21/11/2024 20:43
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Pese a que muchos españoles lo ignoren, incluidos los miembros de la casta política que nos mal-gobierna y especialmente los que dicen ser partidarios de que en España se implante un régimen político republicano, la mayoría de las 20 naciones con mayor grado de democracia (si de lo que hablamos es de un mayor grado de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones y una mayor transparencia) son monarquías y, además -para más INRI- casi todos ellos forman parte del grupo de los países más ricos, más desarrollados, del planeta Tierra.     

En una Monarquía Parlamentaria, como la existente en España, no se elige al Rey, al jefe del Estado, por sufragio universal (lo cual sí que ocurre en una República) y eso es lo que «argumentan» aquellos que rechazan la monarquía como régimen político y se muestran contrarios a aceptarla. Quienes dicen ser partidarios de que se instaure en España un régimen republicano, están al fin y al cabo proponiendo que la jefatura del Estado sea elegida en unas elecciones «libres y democráticas». 

 Obviamente cuando el jefe del Estado lo es por herencia (lo que ocurre en una Monarquía), puede parecer poco democrático… 

Pero, a pesar de que sean muchos los que afirman lo contrario, en un sistema republicano, en el que el jefe del Estado accede al poder mediante unas elecciones, este procedimiento tampoco es garantía de un comportamiento democrático, ni de equidad e independencia en la conducta de las personas que son elegidas para ostentar el cargo. 

 Una muestra de ello es lo que ocurre en «repúblicas» como las de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Turquía, etc. Todos ellos países con regímenes republicanos. ¿Son regímenes democráticos, los existentes en esas «repúblicas» y sus máximos dirigentes modelos intachables y ejemplos a seguir, pese a haber sido elegidos mediante sufragio universal?    

El sistema político que a todos nos han enseñado a reverenciar desde muy edad temprana, ya sea en las escuelas, cuyos planes de estudio están controlados por el gobierno, o publicitado a través de los medios de comunicación que sirven al gobierno y la administración del estado, es la democracia. 

Pues, pese a todo lo que les han contado, si siguen leyendo descubrirán que «el antiguo régimen», la antigua forma de gobierno -no democrático-, la monarquía, no sólo poseía un poder mucho más limitado, también era más pacífica, menos totalitaria y ponía menos obstáculos al desarrollo de los pueblos que la democracia. 

Lo primero que hay que subrayar es que: las diversas formas de gobierno y de jefatura del estado, ya sean monárquicos o democráticos, no son «empresas», no producen riquezas, no producen bienes y servicios que puedan venderse en el mercado, y lo que es más importante: sus ingresos, lo que recaudan no proviene de la venta voluntaria de ningún bien o servicio.  

Por el contrario: los estados viven de la recaudación de impuestos (palabra que deriva de «imponer»), que son pagos coercitivos y recaudados bajo amenaza de violencia. 

He de advertir que, «intelectualmente» soy republicano, pero, si me dieran a elegir entre ambos regímenes, no lo dudaría: optaría por la monarquía, pues, sin duda posee más ventajas.  

En las antiguas monarquías, antes de que irrumpiera la «democracia» como religión laica, promovida por el presidente de los EEUU, Thomas Woodrow Wilson, a principios del siglo XX, la gente generalmente veía a los reyes tal como realmente eran: individuos privilegiados que podían cobrar impuestos a sus súbditos. Y como todos sabían que no podían convertirse en reyes, de vez en cuando se producían levantamientos, sublevaciones o alguna clase de resistencia de los súbditos contra los intentos de los reyes de aumentar los impuestos, intentar imponer un mayor intervencionismo estatal o cosas parecidas. 

Cuando se propaga por doquier la nueva religión laica denominada «democracia», surge entre la gente la ilusión de que somos nuestros propios gobernantes, que nos gobernamos a nosotros mismos. 

 Pero, todo ello es una ficción legal, pese a que los profetas, trovadores, bufones, etc. de esa nueva religión afirmen lo contrario (y lo raro es que no esté claro para la mayoría a estas alturas), en los regímenes democráticos también existen «soberanos» – a la manera de los antiguos monarcas- y súbditos de esos soberanos, aunque se les haya cambiado el nombre y se les llame «ciudadanos».  

El hecho de que cualquiera pueda potencialmente convertirse en empleado público, o pueda -insisto- teóricamente- ser elegido, para ocupar un cargo de gestión pública, es algo que, además de ayudar a fomentar la ilusión de que nos gobernamos a nosotros mismos, conduce a una reducción de esa resistencia que existía contra los reyes cuando intentaban aumentar sus ingresos fiscales 

Hay otro aspecto en el que, también, salía desfavorecida la gente en los regímenes democráticos: Generalmente, en una monarquía, el rey suele ser visto como una persona que considera el país como su propiedad privada, y las personas que viven en él como sus «inquilinos», que pagan una especie de alquiler al rey. Bien, pues, «comparemos» (aunque haya quienes digan que las comparaciones son odiosas): pensemos en los políticos electos en un sistema democrático, estos no son «dueños» del país, como lo es un rey; supuestamente, son meros gestores, administradores temporales del país, por un período que puede durar cuatro años, ocho o más. 

