular y secular) como como Creus -canónigo de la Seo de Urgel- y el cancelario de la Universidad de Cervera Llátzer de Dou. Pese a todo también esta convivencia dentro de la tradición estaría a punto de romperse.
El 22 de mayo de 1809 se decretó la convocatoria de Cortes. El manifiesto de Cortes fue realizado por Manuel Quintana, quien hacía “partido” con su amigo liberal Muñoz Torrero. Quintan era secretario de la Junta Central –junto con el liberal Martín de Garay- y era director del panfleto Semanario Patriótico al cual se sumo Blanco White. Éste último continuó la acometida liberal desde Londres con El Español (1810-14). Este tipo de panfletos no eran una excepción. Los liberales -desde el bando patriótico- fueron los que mejor supieron inocular el mal liberal en la mentalidad de la masa popular utilizando este tipo de publicística, habida cuenta que se leía en público en calles, posadas, tabernas… Ahí tenemos al Tribuno del Pueblo Español o el Diario Mercantil (Cádiz, 1802-1852). Y es que el objetivo político esencial del liberalismo era hacer tabla rasa de las tradiciones hispánicas y levantar una nueva España, y que los españoles aceptasen su propia destrucción y amaneciesen siendo otra cosa, aunque siguiesen llamándose “españoles”.
Por lo tanto, las Cortes fueron vendidas al público como una necesidad y cuando las capas medias, burguesas y nobiliarias aceptaron esta idea la cuestión fue ¿qué carácter y tipo de composición debían tener? El asunto era transcurrir el camino francés pero bajo formas y maneras “moderadas”, aceptables para la Iglesia. Si conseguían incorporar en proyecto a los cuadros más insignes de la Iglesia, todos españoles irían detrás. En el rey -como padre por delegación de Dios Padre- estaba el depósito de la soberanía de Dios sobre la Patria, sobre todo el patrimonio terrenal y espiritual de España. Y había que traspasar de dicha soberanía a las Cortes.
La situación era la adecuada porque el Rey no estaba. Luego las Juntas Provinciales (entre el tradicionalismo y el reformismo moderado) eran las que recogían dicho Patrimonio y no la liberal Junta Central. Sin embargo ésta se apoderaba de dicha función y quería unas Cortes Constituyentes. El grupo de los Quintana, Garay, Torrero impusieron tal Constituyente por lo que todos los “pactos” anteriores quedaban eliminados y se realizaba un nuevo “pacto”: la hora llamada Nación Soberana (y por delegación, las Cortes o Parlamento), el Rey y la Iglesia. Esto se unía a la nueva composición de las Cortes, sin diferencia estamental ni de brazos “concurriendo todos promiscuamente”, organizados en partidos (Garay a la Junta, 14 de Junio 1810). Llegados a este punto podemos ver que los liberales habían hecho un buen trabajo de reconfiguración psíquica entre grupos católicos “esponjosos”, que hasta ese momento habían militado en las filas de la tradición o del reformismo conservador y moderado. Sin embargo, que a la altura de 1812 , ya estaban dispuestos a ceder a las presiones a cambio de la subsistencia y de cierto reconocimiento. La mentalidad “cesionista” funcionó y este tipo de católicos más eclécticos se pasaron con bagajes y equipos a las filas liberales.
Buen ejemplo es Llátzer de Dou. Su transformismo es ilustrativo de muchos otros. El cambio de “chaqueta” le permitió hacerse con la presidencia de las Cortes y dirigir el juramento de los “autonominados” diputados: “¿reconocéis la soberanía representada en estas Cortes Generales?”. Dou es arquetipo del trasformismo católico de dúctil mentalidad y cultura, dispuesto a adaptarse a las circunstancias mientras se le permita respirar. En 1813, volvió a transformarse advirtiendo el triunfo del tradicionalismo. Se retiró a su provincia de Tarragona donde ejerció como diputado del clero de aquella provincia para acabar refugiándose, de nuevo, en su cargo de cancelario de la borbónica y conservadora Universidad Cervera. Pasada la locura revolucionaria fue investigado y hallado inocente gracias a esa dúctil mentalidad. Sus posteriores escritos –ya pasados los desvaríos liberales- reflejan dicha situación, volviendo incluso a la escolástica. Por ejemplo, en 1817 publicó una revisión de las tesis de Adam Smith criticando los excesos mercantilistas y liberales, matizando y mitigando, dejando espacio al resurgimiento del ideario escolástico. En 1831 el papa Gregorio XVI eliminó el puesto de cancelario de las universidades españolas pero mantuvo este puesto para Dou en la Universidad de Cervera.
