21/11/2024 15:40
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La mujer que con la Izquierda en contra consiguió que el voto femenino se incluyera en la Constitución de 1931

LA SOCIALISTA VICTORIA KENT VOTÓ EN CONTRA

 

Irene Montero, la Ministra de Igualdad y Diputada de Unidas Podemos afirmó ayer en el Acto Institucional con el que el Congreso de los Diputados celebró el 90 aniversario de la aprobación del voto femenino el 1 de octubre de 1931: “Con nosotras las mujeres han tenido los mayores avances”. La señora Montero, insensatamente trata de apropiarse del gran triunfo de doña Clara Campoamor, la verdadera y única madre  del artículo 36 de la Constitución dónde figuraba la igualdad del hombre y la mujer a la hora de las urnas (la indocta doña Irene incluía en ese triunfo histórico a Dolores Ibárruri, “la Pasionaria”, que ese día, ese año, y en esas Cortes todavía no había aparecido).

“En la inauguración de las jornadas conmemorativas del 90 Aniversario del voto femenino organizadas en la Cámara Baja y acompañada por la presidenta de la Cámara, la socialista Mertixell Batet, Montero ha manifestado: «Los derechos de las mujeres, la agenda feminista es el corazón de la democracia. Los mayores avances de este país se han producido siempre que las mujeres hemos sido parte real de la construcción colectiva. Sucedió durante la II República, como sucede hoy».

Sin embargo, Irene Montero ha omitido, por ejemplo, que la primera mujer presidenta del Congreso fue Luisa Fernanda Rudi (2000-2004), bajo el Gobierno de José María Aznar (PP), o que la primera mujer presidenta del Senado fue Esperanza Aguirre, entre 1999 y 2002, también con los populares en el Ejecutivo. También Ana Palacio, del PP, fue la primera mujer nombrada jefa de la diplomacia española, es decir, ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno de España de 2002 a 2004”. (Segundo Sanz).

Pero hoy, y mientras nos llega la obra que le dedicó a los debates de la igualdad de voto en el Congreso “El voto femenino y yo: mi pecado mortal”, nos complace reproducir otras páginas de la obra que escribió nada más salir por miedo del Madrid revolucionario trágico y sangriento verano del 36 “La Revolución española vista por una republicana”

 

 

CAPÍTULO II:

 LOS ELEMENTOS FASCISTAS 

 

OTRO motivo de turbación parel orden público fueron las luchas en la calle entre los marxistas y los miembros de Falange Española, partido creado en 1933 cuyo jefe, don José Antonio Primo de Rivera, era hijo del antiguo dictador.

Nadie creyó jamás en España en la importancia del fascismo como único elemento posible del derribo del Estado.

Sólo los marxistas concedían importancia al continuo crecimiento de los grupos de jóvenes que oponían su propia violencia a la violencia marxista.

Nunca habrían pasado de ser un puñado de amigos si los errores acumulados por los republicanos y los marxistas no hubiesen favorecido su movimiento. En las elecciones de 1936 y a pesar de las numerosas candidaturas que habían presentado, siempre coligados con partidos de derecha, no consiguieron un solo escaño. Incluso perdieron el que ocupaba desde las Cortes constituyentes el Sr. Primo de Rivera, su jefe[1].

Fueron las consignas, dócilmente seguidas en España como en cualquier otra parte por los marxistas, a los que en parte a ciegas secundaron los republicanos de izquierda, quienes hicieron salir el partido fascista de la nada en la que se encontraba.

Algunos elementos de la derecha, impacientes por lo que consideraban inercia de sus partidos ante el avance de los marxistas, se unieron, como protesta, a aquellos grupos de muchachos. Falange Española se convirtió así en el ala protectora de aquellos que parecían descontentos con la molicie del partido del Sr. Gil Robles ante los incendios, los saqueos y los actos de violencia tan frecuentes en la España de los últimos tiempos.

Esos actos dirigidos particularmente contra la derecha, los edificios religiosos y la juventud fascista, fueron violentamente combatidos por los miembros de Falange.

Todos los días se producían en Madrid atentados personales cuyas víctimas eran ora miembros del partido fascista, ora del partido marxista.

