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De cuantos prosistas discurren al margen de las convenciones que el mercado pequeñoburgués impone a la literatura contemporánea (es un decir), quizás no haya ninguno cuya irrenunciable (auto)poética cristalice de manera tan evidente en cada página publicada como en el caso de José Antonio Martínez Climent. Corren malos tiempos para la exigencia, es cierto. Y la mesa de novedades de cualquier librería de barrio así lo acredita. Sin embargo, leer Un lugar sagrado donde cazar, la última novela de Martínez Climent, es lo más parecido a una muestra tangible de esperanza que en estos días podemos encontrar bajo el dudoso rótulo de “novedad”: por su calidad pertenece ya a la intemporal categoría de lo perenne. En cada línea del libro late la certidumbre de que en la lectura, que es hija muda de la verdad, siempre nos reencontramos con la libertad.

Entrevistamos a un autor que, a pesar de haber ganado en 2017 el Premio Iberoamericano Verbum de Novela por su obra Campo de Víboras, apenas se ha dejado ver en los medios de comunicación: un refractario “emboscado”, que vive y escribe al margen del corrupto mundo editorial. Quizás por ese distanciamiento autoimpuesto, él mejor que nadie esté capacitado para renovar la prosa española del siglo XXI. Según Juan Benet, “Para un escritor, la revisión de los valores léxicos, sintácticos y estilísticos, supone la no aceptación de un patrimonio común”. Valga la última obra hasta la fecha de José Antonio Martínez Climent para acreditar hasta qué punto tiene asimilada dicha tarea.

Una de las cosas que sorprenden en su reciente novela Un lugar sagrado donde cazar es su capacidad para la descripción de todo lo que se pone al alcance de su vista, ya sea un paisaje, un detalle en el vestir de un personaje, un dolor del alma, la alegría con la que uno se encuentra casi por azar…

La descripción ha desaparecido de la narrativa. Es algo natural: Europa, y con ella todo ese funesto conglomerado que llaman Occidente (que existió con Carlo Magno y desaparición con él) ha sufrido (en realidad gozado) los potentes corrosivos ideológicos de Calvino y Lutero, la voluble aspersión vaticana, el cubismo, el surrealismo (hoy reducido a soporte visual de los anuncios en televisión), a Dostoyevksi, Freud, mi vecino; la subvención, las exigencias estomacales de la clase media, el Muro de Berlín, la alta prosa y los bajos instintos de Marx, Hegel, Rousseau desnudo en Versalles, Bertrand Russell rodeado de niños, el movimiento ecologista, Sting con un yanomami en la portada de una revista de moda, la Escuela del Ajax, Guardiola, la Feria Arco, las concejalías de cultura… Todo ello emproado en la misma dirección, que es la de dirigir la mirada del hombre hacia sí mismo a la vez que el Estado le susurra al oído que él garantiza su dignidad sin necesidad de acción alguna que la amerite, además de una lista interminable de derechos naturales. Lo cierto es que en el alma del hombre moderno no hay gran cosa; es como la caverna de Platón pero sin sombras. Una linterna mágica averiada. No puede ver nada más que el interior de su propia cáscara; pero por la física sabemos que la mayor fuerza de succión es la del vacío, de modo que la mirada no puede, ni desea, dirigirse al exterior. El paisaje, como decía Ortega, se convierte en mera visualidad, inane distracción dominical para la pequeñoburguesía universal. La tenebrosa mítica geomorfológica de Juan Benet o la lírica deslumbrante de Patrick Fermor fueron maravillosas excepciones, epifanías con repercusiones materiales que nadie ha querido poner en práctica. Salvo, claro está, unos pocos atrevidos capaces de levantar sus propios refugios, a la espera del asalto a su propiedad.

Lo que dice me lleva a preguntarle por su opinión sobre la literatura de nuestros días, que se interesa por asuntos sociales. ¿Es posible tal cosa?

