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1 de Julio de 2020. Hoy, el cabo Ortega habría cumplido 96 años si la Muerte no le hubiese reclamado hace seis meses cuando, con ese vigor legionario que le caracterizaba, todavía vivía de sus recuerdos legionarios y se asomaba a los rincones de una vida en la que el general Millán-Astray había sido protagonista.
 
Tanto el fundador de La Legión como el bueno de Pepín compartieron seis años, desde el 20 de noviembre de 1948 hasta el 1 de enero de 1954,  en el palacete del Cuerpo de Mutilados de la calle Velázquez. Allí, supo ganarse la confianza del héroe de Filipinas y África y, sin escatimar esfuerzos y compromiso, cumplió como un hijo predilecto los cometidos y servicios encomendados. Era cuestión de confianza y Pepín se la había ganado a pulso, con templanza y disposición al trabajo y órdenes de su «jefe» hasta aquel último suspiro en el día de aquel Año Nuevo de 1954.
 
Fueron duros aquellos años del Madrid de la posguerra, pero el coronel, como así le seguía llamando su escolta, ahí estuvo practicando con el ejemplo de todos y cada uno de los espíritus de ese credo legionario que había creado en 1920.
 
En una obligada visita a la casa del cabo en Carabanchel para hacerle, tal vez,  su última entrevista, echamos un vistazo a su intenso y azaroso pasado para plasmarlo en este relato:
 
Esta mañana fui a Carabanchel. Salí del metro y me topé con aquel Hospital Gómez Ulla en el que, de niño y tras un accidente, estrené quirófano y una de sus habitaciones. Ya ha pasado más de un  tercio de siglo de aquella visita obligada.

Hoy, por el contrario, el motivo de mi visita era diferente. La razón era Pepín, Pepe, José, Ortega, Orteguita «Mala Leche», cabo Ortega…¡qué más da! Tal vez, las paredes del palacete del Cuerpo de Mutilados de la calle Velázquez recuerden todos y cada uno de estos apelativos de aquellos bregados y curtidos legionarios que, a las órdenes del capitán Iglesias, acompañaron al general Millán-Astray en los últimos años de su vida.

A D. José Ortega Muñoz, firme y erguido al recibirme, le contemplan 94 años, casi un siglo, y, todavía, es capaz de emocionarse recordando sus años africanos en La Legión y, como escolta, protegiendo o acompañando a su fundador. El estigma que te deja La Legión es para toda una vida. Antes, después y ahora. Innegable e indudable.

Su cabeza, su agilidad mental y su predisposición estaban al servicio de los recuerdos, de la verdad histórica, del legado de un héroe al que José siempre se ha referido como «coronel» a pesar de su posterior ascenso a general. «En La Legión sólo se ascendía hasta coronel», puntualizaba con precisión ante su familia.

El bueno de José tuvo una vida, también antes y después de La Legión. O antes y después de la II Guerra Mundial cuando, en un campo de concentración de Nápoles, fue hecho prisionero por los americanos. La travesura de un crío en un vagón de tren iba a conducirle a ese infortunado destino al confundirle con un nazi. De película.

Pero Nápoles, Caserta, la mansión de Eisenhower, la Embajada de España en Roma, la gasolina, los trabajos forzosos o el boxeo son otra historia, otra historia forjada con apenas 20 años y un inolvidable recuerdo para sus camaradas que, ocho o diez años mayor que un Pepín imberbe, jamás olvidaron en vida cómo el «niño» se las apañó para sacarles de aquella prisión napolitana.

Eso quedó atrás, a cientos de kilómetros de su Cantabria natal y con miles de experiencias recabadas en los duros años de un conflicto mundial que le llevó a Alemania, Rusia, Austria o Italia antes de que el azar le permitiese llegar a la tierra que, con sólo 17 años, había abandonado para construir vías de ferrocarril en Berlín y sus inmediaciones.

Y José regresó a España, a Las Eras, y allí, además de sus cabras y vacas, le esperaba el servicio militar. ¡A buenas horas! Una quinta después. Y, además, tras infinidad de combates, armas, munición, convoyes, trincheras, prisión y una guerra en tierras alejadas de su amada España. Todo eso no le valió para eximirle del cumplimiento con la Patria e incorporarse a filas en Pamplona. 

Pero a José no le sedujo la idea del Gobernador Militar de Santander ni el destino de la caja de reclutas. José quería acción y, para ello, el Tercer Tercio de La Legión le estaba esperando en Larache. Allá que marchó.

Y allí nació un atípico José legionario; sin tatuajes ni atracción por el tabaco o el alcohol. Su ilusión era el boxeo y, cada domingo, intercambiar unos puños en un improvisado cuadrilátero del Tercio. Sus rivales eran «legías» de otras compañías y no aquellos alemanes con «cabeza cuadrada», como les denominaba su amigo Pistolo en los campos de concentración transalpinos, con los que se batía el cobre y, de paso, aprovechaba para conocer las rutas que, posteriormente, se convertirían en los senderos de su libertad y la de sus compañeros en fuga.

Esa proyección pugilística le trajo a Madrid, a la sombra del general Millán-Astray, un 20 de noviembre de 1948 y, casi setenta años después de ese día, hoy hemos recordado aquel lustro que pasó con el héroe de Filipinas, de Marruecos, el fundador de La Legión y salvador de, con su obra, miles y miles de quintos españoles que iban a África a morir hasta la aparición de la casi centenaria Legión.

Pepín con Emilio Domínguez

D. José Ortega Muñoz también es casi centenario. Nació un 1 de julio de 1924 y, sentado en su sillón de general, no olvida su pasado legionario jugueteando con un pin del emblema entre sus dedos mientras, de reojo, mira su vieja guerrera de cabo y la camisa que le regaló su íntimo amigo Juan Serrano antes de reunirse con su eterna novia, la Muerte, y aquel héroe de España para el que, como caballeros legionarios, sirvieron en la madrileña calle de Velázquez durante los años de la dura posguerra española.

Emilio Domínguez Díaz 

Autor

Emilio Domínguez Díaz