El asesinato del teniente Castillo, que pareció motivar el de Calvo Sorelo, no fue más que uno más de esos episodios de lucha y odio entre dos grupos que zanjaban sus disputas al margen de la ley.

El gobierno republicano, indiferente o impotente ante la creciente oleada de anarquía y bajo la presión de sus aliados marxistas, actuó con la mayor severidad contra los miembros de Falange Española. Se procedió a numerosos arrestos. Y a veces surgían sorpresas: se hallaban entre los fascistas los hijos de conocidos miembros del Frente Popular…

La ley que prohibía el uso y tenencia de armas fue el pretexto de esa persecución. Los partidos enemigos estando armados para sus luchas privadas, se empezó a registrar a todos aquellos sospechosos de fascismo. La idea no era mala y las prisiones desbordaban de miembros de aquel partido.

Como no podía menos de suceder en un pueblo apasionado, aquella medida no hizo más que engordar las filas de los perseguidos.

Faltaba al éxito de aquel movimiento el que la parcialidad del gobierno se exhibiera públicamente. Cometió esa imprudencia el presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, miembro de la izquierda y sustituto del Sr. Azaña tras la elección de éste a la Presidencia. Durante un discurso en el Congreso, contestó a los aplausos de la mayoría de diputados de izquierda declarando: «El gobierno tiene ante el fascismo la posición de un beligerante». Palabras demasiado imprudentes ante un enemigo que se hacía más fuerte gracias a la persecución. ¡Más sabio habría sido ser beligerante sin declararlo públicamente!

Tras esta declaración la lucha se hizo más ardua. Un magistrado, presidente del tribunal que condenara a veinticinco años de prisión a unos fascistas acusados de cometer un atentado, fue asesinado en la calle. Se atribuyó ese atentado a los fascistas y tuvieron lugar nuevas persecuciones. En las cárceles, los burgueses que se confesaban más o menos fascistas tomaban el relevo de los obreros que allí habían estado encerrados tras la revolución de octubre de 1934.

El gobierno no pudo dar una apariencia legal a aquella persecución. Solo tenía que declarar ilegal al partido fascista. Si no lo hizo es porque, de otro lado, encontraba aquella medida poco acorde con la teoría democrática de la que alardeaba, y porque, por otro lado, consideraba peligroso tomar una medida de aquel género con una organización que se volvía amenazadora. Vamos, que el gobierno tuvo miedo de provocar una revolución. Y una vez más tomaba el camino más peligroso. Consistían sus medidas persecutorias en una odiosa ilegalización sin ninguna base legal; e incrementaba el espíritu de la rebelión que tanto temía desencadenar.

 

CAPÍTULO III:

¿QUIÉN ASESINÓ A CALVO SOTELO? 

 ALGUNOS días después de la conversación relatada en el primer capítulo de este libro, el 12 de julio, se produjo un hecho preocupante. Habiendo sido asesinado en la calle un teniente de las guardias de asalto, los hombres de su compañía atribuyeron el crimen a elementos fascistas; y, para vengarse, se presentaron aquella misma noche, oficialmente, uniformados, en el coche de su unidad y acompañados por un teniente de la Guardia Civil, única fuerza pública en la que confiara la derecha, en casa del Sr. Calvo Sotelo, diputado a Cortes, antiguo ministro de la dictadura de Primo de Rivera y uno de los prohombres de la derecha.

Los guardias de asalto traían con ellos una orden de arresto contra el diputado, dada por la Dirección de Seguridad, de la que nunca se podrá comprobar la autenticidad. El diputado derechista, que era un jurista, se negó primero a entregarse invocando la inmunidad parlamentaria y, luego, en un gesto que le costaría caro, aceptó seguir aquellos guardias «poniendo su confianza en el honor de un oficial de la Guardia Civil» que les acompañaba. Poco después el cadáver de Calvo Sotelo, con una bala en la cabeza, fue abandonado en el depósito del cementerio municipal por los mismos guardias de asalto que presentaban aquella acción como si de un acto de servicio se tratara.