El modo singularmente absoluto de vigilancia política que la URSS impuso sobre todo aspecto de la vida (así la escritura, mediante el regionalismo regulado), encogió la literatura al realismo social, que es un género de fantasía porque lo real sólo tiene sentido entre comillas (lo avisó Nabokov) y la sociedad no existe. En España, magníficos escritores como Delibes o Pla siguieron esa directriz fantasmal; pusieron sus páginas, paisajes, personajes, adjetivos, puntuación… al servicio de un propósito ilustrado de redención del campo, algo a lo que eran profundamente refractarios. El campo, habitado por animales incívicos, plantas ruderales despidiendo su hiriente hedor amoroso, improductivos árboles caídos, puentes derruidos, ramblas de nevera y somier, cazadores furtivos, paisanos de habla gruesa y modales toscos, baches, falta de amenidades urbanas… produce a los ilustrados una espantosa repugnancia, a consecuencia de la cual se invisten a sí mismos con la tarea de redimir todo el horizonte de su «atraso secular». Por eso, gran parte de la literatura española, que todavía acusa su vis rural, es una mezcla risible de nostalgia infantil y asco por lo vivido. Delibes y Pla han hecho un daño irreparable a la literatura y a la naturaleza, si es que fuera posible distinguirlas, pese a los loables esfuerzos de Oscar Wilde.

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Y si algo destruye la imposición de fantasmas ideológicos es el estilo, la ambición estilística, con todas sus consecuencias. El realismo social combate la via pluchritudinis literaria reduciéndola a una burda caricatura (hermosura elitista, lucha de clases en la belleza y demás sandeces), y aherrojando el diccionario. Nietzsche nos previno, pocos le escucharon.

Entonces, ¿qué papel juega el escritor hoy en día?

El propagandista tiene un lugar predominante hoy en día; el escritor, los pocos que quedan, ninguno, afortunadamente. «Todo gran escritor es un gran embaucador», bendice Nabokov. Desde las cargantes gesticulaciones psicológicas de Dostoyevski al empacho moral de la poesía ilustrada; de los recortables surrealistas a Santa Teresa levitante; desde la recatada pudibundez de un morality play a las apetencias inconfesables del cómico vienés, crudamente expresadas por el Marqués de Sade; desde la pesadumbre documental de la novela histórica a la ciencia-ficción de Marx, todos mienten deliberadamente en pos de una idea, de un fantasma del pasado, de una urgencia estomacal. Aunque son pocos los que tienen la decencia de reconocerlo. No es algo que me preocupe: lo horrible es mentir sin estilo.

Lo que dice contrasta fuertemente con la relevancia que hoy se otorga a la literatura dividida en secciones supuestamente naturales, cada cual, dicen, con peculiaridades irreconciliables: por un lado, una pretendida literatura femenina, por contraste con la categoría de una literatura masculina. ¿Es posible tal cosa?

«Las jovencitas de Turguéniev suelen ser mujeres muy madrugadoras, que en un santiamén se ponen el polisón, se rocían la cara con agua fría y salen corriendo, lozanas cual rosas, al jardín, donde el inevitable encuentro tiene lugar en una pérgola», Nabokov dixit. Los escritores contemporáneos, mujeres y hombres, miden a sus personajes femeninos contra un ideario civil roussoniano que los vuelve agrios, rígidos. De la pretendida especificidad… dejémonos de eufemismos: de la pretendida superioridad literaria de la mujer en virtud de una supuesta sensibilidad incrementada por las obligaciones biológicas de su sexo no tengo noticia agradable que dar. Además, me parece una categoría grosera: conozco mujeres que sólo son capaces de escribir sobre esa pretendida supremacía sensual bajo cualquier pretexto literario- polillas en torno a una vela que apenas arde; otras, en cambio, son verdaderos ángeles con plumas divinas capaces de sobrevolar el mundo y describirlo. Los personajes masculinos modernos, por su parte, no han llegado a concitar mi interés como para que pueda ofrecerle una comparación. Me quedé en Aquiles y en Ivan Veen. La pérdida es considerable, muy de lamentar.

Queda claro que, para usted, el objeto de la literatura de hoy es mayormente espurio…

La sociedad no existe. A tal punto, que el momento fundacional de la modernidad ocurrió cuando se admitió con naturalidad que esa palabra funesta entrase en la conversación. Por eso es imposible dirigir los impulsos artísticos hacia la sociedad. A consecuencia de ese error interesado, toda pretensión artística, por acción u omisión, ha sido absorbida por el Estado y sus cadavéricas manifestaciones. Por ejemplo: el surrealismo perdió el monopolio del absurdo cuando se puso al servicio del Partido Comunista. Es todo muy soso, muy engolado: los escritores occidentales quieren ser Gogol, pero acaban convertidos en alguno de sus personajes.

Siendo así, ¿qué queda para el escritor? ¿qué objeto puede tener hoy la escritura? Me refiero, naturalmente, a un objeto artístico, no a uno político.

Ernst Jünger lo dijo con total claridad: la única obligación de un escritor es la de construir frases perfectas. La crítica simplona ve en ello un esteticismo pernicioso, pero no tenemos la obligación de responder a la crítica; basta con citar a Quevedo, que nos ahorró el esfuerzo. De ese modo, Jünger está en el mismo estrato que, por ejemplo, Nabokov. Y ambos son maravillosos escritores.