Por tanto, a la altura de 1812 los sectores tradicionalistas quedaron mermados por la defección transformista de muchos católicos eclécticos, que instantes antes habían “militado” en el bando tradicionalista o reformista moderado. Pero no por mermadas las fuerzas, el tradicionalismo recio dejó de dar batalla. Buen ejemplo fue el grupo entorno al obispo de Orense y el marqués de Palacio, que reunió gentes de recia mentalidad católica y escolástica y no dispuestos al “cesionismo” católico liberalizante. El Obispo denunció que las Cortes se abrogaban un derecho que no tenían y pretendían realizar un acto de absolutismo contra la Patria, es decir, traición a la Patria. Las Cortes le requirieron que jurase y se le amenazó con abrirle causa si insistía en expresar por escrito o de palabra su posición, considerada como ofensa (traición) a la Nación. Este grupo opositor fue tildado como ilustrados “malcontentos”. Los liberales más exaltados –como los Argüelles, Terreros o Mejía- demandaron a las Cortes: “Firmeza”, mano dura contra estos “malcontentos” y “ni un paso retrógrado”, tal como nos explicó Suárez en Cortes de Cádiz.
El obstáculo que representaba el grupo católico -entre tradicional a reformista moderado- sería eliminado mediante la táctica de la amenaza-oferta: romper este grupo ofreciendo a la Iglesia –por el artículo 12- el reconocimiento de la religión católica como única y verdadera de los españoles pero ya no de la Patria ni de la Nación. Es una sutil diferencia pero esencial. La Patria, ahora nación -y por lo tanto el Estado- ya no tiene religión. Son los españoles a título individual -formando la masa nacional- los que tienen religión. La Iglesia cedió, aceptó que la Patria y el Estado que le da forma política, perdiesen su catolicidad en pos de que ésta continuase siendo las religión de los españoles.
Esta es la clave que, como en el caso francés, permitiría (y permite) al Estado Democrático, a la Nación Democrática decretar qué es el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, la Moral y lo Inmoral. Y se iguala lo moral y lo bueno con la Ley democrática.
Esta cesión, como en el caso francés, abrió la puerta a todos los desmanes revolucionarios contra la Iglesia y la religión que después llegaron hasta el día de hoy: es la idea liberal de separación Iglesia y Estado. Y desde 1812 se nos viene diciendo que esto es bueno. Y desde el catolicismo liberal incluso se nos dice el propio Jesucristo así lo decretó diciendo “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Pero ésta no es la interpretación que siempre ha dado la Iglesia. Tal como veremos en esta serie de artículos.
Todo esto tiene otras consecuencias: que desde ese momento la Iglesia vive “obsesionada” y preocupada por los números: qué cantidad de españoles van a Misa, participan en actos religiosos, cuántos escogen religión en la escuela. La mayor o menor masa se convierte en el principal factor de mantenimiento y defensa de la posición de los católicos y de la Iglesia en la sociedad. Además, en el sistema liberal los números son los que dan mayor o menos a peso a la Verdad y a la Autoridad, a la Ley Divina, a los derechos de Dios y de la Iglesia. Y, mientras la Iglesia vive preocupada por los números, el Estado establece y desarrolla todo tipo de legislación de la más contraria a los mandatos de Dios y las verdaderas enseñanzas de la Santa Madre Iglesia. Sin más referencia que el deseo e intereses de los partidos parlamentarios y de los gobiernos de turno el Estado Liberal nos “vende” como buenas las mayores perversiones contra el ser humano, contra la sociedad y contra el orden físico y metafísico establecido desde la mismísima Creación.
Es esto lo que hizo posible las desamortizaciones y, con ellas, la pérdida de independencia económica de la Iglesia y su sometimiento al Estado liberal. Esto repercute directamente en el discurso religioso “oficial”, desde los obispados, las parroquias, desde los púlpitos: se impone el moderantismo o gradualidad del discurso -tanto en el fondo como en las formas- y de las temáticas así como la necesidad de llevarse bien -o por lo menos evitar- el choque con el poder político y económico. Desde la aceptación de ese artículo 12 de la Constitución, la respuesta política y cultural de la Iglesia y de los católicos, en general, quedaría cada vez más erosionada.
En consecuencia, la Iglesia y, en general, el cuerpo católico español no solo quedó dividido sino también imposibilitado de formar un cuerpo fuerte, vigoroso de oposición militar, política, mental-cultural e ideológica a la democracia liberal. Ésta tuvo la puerta abierta para realizar todas las acciones que creyese oportunas contra la Iglesia Católica. Unas veces con formas violentas (revolución 1820-23, por ejemplo) otras veces con formas rudas e inflexibles (desamortizaciones, 1798,1809, 1813, 1835, 1841, 1855, por ejemplo), en otras ocasiones con formas moderadas y sibilinas pero no por ello menos anticatólicas (Restauración, 1874-1923, por ejemplo).