La opinión pública quedó aterrada. El golpe no sólo había alcanzado al diputado de la derecha, también había matado la confianza y el respeto que todo ciudadano tiene o debe tener por la fuerza pública colocada bajo el control del gobierno.

Éste no daba pie con bola. Cierto es que aquel acontecimiento lo estremeció. A pesar de los rumores que corrieron, no se trataba de un crimen de Estado. Sólo al odio y a la imprudencia se deben atribuir las frases pronunciadas tras el discurso del Sr. Calvo Sotelo por los Sres. Casares Quiroga y Galarza cuando declararon, el uno que «Calvo Sotelo sería responsable de todo lo que ocurriría» y el otro que «un atentado contra él estaría perfectamente justificado». Pero el gobierno, desbordado ya por sus colaboradores de extrema izquierda acababa de serlo también por la fuerza pública a sus órdenes. Los guardias de asalto, ganados en gran parte por la propaganda de los partidos obreros en los cuarteles (el teniente de la Guardia Civil, Condés, que los acompañaba y a quien ingenuamente se había entregado Calvo Sotelo era también un miembro militante del Partido Socialista, como se supo más tarde), habían actuado por iniciativa propia.

El gobierno no tenía más que una salida si quería lavarse de la imputación de crimen de Estado que se le hacía además de restablecer la disciplina entre los guardias de asalto: tenía que aplicar rápidamente las sanciones que el crimen exigía.

Ni siquiera lo intentó. Temiendo un motín de los guardias de asalto, el gobierno permaneció indeciso e inactivo. Pasaron los días. Madrid se escandalizaba de ver a Moreno, el teniente de los guardias de asalto que asesinaron a Calvo Sotelo, así como a Condés, paseándose libremente por las calles[2].

Una parte de los oficiales de asalto hicieron saber al ministro del Interior y presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, que el Cuerpo no toleraría que se castigara a los autores del asesinato. Otros oficiales, al contrario, pidieron el retiro al estimar que su Cuerpo quedaba deshonrado.

Las sesiones de las Cortes, suspendidas para evitar el escándalo que el asunto levantaría, no impidieron la reunión de la Diputación Permanente, que debe convocarse durante la suspensión de las sesiones. El Sr. Gil Robles, jefe de la derecha, se hizo escuchar. Pronunció allí un discurso que ha sido considerado como la señal de la sublevación contra el gobierno.

 

CAPÍTULO IV:

ESTALLA LA SUBLEVACIÓN 

 EN la tarde del 17 de julio, el Sr. Prieto, visiblemente preocupado, trajo al Parlamento la noticia de la sublevación de la guarnición de Melilla, plaza fuerte del Protectorado español en Marruecos. El 18 la sublevación se extendió a las plazas de Tetuán, Larache y Ceuta y luego estalló en las principales plazas militares de la Península, Navarra, Burgos y Sevilla. El 20 les tocó el turno a las guarniciones de Madrid, Alcalá de Henares y Guadalajara. La tercera guerra civil española había comenzado.

Los insurgentes tuvieron de inmediato en su poder las regiones de Aragón, Castilla la Vieja, Galicia, Logroño, el norte de Extremadura (Cáceres), la llanura y el centro de Andalucía, Álava en el País Vasco y Navarra. En las islas Baleares la capital Mallorca y algunas islas se unieron también al alzamiento.

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Desde los primeros días sólo quedaban en manos del Gobierno Castilla la Nueva, parte de Andalucía, es decir, Huelva, Almería y Málaga, el sur de Extremadura (Badajoz), las regiones de Alicante, Murcia, Valencia y Cataluña, dos provincias vascas (Guipúzcoa y Vizcaya), Santander en Castilla la Vieja y Asturias, con la excepción de Oviedo, sitiado, y de Gijón.