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Lo que dice es del todo extemporáneo…

Para un escritor, el tiempo lo da la textura de sus frases, la pertinencia de los adjetivos, la indecencia de los sustantivos (con sus propensiones biológicas), la consecuencia fatal de los párrafos, la expatriación de sus versos… La indiferencia que tantos autores de los últimos dos siglos profesan a esos elementos posibilita que palabras como «cultura», que rima con «Estado», tomen el lugar preeminente de la caducidad o la eternidad fosilizando el tiempo literario en un triste reloj de oficina, en el filisteo tic-tac de lo civil. Todo eso es penosamente trivial.

La alegría de inventar, de embellecer el mundo, que ya es de por sí suficientemente hermoso, entregarse a las metáforas como a los misterios de Eleusis o como cuando pedimos croissants en el obrador de la esquina, el placer exquisito de la descripción detallada, la creación de formas cuya hondura sea la jovial superficialidad griega de la que tanto hablaba Nietzsche… Viene a la memoria la conocida historia de Patrick Fermor, cuando él mismo nos recuerda que la magnífica, radicalmente mitteleuropa rememoración de sus viajes juveniles difícilmente coincide con la pedestre ruderalidad de aquellos días. Y, sin embargo, toda esa belleza sublime que nos ofrece a manos llenas estaba allí, depositada en laderas repletas de almiares, en las fachadas de hospitalarios palacios, en amorosos ribazos, en oscuras cantinas, esperando ser descrita por un escritor competente. Bravo por Fermor. Un escritor que no sea un farsante, un mistificador, un malabarista, un ladrón de joyas, no vale la pena el precio de su libro.

Si me permite, ¿cuáles son sus escritores preferidos?

No es conveniente, ni es educado, revelar secretos. Cuando se desvelan, pierden valor, dejan de ser tesoros, se convierten en moneda común, y en poco tiempo acaban en manos de cualquiera. Por ejemplo, siendo groseramente destripados en un club de lectura, o analizados en un taller de literatura por un «experto» que ha hecho un cursillo. Aún así, es seguro mencionar a algunos de los autores que me encandilaron desde joven, porque a lo largo de mi vida no he conocido a más de cuatro o cinco personas que pudieran transitar por sus páginas durante más de diez minutos. De ellos destaco a Juan Benet y a J. G. Frazer.

Como estos dos, hay otros autores terriblemente diestros, mordaces, cultísimos, dotados para la observación y la descripción superficial tanto como para las intrigas de un auto sacramental, que igualmente no merecen un exceso de celo por mi parte porque sus méritos sobrepasan con mucho lo que puede proteger mi devoción: de ellos menciono a Santiago de Mora-Figueroa —el Marqués de Tamarón—, a Patrick Fermor, no pocas páginas del encantador Félix de Azúa, Nabokov entero tres veces, Cioran, Calasso, Mutis, Jünger, Cendrars, Tácito, Quevedo, Julio César, Homero… Sobre todo, nada edificante: reclamaciones políticas, ismos, clubes de mujeres, agrupaciones deportivas, cursillos de literatura, saunas públicas, premios de ayuntamiento… todo eso me repele como repele la visión de un gato recién atropellado por un camión, todavía no aplastado completamente por otros automóviles. Hay fuentes, maravillosas fuentes, que no cesan de manar; que llenan nuestros días de hermosas palabras, de frases perfectas, de horas deliciosamente sombreadas, de melancolías duraderas y sonrisas cómplices; pero, desgraciada o afortunadamente, es mejor que queden en secreto. Salvo que, por supuesto, estemos benditos por una casa en orden, una costumbre hospitalaria, una bodega decente y unos amigos gamberros y cariñosos, en cuyo caso podremos hablar con libertad.

¿Hay alguna esperanza para la literatura?

Desde principios del siglo XIX, casi todas las novelas parecen ser obra de un mismo autor; y, de hecho, lo son. Edificantes, saturadas de moral pequeñoburguesa (acomodaticia o revolucionaria). Pero no hay que preocuparse: la clandestinidad puede ser espléndida: por ella circulan las mejores mercancías de contrabando. Por ejemplo, hace poco releí la maravillosa Drink time!, de Dolores Payás, que en las páginas 98 a 99 de la nueva tirada contiene una advertencia de primer orden que sólo algunos conspiradores y algunos anacoretas parecen haber entendido.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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