El papel de un propietario es bastante diferente del papel de un gerente. 

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Imagina dos situaciones diferentes:  

en la primera, te conviertes en propietario de un inmueble. Puedes hacer lo que quieras con él. Puedes vivir en él para siempre, puedes venderlo en el mercado, lo que significa que debes cuidarlo bien para que su precio sea alto, y, por supuesto, puedes decidir a quién se lo dejas en herencia.  
Por el contrario, ponte en la situación de que, el dueño de esa propiedad te elige para que la cuides y gestiones por un período de cuatro años. En ese caso, no puedes vender el inmueble y, tampoco puedes decidir quién será el heredero. Sin embargo, en esta situación interviene un factor inesperado: tienes la posibilidad de extraer una enorme cantidad de dinero, de esta propiedad, durante el período de tiempo que te han asignado su gestión.  

 

En los regímenes democráticos se invita, se empuja, se alienta al cuidador y gerente temporal a gastar el valor del capital añadido del país, lo más rápido posible, a gastar -dilapidar, despilfarrar- los beneficios conseguidos, una vez restados los costes de producción de los precios de los bienes y servicios, ya que, al fin y al cabo, no tiene que asumir los costos de este consumo de capital.  

No se olvide que la propiedad no es suya. No tiene nada que perder si la utiliza de forma caprichosa y alocada.  

Por el contrario, el rey, como dueño de la propiedad, tiene una perspectiva a largo plazo muy diferente al cuidador-gerente elegido por sufragio universal. El rey no querrá agotar el valor agregado al país que, considera su propiedad, de forma rápida, porque eso se reflejaría en un precio de propiedad más bajo, lo que significaría que su propiedad (el país) sería legada a su heredero a un valor inferior. 

Es por ello que, por lo general el rey, que tiene una perspectiva a largo plazo mucho más amplia, también posee interés en preservar – o, si es posible, aumentar – el valor del país, mientras que los políticos en un régimen democrático tienen una perspectiva a corto plazo; y su principal objetivo es conseguir el máximo de ingresos lo más rápido posible. Como resultado, al hacerlo, inevitablemente generarán pérdidas en el valor del capital de todo el país. 

Otra diferencia importante entre los monarcas y los políticos elegidos mediante sufragio universal es la participación en conflictos bélicos: las guerras 

Las guerras promovidas por regímenes monárquicos tendían a ser guerras exclusivamente entre soldados, mientras que las guerras libradas por las democracias implican el asesinato masivo de civiles en una escala nunca antes vista en la historia de la humanidad. Esta diferencia entre monarquía y república democrática, tiene que ver nuevamente con el hecho de que los monarcas consideran el país como de su propiedad. Por lo general, los monarcas libraban guerras para resolver disputas de propiedad. «¿Quién es dueño de un castillo en particular? ¿Quién es dueño de una provincia en particular? » El objetivo de una guerra monárquica siempre fue limitado y específico. 

Por el contrario, las guerras emprendidas por las democracias son «guerras ideológicas». Los regímenes democráticos declaran la guerra a otras naciones, para «liberarlas» (dicen) de regímenes dictatoriales, tiránicos, «no democráticos» y, evidentemente, pretenden convertir al país invadido a una determinada ideología. Y, claro, es complicado afirmar cuándo se logró realmente ese objetivo. La única forma segura de lograrlo es matar a toda la población, o a casi toda, del país invadido u ocupado. 

Por descontado, un rey nunca tendría tal interés, ya que, salvo excepciones, siempre querrá sumar, agregar, en lugar de destruir, se trate de una provincia en particular, de una ciudad o incluso, simplemente de un castillo a «su propiedad privada». Y, para lograr este objetivo de manera satisfactoria, le conviene, y así procurará, causar el menor daño posible; pues, es inútil y absurdo adquirir bienes destruidos y sin valor. 

Obviamente, si el rey tenía relativamente fácil declararle la guerra a un país vecino, también tenía fácil determinar cuándo había alcanzado su objetivo y dar por terminada la guerra…  

Que se sepa, nunca ha habido motivos ideológicos para que los diversos reyes se peleen entre sí, mientras que las democracias, como las guerras religiosas, son debidas a un choque de civilizaciones, un choque de sistemas de valores imposible de controlar. 

Es más, la gente consideraba, generalmente, que las guerras iniciadas por los reyes eran simplemente un conflicto entre los monarcas, pues los reyes dependían de voluntarios y mercenarios para librar sus guerras. En las democracias, en cambio, todos los ciudadanos en edad de ser movilizados, participan en la guerra, todos sus recursos se desvían -a la fuerza- hacia el conflicto bélico y allí se agotan. 