¿Sorprendió al gobierno la sublevación militar? El talante preocupado de los ministros en los pasillos del Congreso parece así indicarlo[3]. Las milicias gubernamentales, indisciplinadas y con frecuencia amenazadoras, han reprochado muchas veces al gobierno el haber estado sordo y ciego ante los preparativos de la sublevación. Lo acusaban de que, llegado al poder en febrero tras dos años de gobierno de la derecha, no había sabido ver que éste había tomado algunas medidas en vista de una sublevación militar y que, bajo la protección del Sr. Gil Robles, ministro de la Guerra, con ocasión de maniobras militares, las sierras de Guadarrama y de Somosierra alrededor de Madrid habían sido fortificadas como para una guerra. Mientras que llegado al poder, sus primeros pasos habrían debido encaminarse a la destrucción de las referidas fortificaciones, tan injustificadas como amenazadoras, y cambiar los gobiernos militares que la derecha había confiado a antiguos jefes monárquicos, no hizo nada, sin ver ni medir el peligro que aquellos demasiado visibles preparativos podían suponer.

La sublevación de Marruecos y de las plazas de Navarra y de Burgos, al norte, de Barcelona, al noroeste y de Sevilla al sur, formaban el famoso «movimiento en triángulo» del que se hablaba desde hacía mucho tiempo en medios políticos. Su objetivo era el de llevar una ofensiva desde la periferia hacia el centro para reducir a Madrid.

La guarnición de Madrid no se movió, al principio. Estaba reservada para el último momento, el del triunfo o el de la resistencia.

Sin embargo, los militares sublevados no se esperaban una fuerte resistencia. Al arrastrar con ellos las tropas marroquíes les habían hablado de «un paseo militar» a través de España, es decir, una toma fácil del poder sin lucha y sin resistencia.

A pesar del fracaso del movimiento militar de agosto de 1932 en que se habían expuesto similares argumentos a las fuerzas [pen]insulares, los militares continuaban siendo fieles discípulos del pronunciamiento. Pensaban que les bastaría con «pronunciarse» para que el Estado, con todo su aparato legal, se inclinara ante la amenaza de las armas. Ese fue el caso de todos los pronunciamientos de los que España ha sido tan rica que ha llegado a introducir esa palabra en todos los idiomas. Pero esta vez no se siguió la tradición y el gobierno tomó una decisión que había sido concertada en principio anteriormente, tal y como lo indicamos en el capítulo primero de este libro y que, por buenos motivos, alarmaba a algunos republicanos menos ciegos que los dirigentes: el gobierno decidió entregar armas a las organizaciones políticas.

 

CAPÍTULO V:

SE ENTREGAN ARMAS AL PUEBLO 

 SERÍA un poco exagerado afirmar que el gobierno armó las organizaciones obreras; ya lo estaban. A pesar de los registros efectuados tras la revolución de octubre de 1934, muchas armas habían quedado en manos de los obreros sublevados. La decisión del gobierno sólo supuso autorizar a llevarlas.

Socialistas y comunistas eran dueños de verdaderos arsenales de armas y municiones cuidadosamente escondidos. Sólo los sindicalistas y anarquistas tenían menos. Los marxistas, prudentes y siempre asustados por los elementos antiestatales, mucho más temibles, para ellos, tras la experiencia hecha en Rusia, que los dóciles republicanos, se las habían negado en el momento de la revolución obrera.

El domingo 19 de julio, en las secciones de la Casa del Pueblo y en las células comunistas fueron distribuidas armas a los miembros de las organizaciones inscritas en el Frente Popular. Pese a la dificultad práctica de conservar una elemental prudencia durante esa distribución, el gobierno adoptó cierta reserva en relación con los anarcosindicalistas; aunque integraban el Frente Popular les negaron las armas. Más tarde los acontecimientos se encargarían de proporcionárselas con abundancia.

En efecto, mezclados con elementos republicanos socialistas y comunistas, armados por el gobierno, los anarcosindicalistas se hicieron con los depósitos de armas de los cuarteles de la Montaña, de Cuatro Vientos, de Alcalá y de Guadalajara cuando fueron tomados.

De esta forma los elementos anarcosindicalistas estuvieron armados.

 

 

CAPÍTULO VI:

 LA LUCHA EN BARCELONA 

 LA sublevación tuvo éxito sin hallar oposición y se implantó firmemente en las provincias de Navarra, Burgos, Galicia y Logroño. Se enfrentó a una resistencia de elementos gubernamentales en Sevilla, pero estos fueron rápidamente derrotados por el general Queipo de Llano.