(Tercera Parte) Reflexiones históricas V: de la consolidación de la revolución liberal en España y de la resistencia (1834-1874), Reflexiones históricas VI: de la claudicación del catolicismo español ante el estado liberal (1875-1978), y Reflexiones históricas VII: Balance a modo de conclusión.
Autor
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Antonio Ramón Peña es católico y español. Además es doctor en Historia Moderna y Contemporánea y archivero. Colaborador en diversos medios de comunicación como Infocatolica, Infovaticana, Somatemps. Ha colaborado con la Real Academia de la Historia en el Diccionario Biográfico Español. A parte de sus artículos científicos y de opinión, algunos de sus libros publicados son De Roma a Gotia: los orígenes de España, De Austrias a Borbones, Japón a la luz de la evangelización. Actualmente trabaja como profesor de instituto.
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En realidad, entre los poderosos nunca hubo amor sincero a Cristo salvo en notables minorías. Es como si la riqueza y el poder corrompieran las almas envenenándolas y alejándolas de Dios en beneficio de metas mundanas. Acaso por eso los santos insisten tanto en la renuncia y la mortificación y los que siguen a Dios dejan todo por Él, vida incluida. Ni en el Imperio Romano, ni en la Europa de la Alta edad Media, ni durante la Cristiandad (siglos XI a XIV) hubo masiva fidelidad a Cristo entre emperadores, reyes, príncipes, nobles, terratenientes, mercaderes, banqueros y aristócratas, sí, y masiva hasta el siglo XVIII, fidelidad de la aplastante mayoría de los pobres, sencillos y humildes, los favoritos de Jesucristo, tal como nos lo revela en los Evangelios.
Y, mucha menos fidelidad a Cristo hubo a partir de Felipe IV de Francia, que eliminó el ejército católico (orden del Temple) y llevó el papado a Aviñón, nombrando él mismo a papas y cardenales. Fue precisamente el infausto siglo XIV el que inicia una dinámica negativa gradual que se acelera a partir de la Revolución Francesa de 1789.
Un siglo XIV marcado por el cisma de occidente, con una Iglesia encabezada por ministros de la monarquía francesa arrancada de Roma. Ya santa Brígida de Suecia, Patrona de Europa, describe un panorama de Roma desolador tras el secuestro de la jerarquía, con frailes casados y con concubinas embarazadas, usura, hedonismo y vida disoluta incluso en los monasterios. Cuando la propia Iglesia desobedece a Dios, el infierno se desata.
El siglo XV fue el del «humanismo» antropocentrista, el del desplazamiento de Dios en favor del hombre, la nostalgia de la paganizante cultura romana y griega y el «renacimiento», es decir, la paganización gradual, con no pocos papas hedonistas mecenas del arte de la época.
El siglo XVI fue el de las Rebeldías a Cristo y su Iglesia debido a la corrupción generalizada de las bulas e indulgencias, que fue hábilmente aprovechada por los enemigos de la Iglesia que son los de Cristo.
Los siglos XVII y XVIII no tuvo santos en el trono de san Pedro. Pero en esos siglos todavía los pobres y humildes amaban a Dios de modo generalizado, honrando a Cristo y a la Santísima Virgen María en todo enclave católico. Mientras tanto, los poderosos, con odio creciente a Dios, preparaban las armas del anticristo: «racionalismo» (razón atea o razón enferma y ciega, corrupción de la razón), «cientificismo» (de la hechicería de error en error hasta el escepticismo actual generalizado en toda ciencia natural ante su palpable fracaso), «empirismo» (nunca de efectos del pecado, curioso «empirismo» sectario), «idealismo» (de las peores ideas y del mayor subjetivismo), «positivismo» (de los mayores embustes), ilustración (engaño masivo), progreso (al infierno), etc.
El siglo XIX es el del liberalismo que prepara el camino al marxismo. El infierno se desata y da paso a un siglo XX de ateísmo creciente materialista, en el que la población abandona masivamente a Dios creciendo la soberbia y todo tipo de iniquidad.
El siglo XXI ha seguido la dinámica de perversión y la ha acelerado, como si al demonio le faltase tiempo para atrapar a cuantas más almas pueda antes de quedar recluido en el infierno para toda la eternidad, pues ya está juzgado y condenado. Por todo ello se hace acuciante una Iglesia gobernada por santos, luz para lahumanidad y posibilidad de salvación de las almas ahora esclavas de satanás.
Suscribo en su totalidad, por supuesto, el trabajo minucioso de R. Pena y el comentario oportuno.
Infinitas gracias a ambos de un Carlista … belga, belga
Viva Cristo Rey
DIOS, PATRIA y REY LEGITIMO