Otro factor importantísimo es que, la democracia vino acompañada del servicio militar obligatorio, de manera que, en la mayoría de las democracias las personas (normalmente los varones) son reclutadas obligatoriamente y obligadas a ir a la guerra. El argumento utilizado para tal esclavitud mortal es: «ya que ahora tienes un interés en el estado -pues, estamos en una democracia-, también tienes que participar en las guerras del estado». 

En las antiguas monarquías, la gente no formaba parte del aparato del estado, de la burocracia estatal; la administración del estado pertenecía al rey, y los súbditos eran una entidad completamente separada del estado. Debido a esto, la participación de la población en las guerras entre reinos fue siempre muy limitada. 

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Tampoco existía, o apenas, «nacionalismo» en el antiguo régimen: los nacionalismos están ligados a la expansión de la «democracia», es un fenómeno de los siglos XX y XXI.  

En los regímenes monárquicos, no estaba considerado negativo el ser, por ejemplo, un noble inglés y trabajar para el rey de España, o viceversa… Las personas que «luchaban» en dos bandos, tampoco eran consideradas «traidoras» a la patria. 

Fue a partir de la implantación de la democracia que surgió la perversa, tóxica y belicosa «filosofía» del nacionalismo. 

Se puede afirmar que, los aristócratas de los diversos países (generalmente los más sabios y mejor preparados) fueron siempre gente «internacionalista» y guardaban buenas, excelentes relaciones con aristócratas de otros países.  

Cuando había disputas entre monarcas, las mismas eran consideradas como disputas entre familias (no se olvide que, desde la Edad Media Europea, las diversas casas reales establecieron relaciones de amistad y pactos de no agresión, casando a sus hijos con los hijos e hijas de otras monarquías). Como es lógico, al ser así las cosas, era imposible que surgieran sentimientos nacionalistas, y más si, como hemos indicado anteriormente, los nobles eran la clase de personas más internacionalista que existía. Por tanto, los sentimientos nacionalistas eran totalmente ajenos y atípicos para una clase así. Y esto salvó muchas vidas y evitó el empobrecimiento, la miseria, la hambruna, las epidemias… 

El problema que padecemos en España es que, la monarquía no es «ni chicha ni limoná», algo sin sabor, una institución indefinida, que no es ni una cosa ni la contraria y, por lo tanto, carece de valor.  

Cualquiera que esté algo más que medianamente informado y tenga la osadía de pensar, y busque tener criterio propio, ha llegado hace ya mucho tiempo a la conclusión de que, España en este momento no es una Monarquía Parlamentaria sino más bien una especie de «monarquía presidencialista», si se me permite denominarla de ese modo, en la que el Rey es un objeto decorativo, y de la que ha sido expulsado de facto hace ya mucho tiempo, es marginado de forma sistemática, desplazado, ninguneado, no tenido en cuenta, humillado, injuriado (e incluso calumniado), tratado con desdén, vilipendiado, mirado por encima el hombro, claramente despreciado,… «monarquía presidencialista» en la que ha sido relegado a asuntos de representación. 

¿Cuándo dejará Don Felipe VI de actuar siguiendo las directrices de Pedro Sánchez y sus secuaces, y dará un paso al frente y empezará a ejercer de Jefe del Estado, a «reinar» en el sentido propio de la palabra? 

 

El Rey de España, para muchos españoles, también en el extranjero, da la imagen de rey pasmado. A Don Felipe apenas se le permite periódicamente, siguiendo las instrucciones del gobierno frente-populista (que, no se olvide que está apoyado por etarras y quienes quieren romper España), ponerse delante de las cámaras de televisión y soltar una enorme ristra de obviedades, simplezas y lugares comunes propios de un discurso de aquellos que endilgaba a los españoles el General Franco por Navidad. 

En un momento convulso, turbulento, de incertidumbre, como el que vive España, desde el punto de vista político, económico y de salud pública, el hijo del Rey Emérito, parece que se empeña en hacer de prestidigitador, para evitar complicarse la vida, y procura no concitar demasiadas antipatías, al mismo tiempo que evita las iras de quienes, como Pedro Sánchez, quieren acabar con él y con la institución que él representa. 

En fin, y ya para ir concluyendo: son muchos los españoles que están deseosos de que Don Felipe VI deje su fingido, y/o real pasmo, su discurso plano, atemporal, sin emociones, un discurso que con leves retoques podría perfectamente pronunciar su hija, la princesa Leonor.  

Son muchos, los españoles que están ansiosos de que, Don Felipe VI se sacuda el yugo al que lo tienen atado los comunistas y socialistas, y descienda a la realidad, honre a su padre, reivindique su memoria, su herencia (no tan oscura como algunos pretenden) y, entonces es seguro que dejará de ser percibido como un personaje «prescindible». 

El rey vive ahora pasmado y quizá, si él y su círculo de colaboradores y quienes son partidarios de la Monarquía Parlamentaria no le ponen freno, acabará desfilando desnudo, como el rey del cuento de Hans Christian Andersen, al que todos veneraban por no quedar mal hasta que acabaron riéndose de él. 

Autor

Carlos Aurelio Caldito