La lucha en Barcelona se desarrolló con una grandeza trágica, emotiva y digna de sincera admiración, a pesar del vituperio que la siniestra conducta de los anarcosindicalistas había de merecer más tarde.

La guarnición de los cuarteles de San Andrés, Atarazanas y Pedralbes se lanzó por las calles de Barcelona, sitiando los principales edificios públicos. Al mando del general Burriel actuaron con tal decisión que el general Goded que debía dirigir las operaciones, llegado por aeroplano desde Palma de Mallorca, fue precedido por la insurrección.

¿Cómo consiguieron paisanos armados a toda prisa, sin organización ni disciplina, dar jaque a un movimiento militar de tal envergadura?

La población obrera catalana se componía casi totalmente de elementos anarcosindicalistas, gente resuelta, endurecida por la «acción directa» que habían practicado sin solución de continuidad contra los patronos y los obreros de los sindicatos libres. Esa organización obrera que desde hacía muchos años ha sido motivo de inquietud para los gobiernos españoles, siempre se ha hallado provista de armas. Además, el gobierno de la Esquerra -izquierda catalana-, políticamente débil, que siempre se apoyó en esos elementos para combatir la derecha, les distribuyó rápidamente todos los fusiles y ametralladoras de los que estaba abundantemente provisto. Y así, sin más ayuda de fuerza armada que la de la Guardia Civil, los guardias de asalto y la guardia cívica de los mozos de escuadra, los obreros abortaron la sublevación lanzándose con osadía y extraordinario valor sobre los insurgentes, aniquilándolos a su paso. Formando filas apretadas, cogidos del brazo sin ni siquiera emplear sus armas, los obreros se lanzaron como un torrente sobre los cañones y las ametralladoras del Ejército. Una fila de asaltantes sucumbía a los tiros y cañonazos, otra fila le sucedía para caer a su vez, y una tercera tomaba su lugar para ganar metro a metro el terreno que conquistaron al precio de cientos, de miles de vidas humanas.

Con ese desprecio por la propia vida, con esa ardiente rabia, los combatientes civiles, tanto hombres como mujeres consiguieron rodear a los soldados y, cuerpo a cuerpo, a puñetazos, les arrancaron sus armas y así se convirtieron en dueños de cañones y ametralladoras.

El valor y la osadía han sido sin discusión el rasgo sobresaliente de esa lucha cuyo sorprendente resultado parece increíble a aquellos que no han sido sus testigos.

El ejército rebelde cometió el error de lanzarse fuera de los cuarteles a las calles, cuando las tropas -desmoralizadas por la invitación que a instancias del gobierno de Madrid se les hacía de abandonar a sus jefes-, oponían una desigual resistencia al ardor exaltado de los obreros.

La rápida derrota de la sublevación en Barcelona tuvo una decisiva influencia sobre la posterior conducta de los alzados.

Cuando el general Goded, jefe del ejército sublevado en Barcelona, llegó en avión desde las islas Baleares, la lucha había entrado ya en su fase decisiva. El asombro del general fue tal, ante la magnitud de la defensa y la dimensión del fracaso, que quedó anonadado en medio de sus soldados y fue una mujer quien lanzándose con audacia sobre él lo arrestó sin que le opusiera resistencia.

La actitud del general vencido, tras su detención, muestra el estado de desolación en que se hallaba: compelido por el Sr. Companys, presidente del gobierno catalán, a pronunciar por radio su rendición, con el fin de dar a conocer su fracaso a toda España y despejar cualquier duda al respecto, no se negó a ello como, quizá, su honor le debía haber aconsejado. Sumiso, aceptó anunciar su derrota y por el micrófono aconsejó someterse a sus compañeros alzados. Dócil sumisión al vencedor que no endulzó en nada la suerte del general vencido ya que dos días después era sometido a juicio sumarísimo y fusilado[4].

