15/05/2024 20:48
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La ficción y los mundos irreales de las distopías del pasado siglo son asuntos del presente, tan ciertos como la realidad que nos asola. Y en los combates diarios que mantenemos para proteger nuestras libertades, sin duda, pocas metáforas nos resultan tan familiares como las que, hace más de siete décadas, nos anticipaba George Orwell en su resurrecta «1984». Su presencia a raíz del anuncio de perversos planes, malvadas agendas y, sobre todo, la provocada y descontrolada pandemia ha cobrado tal relevancia en los tiempos que corren que resulta inevitable recordar aquel relato orwelliano tan de moda después del renovado impulso por las ventas actuales de la novela.

Últimamente, la obra ha dado para asociaciones y conexiones que van desde las cámaras de vigilancia a los métodos de escucha, pasando por nuestra indefensión judicial, la simbología de oposición y resistencia a cualquier tipo de represión gubernamental o la imposición de leyes y decretos que, incluso de manera  anticonstitucional, se han ido aceptando como indispensables elementos de la cacareada nueva normalidad, esa recién llegada a nuestra sumisa cotidianidad. Además, no hemos de obviar otros dos suculentos ingredientes: la lengua y la historia. Ambas gozan del favoritismo de la manipulación del más fuerte. 

En ambos casos, desgraciadamente, el español y España cabalgan desbocados por sesgadas ideologías, la presencia de pujantes nacionalismos y los fondos públicos, los de subvenciones que se han encargado de, primero, dilapidar ingentes cantidades de nuestros caudales y, segundo, provocar una fracción social que, por ejemplo, no existía antes de la aprobación de la «conciliadora» Ley de Memoria Histórica allá por el Día de los Santos Inocentes, como no podía ser de otra manera, de 2007. De aquellos «inocentes» barros, estos destructivos lodos con una conciliación dispersa en el exilio del recuerdo.

Evidentemente, Orwell no podía estar a la altura de la evolución –¿o involución?– de años posteriores como consecuencia de la masiva llegada y presencia de las nuevas tecnologías en nuestro día a día. Sin embargo, tras la II Guerra Mundial y los totalitarismos al uso, el novelista bien sabía lo que se cocía a nivel geopolítico. 

Ni que decir tiene, por otro lado, que nuestro mundo del siglo XXI es más enrevesado y complejo que el del escritor. Es el precio de un determinado tipo de desarrollo sufragado por la constante revolución tecnológica y el continuo bombardeo de medios carentes de ética de acuerdo con la infame subordinación y sometimiento a la generosa dádiva del gobierno de turno.

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Desde su origen colonial hasta su amarga presencia en nuestra fratricida Guerra Civil Española, además de las vivencias del gran conflicto global de mitad del siglo XX, Orwell había podido hacer acopio de muestras de indignidad, traición, mentiras y, por supuesto, supervivencia. Sabía lo que decía, sabía lo que escribía.

Así, pudo desenvolverse con referencias literarias anteriores como «Nosotros» de Zamyatin o «Un mundo feliz» de Huxley de las que, a su vez, se serviría para crear el marco de la trama de su «1984′». 

Imbuido del léxico político gestado para su obra, términos como «Gran Hermano», «doble pensamiento», «no-persona», «neolengua» o «policía del pensamiento», por ejemplo, no nos resultan anacrónicos en medios y noticias de nuestra más rabiosa actualidad, esa marcada por la percepción de una progresiva y constante pérdida de libertad opuesta al exhaustivo control de un estado cuya sintomatología denota tintes tiránicos o, por otro lado, la creciente vulnerabilidad de nuestra privacidad y humanidad, agobiadas por indeseadas intrusiones y tendencias deshumanizadoras.

Y en este reino de incertidumbre en el que nos desenvolvemos, con borrón y cuenta nueva de lo que no interesa del pasado, nos viene a la cabeza Winston Smith, el protagonista, con su trabajo en un ministerio, el de la Verdad, dedicado a borrar noticias pretéritas en un presente manipulado, adulterado, del que, muchas veces, parece dudar o temporalmente desconocer como consecuencia de la incertidumbre y tensión de su entorno. De ministerios y sus ineficaces y provocadoras decisiones, todos somos conocedores, como de los portadores –y portadoras– de sus carteras. Y del control del presente para controlar el pasado y controlar el pasado para hacer lo mismo con el futuro, también. 

Además, la mentira y la desinformación son constantes armas para la malversación de mentes sometidas al poder de sus gestores y su herramienta favorita, la «telepantalla». Hoy; entre televisores, ordenadores y móviles, esa supervisión es la tónica de todas las horas que, en un porcentaje desolador, conforman nuestro día a día. 

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Si antes de la pandemia, casi un tercio de las 24 horas del día estaba dedicado a ponerse delante de la caja tonta; ahora, la atracción y proliferación de series, plataformas y el resto de pantallas de nuestra cotidianidad han pulverizado ese porcentaje para superar, incluso, el tiempo que dedicamos a dormir, amparados en nuestro sueño y evadidos de los excesos visuales de la virtualidad que nos rodea. El confinamiento y el teletrabajo han propiciado la estocada final.

Y si la percepción casi paranoica de Winston Smith se centra en la idea de estar siendo observado continuamente, la del televidente moderno se refiere al hecho de verse o mirarse en relación a lo que ve, lo que visualmente consume, desde conductas o comportamientos hasta estilos, poses, marcas o ropa de los protagonistas que aparecen en el encuadre del escenario presente ante sus ojos. 

Todo forma parte del concepto de que «la gente sólo quiere ser feliz aunque la felicidad no sea real», como escribía Verónica Roth en su novela «Insurgente», o de que, disciplinados, asumamos el hecho de no tener nada atendiendo al impositivo dictado de la Agenda 2030 y el reseteo impuesto a marchas forzadas por las élites del NOM, el Nuevo Orden Mundial. 

Hemos sacrificado tanto de un tiempo a esta parte que, ahora mismo, nos sentimos acompañados de la esencia de la nada, su constante presencia, la carencia de un algo –o de todo–, el sentimiento de inexistencia, la sensación de vacío, el desapego afectivo o un proceso de deshumanización que nos traslada al final de la novela con un Winston Smith desolado, aturdido, despersonalizado, abatido por la indiferencia, la traición y la sumisión al poder que, a su antojo, maneja los escasos vestigios de lo que antes había sido un ser humano.