A pesar de su brillantísimo triunfo el gobierno catalán no creyó tener que seguir el ejemplo de clemencia dado por el gobierno Lerroux-Gil Robles el cual, en 1934, y a petición de los catalanes había conmutado la pena de muerte pronunciada contra el comandante Pérez Farras, uno de los jefes de la revolución de octubre. El gobierno catalán estimaba sin duda que ese gesto de clemencia había sido un error. Sin embargo, gracias a ese gesto el Sr. Pérez Farras, amnistiado en febrero de 1936 para el resto de su pena, pudo tomar parte en la defensa de Cataluña luchando heroicamente contra el general Goded. Éste, si no supo ganar ni supo perder, al menos supo morir y conservó su orgullo y dignidad tanto ante sus jueces como ante el pelotón de fusilamiento.

El triunfo de Barcelona y la victoria sobre los cuarteles de Madrid, así como sobre las fuerzas de Alcalá y de Guadalajara, iban a ser los únicos éxitos importantes de las milicias gubernamentales.

Pero antes del final de la sublevación en Madrid, se produjo un importante acontecimiento político.

  

CAPÍTULO VII:

 EL FRACASO DEL GOBIERNO DE CONCILIACIÓN 

 DESDE la madrugada del 20 de julio, el gobierno, bajo la presidencia del Sr. Azaña, examinaba la situación. La opinión del Sr. Martínez Barrio, jefe de la Unión Republicana que contaba con tres ministros en el gobierno, tuvo un gran peso y se decidió formar un gobierno moderado que él presidiría. Se le encomendaría discutir con los generales insurgentes las condiciones de un acuerdo que detuviera la lucha.

El partido del Sr. Martínez Barrio tenía la mayoría en aquel gobierno. Su composición era de suyo muy elocuente, pero sobre todo lo fue esta frase pronunciada por el Sr. Martínez Barrio ante doce personas, entre las cuales se contaba el ex-ministro republicano Sr. Iranzo quien nos la transmitió: «Ya he hablado con todos los generales. Ahora vamos a gobernar».

Por desgracia no gobernó. Su gabinete de conciliación nombrado en las últimas horas de una noche en blanco, ya presentado al presidente de la República y cuya constitución había sido anunciada en los diarios republicanos y por la radio había de reunirse a las diez de la mañana. Sin embargo no se reunió. Una de las condiciones planteadas por su presidente era que se detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y los comunistas se opusieron entonces violentamente a que ese gabinete de conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación pública que protestaba contra Martínez Barrio y pedía continuar la lucha «hasta el aplastamiento del fascismo» fue organizada por los marxistas en la Puerta del Sol y marchó a manifestarse ruidosamente ante el Palacio nacional.

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En su interior, el Sr. Azaña escuchaba, cabizbajo, las amonestaciones de los socialistas Largo Caballero y Prieto. Este último calificó el nuevo gobierno de «Gabinete de catafalcos».

Como era evidente, el Sr. Azaña, más prisionero que nunca de los socialistas, sin valor, sin decisión, incapaz de prever el porvenir, cedió. El gobierno Martínez Barrio murió antes de nacer. Incluso se llegó a sostener la especie de que nunca había existido ya que sus miembros no habían conseguido reunirse. En su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros que el gabinete anterior pero con una sensible modificación: el presidente Casares Quiroga, que en razón de sus actividades resultaba poco popular, era sustituido por el Sr. Giral, miembro también de Izquierda Republicana y todavía más títere de Azaña que su predecesor.

El primer acto de aquel gobierno fue el de seguir distribuyendo armas al pueblo. Así, la suerte estaba echada. El gobierno republicano que, sin embargo, desde hacía cinco meses se sentía desbordado por los extremistas, tomaba deliberadamente la decisión más grave por sus consecuencias para el país. Dejándose arrastrar así por los socialistas -quienes siempre han afirmado que no querían ceder sin lucha como los socialistas alemanes- el gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía.

A partir de ese instante el giro a la izquierda se perfilaba con nitidez. El nuevo gabinete ganaba con ello un genio militar, el estratega de la resistencia, el socialista Prieto, adjunto al presidente Giral a pesar de que su nombre no figurara en el gobierno, quien no dejaba ya el ministerio de la Guerra y dirigió completamente las operaciones a partir de aquel día.

«Dirigir» quizá sea una palabra demasiado ambiciosa, ya que las indisciplinadas milicias populares no se sometían a ningún plan y actuaban a su aire. El Sr. Prieto iba a tener ocasión de comprobarlo más tarde.

Así, cupo al Sr. Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado. Pero Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del día, y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero que acababan de abortar las esperanzas que albergaba de sustituir a Azaña a la cabeza del gobierno.

A partir de ese momento fue Prieto quien dirigió todo lo que el gobierno podía o creía poder dirigir. Fue él quien habló por radio al pueblo español e incluso a los insurgentes, conminándolos a rendirse pronunciando esta frase malsonante en semejante clase de intimación: «No esperéis nuestra rendición. Hallaréis muertos que no prisioneros». Fue a él a quien consultaron los representantes diplomáticos acreditados en Madrid con el fin de pedir al gobierno garantías para sus súbditos. Fue él quien, todas las noches, redactaba con la prodigiosa actividad que le caracteriza, artículos publicados en el Liberal de Bilbao o el Informaciones, donde estudiaba las diversas fases de la lucha. A él correspondería toda la gloria de la victoria sobre los alzados, victoria que él anunciaba sin descanso al pueblo de Madrid…

  

CAPÍTULO VIII:

 TRIUNFO EN MADRID 

EL lunes 20 de julio los paisanos recién armados se arrojaron sobre los cuarteles de la Montaña y de Cuatro Vientos que se sospechaba que podían alzarse. La radio portuguesa de Puerto Cruz, amiga de los insurgentes, había anunciado que los militares de Cuatro Vientos, donde se hallaba el campo de aviación, habían amenazado con bombardear Madrid de madrugada si el gobierno no se rendía. Las guarniciones fueron emplazadas a rendirse, sin que se obtuviera respuesta. Expirado el plazo se abrió fuego.

El regimiento del cuartel de la Montaña, así como la guarnición de Getafe no se habían movido anteriormente. El ejemplo de lo sucedido en Barcelona no era como para animarse y, además, las tropas obedecían -se decía- la consigna de esperar el avance de las columnas del Norte sobre Madrid. Los mejores elementos de choque de los fascistas de la capital se habían unido a los militares.

En el interior del cuartel de la Montaña se había atado y encerrado en calabozos a soldados sospechosos de simpatía por el gobierno.

Las tropas del cuartel estaban bajo la dirección del general Fanjul, antiguo monárquico que se unió a la República, perteneciente al Partido Agrario, diputado a Cortes constituyentes, que con ocasión de las elecciones de 1936 había tenido un gesto digno de alabanza al declarar hallarse al margen de toda lucha política. Añadamos que no tenía fama de ser una lumbrera en materia militar.

En el momento de la insurrección, incurrió en un acto siniestro. Arrancó de sus casas a todos los cadetes de Toledo de vacaciones en Madrid con la orden de presentarse en el cuartel de la Montaña. Sin embargo, entre aquellos muchachos había republicanos que, de haber podido elegir, no se habrían alineado en aquel momento con los insurgentes. Cayeron víctimas del fusilamiento general efectuado por el pueblo cuando entró en el cuartel. Así cuando el general Fanjul, condenado a muerte, fue llevado ante el pelotón de ejecución, se pudo ver a un jefe militar republicano, padre de uno de los jóvenes cadetes ejecutados por los milicianos y preso de una viva excitación, pedir un puesto en el pelotón encargado de fusilar al general. Favor que, por cierto, le fue concedido.

La respuesta que dieron las milicias populares (hasta ese momento formadas por voluntarios) a las tropas sospechosas de sublevarse en Madrid, tuvo en primer lugar un carácter espontáneo, al igual que en Barcelona. Actuaron sin dirección ni mando oficial.

El gobierno, sorprendido y desprevenido a pesar de todos los síntomas, se alarmó. No creía verosímil carecer hasta ese punto del apoyo de toda fuerza regular. En Madrid sólo los guardias de asalto, la Guardia Civil y parte de la Aviación le fueron fieles. La Guardia Civil, por otra parte, se había puesto del lado de los alzados en varias provincias y, en la capital, las organizaciones obreras sentían por ella una enconada desconfianza.

Fueron estas milicias populares las que dirigieron el asalto. Hay que subrayar que las milicias socialistas y comunistas estaban ya organizadas. Habían recibido instrucción militar, desde hacía tiempo, y a espaldas del mando, por parte de oficiales, entre otros por un teniente de Ingenieros, Faraudo, asesinado en la calle, en el mes de abril de 1936, por el teniente de asalto Castillo (asesinado a su vez antes de que lo fuera Calvo Sotelo), y por el teniente de la Guardia Civil Condés, el mismo a quien Calvo Sotelo se entregara, ignorando su afiliación política.

Esas milicias marxistas organizadas con miras a la revolución de octubre de 1934 habían seguido desarrollándose y el triunfo del Frente Popular se había limitado a sacarlas a la luz. Armadas, habían desfilado en prietas filas en Madrid, el primero de mayo, con ocasión de la fiesta del trabajo, provocando altercados con los fascistas.

Ante la impotencia del gobierno fueron ellas las que sin contar con una orden del mando militar, surgieron y rodearon los cuarteles de Madrid y las guarniciones de Alcalá de Henares y Guadalajara. En el espacio de un día todas esas plazas fueron reducidas y derrotadas.

Se desprendió de aquella lucha audaz algo digno de curiosidad. Pobremente equipadas, sin organización ni mando regular, con dos pequeños cañones bien situados, las milicias populares llevaron con ardiente exaltación el ataque contra el poderoso Cuartel de la Montaña y contra el parque de aviación de Cuatro Vientos. La Aviación tuvo un papel importante al bombardear durante dos horas el inmenso Cuartel de la Montaña. En su interior, los soldados opuestos a la sublevación consiguieron abrir una brecha a través de la cual se precipitaron los sitiadores. Los sitiados izaron la bandera blanca pero las fuerzas populares no respetaron la vida de los vencidos, a pesar de su rendición. Los vecinos de las casas colindantes oyeron con pavor una formidable descarga de fusiles, algunos minutos después de que acabara el tiroteo. En el patio del cuartel, apilados, los cuerpos de los rebeldes yacían acribillados de balas. En Cuatro Vientos se halló, entre otros, el cuerpo de García de la Herránz, ya sublevado en agosto de 1932. Los periódicos informaban al pueblo de que todos los oficiales, viéndose vencidos, se habían suicidado…

Por otro lado los gubernamentales anunciaban que en Andalucía y en Extremadura se fusilaba, también sin formación de causa, a todos los elementos de izquierda.

La guerra civil, cruel, dura, vengativa, empezaba a mostrar su odioso rostro. Desde el principio se puso de manifiesto una terrible falta de mesura en el desarrollo y en las consecuencias de la lucha.

 

[1] Fue elegido pero su acta resultó anulada por las Cortes tras una maniobra de la izquierda.

[2] Ambos han hallado la muerte luchando contra los militares. El primero durante un accidente de aviación, el segundo en el frente de Guadarrama.

[3] En el centro de un grupo el ministro de Hacienda (N del T. Enrique Ramos Ramos) mostraba una visible preocupación. Más lejos, el ministro de Comunicaciones (N del T. Bernardo Giner de los Ríos García) decididamente desafortunado, ya que la Dictadura, en 1923, había detenido su carrera política, dejaba traslucir una gran inquietud en sus palabras pesimistas.

[4] Este gesto tan severo como rápido forzó el gobierno de Madrid a hacer lo mismo, juzgando y condenando a muerte al general Fanjul y a sus compañeros, detenidos en el cuartel de la Montaña. A partir de estas condenas, seguidas de ejecuciones, todos se dieron cuenta de que la lucha sería a muerte. Se ha dejado entender que nadie hubiese pedido la gracia de los generales, como fue el caso para Sanjurjo; es una cruel ironía ya que Madrid y Barcelona, amordazadas ya por el terror no podían hacer ese gesto que muchos hubiesen deseado.

 

CONTINUARÁ…

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.